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Comentario sobre la poesía «Águilas Conquistadoras» de Luis Andrés Zúñiga

Esta poesía (ver texto completo) es una crítica al imperialismo de Estados Unidos en Latinoamérica, y particularmente en Honduras.

A principios del siglo XX Estados Unidos mandó marines a Honduras para salvaguardar los intereses de las compañías bananeras ante la inestabilidad política en Honduras, lo que provocó una reacción patriótica de algunos intelectuales hondureños como el escritor Froylán Turcios y el periodista Paulino Valladares.

En la poesía se recuerda la historia que representa el mito fundacional de Estados Unidos, con los peregrinos de Inglaterra huyendo de la persecución religiosa. También nos recuerda el ideal puritano de Estados Unidos como la nueva tierra prometida, como el nuevo Israel o el nuevo pueblo escogido de Dios, como la historia de la tradición bíblica escrita para una nueva generación.

En estimación del autor, Estados Unidos tuvo unos orígenes humildes que estaban basados en buenas intenciones, pero que se corrompió al aumentar su poder económico y militar, así como un torrente se ensucia al aumentar su caudal.

Por causa de esa corrupción ahora el imperio americano nos muestra ahora sus homicidas manos, queriéndose apoderar de los territorios de lo que algunos llaman el «patrio trasero» de Estados Unidos, desde México hasta el canal de Panamá, y lo hace con la violencia de las armas.

El poeta hace un llamado a todos los pueblos de herencia española en el continente americano a resistir con valor la invasión norteamericana, estando dispuestos a combatir sin importar si al final de la batalla los encuentra la amarga derrota y la aniquilación total, por que quizás al final del alma de la raza surgirá un resplandor. Este llamado de luchar hasta la muerte se hace eco de las palabras del himno nacional hondureño que nos dice que serán muchos Honduras, tus muertos, pero todos caerán con honor.

En la actualidad, sin embargo, la estrategia del imperialismo americano es mucho más sutil y pocas veces recurre directamente a invasiones militares para hacer valer sus intereses en el resto del continente americano, le basta hacer valer su influencia política y económica en forma indirecta y detrás de bambalinas. No va a poner a un gobernador político a gobernar directamente en nombre de Estados Unidos, sino que apoyará a los políticos locales que sean dóciles a sus intereses, utilizará medios indirectos, organismos internacionales como la OEA y el FMI para presionar a favor de sus intereses, intervendrá discretamente en los procesos electorales, perseguirá a sus enemigos utilizando el sistema judicial de los países, (sicariato judicial o lawfare) y apoyará discretamente golpes de Estado cuando sea necesario, como lo hizo en Honduras en el 2009.

El problema de Honduras, es que al ser un país pequeño, tendrá dificultad para luchar contra un gran poder hegemónico —como lo es Estados Unidos— para luchar por su independencia. Honduras se independizó de España solo para caer poco después en las garras del imperialismo americano. Se necesita el despertar de los pueblos de toda Hispanoamérica, combatir a las oligarquías locales aliadas del imperio, combatir la desinformación que nos sirven constantemente los medios de comunicación y una estrategia de lucha internacional para hacer retroceder la intervención americana en nuestros países.

Eso sería lo ideal, pero parece poco probable. Los pueblos latinoamericanos están divididos, tanto entre sí como a lo interno. Sin embargo, no todo está perdido. Existen indicios de que el imperio angloamericano se está debilitando día tras día por causa de su propia ineptitud. Existe el goteo constante de una migración masiva de gente de habla española que está entrando en Estados Unidos, ya sea legalmente o ilegalmente. Esta inmigración masiva cambiará la distribución demográfica de ese país. Los hispanohablantes seremos mayoría en ese país y dirigiremos sus instituciones. ¡El futuro pertenece a los que hablamos español!

Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos explotando los temores de la población nativa que teme ser desplazada, pero ha demostrado incapacidad para cumplir con sus promesas de campaña. Sus enemigos a lo interno son poderosos y quieren acoger a los migrantes con los brazos abiertos. ¡No hay nada que pueda detenernos! ¡Si el presidente Donald Trump no puede detener la inmigración nadie lo hará! Estados Unidos recibirá su justo castigo por su prepotencia imperial, y Honduras está tomando un papel protagónico en una invasión pacífica con sus ciudadanos que hará morder el polvo al imperio angloamericano a través de las caravanas de migrantes.

