Las Grandes Pestes que Asolaron al Mundo

Por: Augusto Irías Cálix

Desde tiempos inmemoriales, la humanidad se ha visto azotada por grandes enfermedades epidémicas, que han causado enormes estragos en todos los pueblos de los diversos continentes, dejando centenares de millones de muertos y que los relatos históricos nos informan sobre estos grandes acontecimientos. La peste bubónica, la viruela de alfombrilla, el cólera morfus o víbrión cólera y la gripe asiática, entre otras, han sido las causantes de estas grandes desolaciones. La peste que invadió a Europa en el Siglo XIV se conoce hoy con el nombre de peste bubónica o peste negra. En aquellos tiempos se hablaba simplemente de «la gran mortandad», mal misterioso que diezmó comarcas enteras dejando tras sí tumbas llenas de cadáveres. En tres años pereció aproximadamente un tercio de la población de Europa, o sea unos veinticinco millones de personas. Sin embargo, y a pesar del pánico y la paralización que la muerte produjo, el mundo occidental mantuvo incólumes sus grandes valores humanos, sus tradiciones y su inquebrantable fe de supervivencia.

La epidemia llego de Oriente —como todas las anteriores. Una cadena de puertos comerciales enlazaba a Europa con Asia. Uno de ellos, el Puerto de Caffa actualmente Feodosia), en Crimea, era administrado por genoveses. En el año de 1347 las hordas tártaras sitiaron la ciudad y, mientras los mercaderes italianos se defendían dentro de los muros, la peste hacía morir a los sitiadores. Estos aprovecharon la contrariedad a su favor lanzando con catapultas a sus muertos dentro de la ciudad, en la que en forma relampagueante se propagó la enfermedad. Los genoveses aterrorizados huyeron por mar llevando en las bodegas de sus barcos un espantoso cargamento.

Cuando las naves arribaron a la ciudad de Mesina, la peste se adueñó del populoso puerto siciliano. «Viendo la catástrofe que les había caído encima por causa de los genoveses“, escribe un clérigo de la época, “la gente los expulsó de la ciudad, pero la enfermedad permaneció en ella para ocasionar una terrible mortandad. Ni los notarios podían recoger la última voluntad de los moribundos, ni los sacerdotes podían ejercer las confesiones. La isla se contagió rápidamente y algunos distritos quedaron vacíos.

En enero de 1348, tres de aquellos navíos arribaron a Génova. su puerto de origen, y, una a una, las ciudades italianas —bastiones de la cultura occidental— fueron contaminándose. Pisa perdió el setenta por ciento de su población; Luca, el 80. Siena tuvo que paralizar la construcción de lo que iba a ser la mayor iglesia de Italia. Los turistas que la visitan pueden aún hoy contemplar con espanto, las altas columnas de mármol del edificio fantasma, el cual es un monumento a la gran mortandad.

Giovanni Boccaccio, el poeta más relevante de aquella época, describe la peste en su libro «El Decamerón», tal como él mismo la vio en Florencia. «Al principio aparecían unos bultos en las ingles o en las axilas, algunos del tamaño de una manzana o de un huevo. Casi todos los que presentaban estos síntomas morían antes de tres días. Tan poderosa era la peste, que se propagaba de los enfermos a los sanos, con la voracidad de un fuego devastador. A los muertos los colocaban frente a las puertas de sus casas, de donde eran levantados amontonados en carretas de bueyes o de caballos. Cuando los cementerios estaban repletos, se abrieron zanjas y se enterraban los cadáveres uno sobre otro, cubriendo cada cuerpo con un poco de tierra».

«Por todas partes no había más que desesperación, aflicción y miedo» escribe Petrarca, otro coloso de la literatura italiana de la época. «¡Felices quienes vengan después de nosotros, pues considerarán nuestro sufrimiento como pura ficción».

Tras la epidemia, desconocida por la ciencia medieval, se dibujaba un infeccioso círculo biológico. La peste es el producto de una enfermedad de los roedores, y la rata es su principal portador. Las pulgas que picaban a las ratas enfermas contraían el virus y lo transmitían a sus congéneres. La pulga contaminada no suele picar al hombre, pero a falta de ratones, pica a cualquier criatura.