Luis Andrés Zúñiga

Luis Andrés Zúñiga

Por: Marcos Carías Reyes

«Este gran don Ramón…» decía el enorme Rubén aludiendo al insigne cincelador de la prosa castellana; don Ramón María del Valle Inclán. Frente a la efigie de nuestros más aquilatados varones de pensamiento, exclamamos: este gran Luis Andrés del olímpico laurel.

Hélo aquí: en una pose aparece con el cabello desordenado y mostachos a lo Cyrano: en ésta, los laureles gallardamente conquistados adornan su cabeza de artista. Porque, eso es Luis Andrés Zúñiga. Un artista del verso y de la prosa: un artista de su propia vida y de su propio YO. Ese YO artístico que naufraga en los medios ignaros lo ha defendido con las armas que guarda en su panoplia filosófica y anímica. Lo ha conservado, quizás no intacto: o preso en un corateral, que ya no cabe en nuestros días esa posibilidad y está envejecida tal actitud, pero sí rodeado de los atributos que todo artista ha de poseer para serlo. Conste que no nos referimos a la caricatura del artista como podría llamarse esa colección de gestos artificiosos y de falsos ademanes, sino a las esencias íntimas que lo bañan y a las excelsitudes muy personales que lo distinguen.

En la quietud del claustro, dentro de ese silencioso recogimiento que invita a la meditación y al éxtasis, libre de cadenas la voluntad y de complicaciones la vida, el numen encuentra hospitalario alero para el vuelo suave, el hondo filosofar y la creación estética. Surgen así obras de serenidad y de beatitud y la emoción es cual río subterráneo, diáfano y tranquilo. «No refleja las selvas lujuriantes llenas de endriagos; ni se precipita enfurecido al vórtice de los abismos. Mas, esta existencia de cenobitas sólo algunos artistas la disfrutaron en la antigüedad; y en nuestra era es casi imposible, aunque no infecunda, pues si bien es cierto que el pulso de la Humanidad da la norma de las creaciones del pensamiento, también el silencio es generador de obras maestras. El artista ha de vivir en una continua vigilia; en un estado de alerta constante para que su numen no quede preso en la clásica torre de cristal, pero al, al mismo tiempo, ha de defenderlo de las bajezas y ruindades con que el contacto diario le amenaza. Para algo se es poseedor de un don especial— y cobardía moral, como defección estética, sería arrastrarlo por el cieno donde moran los espíritus mezquinos.

Este gran Luis Andrés, como el polifacético Heliodoro, han continuado siendo artistas en este mundo enfermo de secular neurosis. Más singular el caso del segundo ya que Heliodoro lleva en sus venas el vértigo cosmopolita y Luis Andrés se quedó en el «cuarto brujo» haciendo vida vernácula, mantenidas en alto sus calidades estéticas y filosóficas, pues Luis Andrés es un esteta y un filósofo.

Pequeño, esbelto, ágil, cimbreante cual un junco; erguida la cabeza, viva la mirada, elocuente la expresión, brummeliano el ademán, en Luis Andrés Zúñiga todavía vive el magnífico triunfador en los Juegos Florales de 1915, bello certamen digno de imitación; ejemplo de un alborear luminoso ¡lástima por fugaz! en la bruma. Nos parece verle aún, con los ojos del niño, cuando declamó sus versos, proclamando la Reina del torneo:

«Alba blanca, luz de aurora,
es vuestro nombre, Señora,
que al pronunciarlo ilumina,
un vocablo evocador,
nombre de gema marina,
nombre de perla y de flor.
Suave nombre, voz alada,
voz risueña y perfumada
que suena en el corazón,
cual melodioso oleaje
o como aura en el boscaje
que dijera su canción.
Noble Reina, soberana!
Cual la luz de la mañana
habéis podido reinar
sobre un mundo dilatado;
que hay margaritas del prado y
hay margaritas del mar»…

Llevando en alto la grímpola de «Los Conspiradores» entró en la hermosa batalla del poeta-dramaturgo; y salió del redondel con los laureles de la victoria. Un coro de hosannas jubilosos cantaría en su espíritu; y el artista hubo de experimentar el sabor de ese magnífico néctar que, llámese Gloria, Fama o Triunfo, produce tan maravillosas embriagueces, especialmente si se trata de una victoria del Espíritu, de una Gloria ganada por el cerebro. En «Los Conspiradores» desfilan nobles, plebeyos, aldeanos y militares. Se ve a intervalos la arrogante figura del General Morazán y se asiste a la derrota de la carcomida aristocracia que pretendía mantener sus privilegios; y amparar sus abusos en los escudos de los Aycinenas. Un bello episodio de aquellos tiempos en que se asistía al derrumbamiento de un orden social ya degenerado y entre los dolores y los espasmos del parto surgían nuevas concepciones ideológicas y renovadas arquitecturas políticas.

Así, Luis Andrés Zúñiga es dramaturgo, poeta, prosista, filósofo, fabulista y psicólogo, de la más alta calidad. Coloca en cimas deslumbradoras, entre fragor de truenos y relampaguear de Apocalipsis, los encendidos estandartes de sus «Águilas Conquistadoras»:

«Un día zarpó un barco de la vieja Inglaterra
Con rumbo al Occidente, hacia ignorada tierra
Que hallábase escondida tras las curvas del mar.
El barco iba cargado de tristes inmigrantes
De Quakers que iban a esas tierras distantes
A buscar una patria y formar un hogar.
Nuevo pueblo de Israel, de místicos guerreros
Que de su patria huyeron, con penates y aceros,
De su conciencia oyendo la imperativa voz! …
… Al fin sus ojos vieron una costa florida
Que en la América libre les reservaba Dios.
Como robusto roble que en un día creciera
Y que la vasta sierra con sus ramas cubriera
O singular producto de monstruosa aleación;
Lo que fue débil niño se tornó en gigante.
Esa mísera tribu, en la tierra pujante
Se tornó de improviso en pujante Nación.
Y así como es muy limpio al nacer el torrente
Y que al crecer enturbia su linfa transparente
Hasta que llega, enorme, pero sucio hacia el mar.
Así !oh Yanquilandia, hija de puritanos¡
Armadas nos enseñas las homicidas manos
Y nuestra noble tierra pretendes conquistar.

Se escucha un grito de águilas tras el lejano monte;
Los búfalos ya asoman por el vasto horizonte:
¡Son hijos de la bruma en las tierras del sol!
El quetzal ya revuela sobre la cumbre enhiesta
Y se escucha un rugir en la negra floresta:
¡Son los bravos cachorros del gran león español…»

Desciende en seguida de esa montaña, sobre la cual ha lanzado rayos fulminatorios contra la política imperialista que en un tiempo de ingrata recordación deshonró la memoria de Washington y de Lincoln y haciendo gala de un mimetismo encantador se transforma en el bardo enamorado que ritma suaves endechas pulsando las frágiles cuerdas del laúd en «Lucy»; vuelve a borbotar con renovados ímpetus el torrente de la sangre; cabalga velozmente la fantasía y allá va el poeta asido de las crines de un fogoso corcel, sobre los palpitantes belfos, en la «Canción de las Walkyrias»; fatigado de correr por esos alucinantes mundos de Sigfrido y los Nibelungos, trémulo todavía con el estruendo de la tetralogía wagneriana, el aeda refúgiase en un monasterio; encuentra la calma espiritual de un franciscano y su melancolía beatífica fluye en «Todo es Nada,» hasta que Mefistófeles llama a las puertas de la abadía que señalaremos como de la penitencia y de la meditación; y el bardo se incorpora recordando a Julieta y a Margarita, a Helena y a Eva; sale de su encierro y clama a un mercader:

«Anda a Golconda y tráeme, mercader trashumante
un collar prodigioso de amatistas y una
fabulosa sortija que corone un diamante
cuyas aguas contenga una enorme fortuna.
Tráeme nácares finos. De ese nácar triunfante mercader,
nunca olvides que el Ofir es la cuna:
De esas perlas tráeme, de epidermis radiante
cuya luz es hermana de la luz de la luna.
Y a esas cosas floridas —mi regalo de boda—
añade el oro del Rimac, si a tu gusto acomoda
y cofres ambarinos con sedas de Nipón;
que eso será tan solo lo que daré a mi amada,
a la que dar quisiera la Cólquide encantada
y el rico vellocino que enloqueció a Jasón..»