La enfermedad se propaga a través del sistema linfático. Entre sus síntomas se cuentan la postración, labios resecos, la lengua hinchada, fiebre y dolorosos forúnculos o bubones que aparecen en las ingles, axilas o el cuello. La muerte llega después de tres o cuatro días de crueles sufrimientos. Sin el uso de los fármacos modernos, la mortalidad supera el sesenta por ciento.

Una variedad de esta peste común o bubónica, la constituye la forma neumónica, que se transmite como el catarro común y se caracteriza por la acumulación de bacilos en los pulmones, a los que atacan rápidamente sin posibilidad de salvación. Es posible suponer que se dieran ambas formas durante aquellos años, pues hay relatos de personas que disfrutando de salud por la mañana, de repente empezaban a vomitar sangre y morían antes del anochecer; síntomas propios del tipo pulmonar.

Las ratas y pulgas fueron los principales portadores de la epidemia. Ocultas en los sacos y bultos de mercancías, contaminaron las rutas comerciales y marítimas de Oriente, de casa a casa. (¡Una pulga infectada puede vivir siete semanas!). La plaga se abrió paso al través de valles y montañas y de las puertas de entrada de las ciudades amuralladas, extendiéndose por las plazas de los mercados y en los monasterios y conventos. Sólo la orden Franciscana perdió en Alemania 124.000 monjes. Las ciudades de entonces, insalubres, con alcantarillas al aire libre y cabañas de techos de paja, ofrecían un refugio ideal para cualquier insecto.

Ya en la primavera de ese año, la peste había alcanzado un gran sector del Sur de Francia, y en un mes murieron 75 mil personas en Marsella. Las risueñas tierras de Borgoña, Gascuña y Champaña, perdieron su alegría. «La sentencia de muerte», anotó un observador francés, «está claramente escrita en el rostro de la gente». Otro cronista afirmaba: «Las ciudades han quedado vacías, miles de casas han quedado cerradas, en tanto que otras han quedado abiertas, pues todos los que allí vivían han muerto».

Los médicos estaban desconcertados, ante un virus mortal desconocido, sangraban a sus pacientes, abrían los forúnculos y prescribían lavativas. Con frecuencia ellos morían ante sus enfermos. Muchos huyeron y se escondieron, pero se sabe de valientes que supieron enfrentar la situación. Un millón de personas murieron en Inglaterra. Esta enfermedad se volvió a presentar en Europa en periodos cíclicos. En 1521 apareció nuevamente en Francia, y al médico-profeta Miguel de Nostradamus le tocó tratar enfermos durante cuatro años, salvándose de la contaminación. En 1546 se presentó nuevamente la peste. En ese tiempo, el conde de Saint German y el conde de Cagliostro: (José Bálsamo), también se
dedicaron a curar la peste.

Hoy la enfermedad existe aún en algunos lugares del planeta, pero ya no constituye una amenaza universal, contenida como está por el uso de insecticidas y medidas sanitarias. Hay un suero que reduce la mortalidad, y los modernos antibióticos ayudan a curar en unos días a los enfermos. «Cuando existe un tratamiento adecuado», asegura un médico inglés, que tiene varios años de experiencia en Asia y África; «la peste no resulta más grave que un sarampión».

Al recordar aquellos fatídicos acontecimientos, debemos admirar el valor y la energía con que la humanidad enfrentó aquella catástrofe. No hubo caos ni anarquía; aparte de algunos signos de desorientación muy comprensibles, se superó el desastre con la mayor serenidad y entereza. De esta manera, cuando la mortalidad cesó, la vida continuó su curso normal rápida y alegremente.

3 comentarios en “Las Grandes Pestes que Asolaron al Mundo

  1. Delsi Jaqueline Palada Ucles

    Dios a sido bueno en todo tiempo y su amor a sus hijo a prevalecido a pesar que nosotros cometamos tantos errores, el es fiel.

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