En ocasiones vaga por los bosques, halla paz en la vida oscura del campesino, pero la imaginación hierve:

«Dichoso leñador que en la montaña
estás en tu labor, entretenido
y a la luz de la tarde, ya rendido
regresas jubiloso a tu cabaña.
En tu alma limpia, a la maldad extraña,
no suena el eco del mundano ruido,
la eterna sinfonía del gemido
que el dolor de nuestra alma desentraña.
Pero esa dicha que en tu pecho alienta
no tiene mucha miel ni es luminosa
pues tu obscura ignorancia la sustenta.
Más vale el fuego de la lucha ardiente,
más vale nuestra vida tempestuosa
muy llena de dolor, pero consciente.»

lo cual no obsta para que se sienta «poeta y aldeano»; dialogue con las flores como Rouseau, se tienda a reposar a la orilla de los riachuelos como Tennyson y admire el cuadro patriarcal que ofrecen los bohíos.

***

Las «Fábulas» constituyen un capítulo muy singular en la obra de Luis Andrés Zúñiga, que no es vasta, sino selecta.

Modelos de ingenio, de agilidad y sutiliza psicológica; de prosa amena y castiza, en su género y en nuestro país, las «Fábulas» no tienen ascendencia, ni descendencia. Son únicas. Y como únicas, dueñas son del rarísimo don de la originalidad.

Si en sus poemas, Luis Andrés se revela como un inspirado portalira; y en sus ensayos, escritos en prosa marmórea por lo tersa y repujada, como un filósofo, en las «Fábulas» alcanzó una cumbre hasta la cual nadie ha ascendido ni antes, ni después de él. Y, tanto en unos aspectos, como en los otros, vive, aparece siempre el artista; el artista nato que hay en su persona, mientras el hombre camina con paso tranquilo por los ásperos senderos del mundo, con la íntima conciencia de su valía; y deja que a la vera del «cuarto brujo» corran tumultuosas las aguas de la vida, quizás saturado de aquella honda serenidad que conocieron los discípulos de Pitágoras.

Tomado del libro «Hombres de Pensamiento» por Marcos Carías Reyes. Segunda Edición, 2006.

¡Ya vienen los Indios!

SAN MIGUEL ARCÁNGEL, PATRONO DE TEGUCIGALPA

Escribe: M. Antonio Rosa

El siglo diez y nueve —siglo del romance— viejo y achacoso, caminaba encorvado por una senda obscura apenas alumbrada por la luz parpadeante de unos cuantos luceros madrugadores que anunciaban el despertar del siglo XX.

La Tegucigalpa arcaica dormía plácidamente en el sube y baja de sus calles laberintosas, anidada caprichosamente en las faldas de El Picacho que sirve de valladar en tiempos huracanados, y de eficiente ventilador en los meses caniculares.

Serían como las tres de la madrugada, cuando regresaba de una fiesta a su hogar el general Florencio Xatruch, militar cuyo nombre ha recogido la historia centroamericana, como el del jefe más bravo que a la cabeza de una columna de hondureños, luchó con denuedo en Nicaragua, contra el ejército invasor del filibustero William Walker.

Al entrar Xatruch a su casa, se sorprendió al ver a su esposa sentada en la sala y bastante inquieta.

—¡Pero, mujer! ¡Qué demonios estás haciendo levantada a estas horas?

—Esperándote, Florencio, esperándote para decirte que te escondas, porque no tardan en entrar los INDIOS…

¡Ah! —expresó el general midiendo a trancos la sala y mesándose las barbas. ¿Xatruch va a esconderse de los indios? ¿Has olvidado acaso que estás casada con uno de los militares más fogueados de Honduras? Recuerda, mujer que soy de los pocos a quienes cada ascenso le cuesta una herida, y una herida recibida de frente. Bueno es que tomes nota también que en mi diccionario no figura la palabra… ¡miedo!

—Por Dios, Florencio: ¡No seas porfiado! ¡Escóndete!

—¡Deja de tonterías, mujer! Anda pronto y prepárame una taza de café bien cargado, capaz de chamuscarme la lengua; pero antes dime: ¿quién te dio esa información?

—Paula, hombre, Paula la cocinera. Anoche cuando ya habías salido, un muchacho le trajo un papelito de un tío suyo, en el cual le informaba que hoy en la madrugada entrarían los indios y que no sólo saquearían Comayagüela, sino también Tegucigalpa.

Xatruch no esperó una palabra más; urgido como estaba por averiguar por sí mismo la verdad, no perdió tiempo para cambiarse de ropa; únicamente echóse sobre los hombros su capa española de grueso paño negro, cogió su larga espada y montó rápidamente en la bestia que él mismo ensilló, dirigiéndose hacia la parte sud-oeste de la ciudad, zona por donde generalmente invadían los indios curarenes.

Su briosa yegua blanca, tan blanca como el armiño en época invernal, manoteaba en medio del chisporrotear de sus herraduras al herir el fino empedrado, con esa elegancia característica de las bestias de pura sangre…

Cabalgador y cabalgadura formaban una sola estampa fantástica, que desadormeciendo la quietud de la noche, atravesaba como un meteoro las tortuosas y mal alumbradas calles de Tegucigalpa.

Cuando al paso veloz de su yegua, Xatruch dejaba las últimas casas de Comayagüela, vio venir en la penumbra, cerca de la carretera, sobre las faldas y crestas de unas colinas cercanas, a centenares de hombres desnudos de la cintura para arriba, armados de machetes.

La luna que había permanecido oculta tras densas nubes plúmbeas, queriendo atisbar la escena, asomó un minuto nomás su cara bonachona, tiempo preciso para que los INDIOS CURARÉNES viesen en aquel jinete fantasma, la inconfundible figura de SAN MIGUEL ARCÁNGEL, quien ellos sabían que en otra ocasión había salido con igual indumentaria, a combatir victoriosamente numerosas tropas que pretendían tomar por asalto la plaza de Tegucigalpa.

El pánico cundió entre la indiada agresora, y como si se tratase de un movimiento ensayado, tiraron los machetes, se arrodillaron y bajaron la cabeza persignándose, en señal de sumisión.

La despejada inteligencia de Xatruch le permitió interpretar al instante la escena y supo aprovecharla.

Blandiendo su larga espada que los plateados rayos de la luna se encargaron de agigantar, gritóles con voz atronadora:

«INDIOS CURARÉNES! ¡Volved ahora mismo a vuestro pueblo!… ¡No tratéis de provocar nuevamente mi cólera, porque entonces sí os cortaré la cabeza!… Id, id con Dios, hijos míos, que esta vez quedáis perdonados!»

Y cuando las nubes plúmbeas volvieron a cubrir la faz del nacarado satélite, la neblina madrugadora se tragó la figura de «Xatruch, el SANTO»…

Tomado de «La Tribuna». Tegucigalpa, 4 de marzo, 1977.

Sonata de Año Nuevo

Por: Juan Ramón Molina

A Otilia
Tal vez hoy, en tu valle eglógico -valle de amar y de soñar, donde el crepúsculo feliz languidece como una rosa que se va marchitando en su búcaro de montes azules— tornes los ojos, donde se cristalizan secretas lágrimas, hacia el rumbo donde el ausente apacienta sus nostalgias y sus sueños— rumbo que imperativamente le señaló el hado, cuando empezaba a gozar del perfume de tu cabellera y de la miel de tu boca. ¿Acaso él mismo le tornará a tu presencia, envuelto en una nube de polvo, castigando los ijares de su corcel, mientras le aguardas, temblorosa de alegría, en el huerto de los naranjos y de los rosales, capitoso y ardiente como la heredad del Cantar de los cantares? Ve qué te dicen las claras corrientes que te adulan en tu baño matutino, pregunta al zorzal que solloza en la cima del árbol a cuya sombra meditas; otea los umbrosos senderos que recorres con tus compañeras, imaginándote que, de pronto, va a aparecer ante tus ojos atónitos, donde él encendió la luz de la pasión primera, que sólo apagará el soplo de la muerte. Hoy, al iniciarse el nuevo año, una melodía insólita ha sonado en mi corazón, donde el sufrimiento ha grabado tu imagen con la paciencia de un artífice doloroso. Unos músicos ambulantes pasaban por la calle, en el alba turbia, tocando una romanza antigua, como en el poema de Musset, y asomándome al balcón envuelto en la claridad indecisa del amanecer, les seguí con los ojos melancólicos, envidiando sus almas bohemias y su música banal. Hubiera querido que un genio —tal como sucede en los cuentos árabes— me llevase junto con ellos al pie de tu ventana, que debe tener un marco de enredaderas, y allí tocarte una sonata cualquiera, un motivo sentimental, que te añorase las dulces noches en que, en la calle desierta, bajo los claros diamantes celestes, te llevé una serenata de amor, en tanto que la luna, con su faz maliciosa, me espiaba desde la cumbre de las serranías, negras e imponentes a la distancia, bajo la noche rameada de constelaciones. Tú, despertando en tu nido, sacudiendo la profusa cabellera castaña en desorden, exclamarías de súbito:

—Es él.

Lentamente sollozando la música te diría: —»Es el amado que llega por fin, peregrinando por climas y montañas, en busca de tu fresca gracia, de aquella gracia que rindió su viril juventud, en días dichosos, cuando el dolor esquivaba su firme paso y la mirada triste y altiva de sus ojos. Despierta, niña, y sal al balcón, que el gallo negro cantó a lo lejos, el rojo en la próxima alquería y el blanco en el huerto de tu hogar. Sal pronto, oh niña, porque con la luz del sol se disipan los conjuros mágicos, y mañana al asomarte en busca de él sólo encontrarás rostros indiferentes, la perenne perspectiva de los montes natales y la ausencia y la distancia de los días monótonos».

Tal soñaba, pálido y ojeroso, en este triste amanecer, viendo alejarse a la murga callejera. Mas la melodía de los bohemios llenaba mi ser, y siguió cantando muy quedo en mi corazón, haciéndome rememorar nuestras horas felices, cuando, cogidos de la mano, íbamos a empezar el camino de la vida. Sobre nuestras cabezas el cielo era de paz y de azul; cantaban en los árboles cercanos maravillosos pájaros de iris; a la vera los rosales estallaban de flores y los limoneros nevaban sus azahares; y a lo lejos entre los sotos, un manantial como una disolución de ópalos proclamaba gárrulamente el triunfo de nuestros corazones.

Tal íbamos por el camino de la vida cogidos de las manos, meciéndonos dulcemente, sin hablar, pendientes de las almas de las húmedas pupilas. Un lindo pájaro nos trinó su pensar: —Aprovechaos de la juventud. Dos palomas monteses se perseguían saltando ante nuestros ojos. Una liebre nos vio asustada, huyendo entre las matas; y una vieja, que tenía un siglo, andrajosa y encorvada, nos dijo, después que le dimos una limosna, agitando su rústico bordón: —Hijos míos, vais a ser muy felices. Más adelante encontramos un hada, seguida de un enano etíope, que te regaló un anillo de oro macizo, símbolo de la fidelidad, y que me dio un puñal mágico, para que lo llevara al cinto y te defendiera.

Tal íbamos por el camino de la vida, en aquella dulce primavera sentimental. Y tú parecías fresca y pomposa, como un rosal de tu valle umbrío, y yo, erguido y fuerte, como un pino de tus montes. Pájaros melodiosos cantaban sobre nuestras cabezas en la cima de los árboles donde enredaba la tarde su cabellera de oro; el cielo era de un azul profundo, de una profunda paz: recortábanse en la lejanía los montes, semejando grandes turquesas o esmeraldas; los próximos manantiales dialogaban entre las yerbas, disputándose el tesoro de tu cuerpo virginal. Tal íbamos por el camino de la vida, sin ver hacia atrás, con el corazón en los labios y el alma en los ojos, sin pensar en que el dolor, como una arquero aleve, nos acechaba en aquel paisaje de idilio.

Fue un sueño… cuando despertamos, llorabas en silencio, en un rincón de tu hogar, de rodillas ante una madona, y yo, fugitivo y taciturno, había comenzado otra peregrinación, más triste y dolorosa que aquella que me llevó a través de los océanos, nostálgico del aroma de tu cabellera, de la miel de la flor de tu boca. Porque entonces tornaría en breve, mientras que hoy son hostiles a mi paso todos los senderos que conducen a tu valle natal, a tu rincón de égloga, donde el dragón del odio me devoraría sin piedad. Pero mañana me has de ver llegar, victorioso y fuerte, con la espada de Sigfrido en la diestra. Y me premiarás con la rosa que llevas en tus cabellos, con la mirada más dulce de tus ojos y la delicia suprema de tus labios.