Archivo de la categoría: poesia

Águilas Conquistadoras

Por: Luis Andrés Zúñiga

Un día zarpó un barco de la vieja Inglaterra
Con rumbo al Occidente, hacia ignorada tierra
Que hallábase escondida tras las curvas del mar.
El barco iba cargado de tristes emigrantes
De Quakers que iban a esas tierras distantes
A buscar una patria y formar un hogar.

Nuevo pueblo de Israel, de místicos guerreros
Que de su patria huyeron, con penates y aceros,
De su conciencia oyendo la imperativa voz! …
… Al fin sus ojos vieron una costa florida
Fecunda y bella y vasta, la tierra prometida
Que en la América libre les reservaba Dios.

Como robusto roble que un día creciera
Y que la vasta sierra con sus ramas cubriera
O! singular producto de monstruosa aleación;
Lo que fue débil niño se tornó en un gigante.
Esa mísera tribu, en la tierra pujante
Se tornó de improviso en pujante Nación.

Y así como es muy limpio al nacer el torrente
Y que al crecer enturbia su linfa transparente
Hasta que llega, enorme, pero sucio hacia el mar,
Así ¡oh Yanquilandia, hija de puritanos!
Armadas nos enseñas las homicidas manos
Y nuestra noble tierra pretendes conquistar!

Se escucha un grito de águilas tras el lejano monte;
Los búfalos ya asoman por el vasto horizonte:
¡Son hijos de la bruma en las tierras del sol!
El quetzal ya revuela sobre la cumbre enhiesta
Y se escucha un rugir en la negra floresta:
¡Son los bravos cachorros del gran león español!

¡Oh, los hijos de Lincoln, que encendida
Nos mostráis una espada fratricida:
Vuestra espada es puñal!
¿Pensáis que nuestra aljaba está dormida?
¡Nunca duerme bajo el sol tropical!

Tenéis inmensas pampas, grandes lagos sonrientes,
El vórtice del Niágara y mil ríos rugientes
De un enorme caudal;
Dejadnos disfrutar nuestros torrentes,
Nuestro suelo nativo, nuestro sol tropical!

¡La conquista es un crimen! No fue que conquistamos
De tiempo inmemorial
Las fértiles campiñas que poblamos,
Esta tierra risueña. Nosotros heredamos
Nuestras costas floridas, nuestro sol tropical!

Hace siglos aquí fue que murieron
Los Lempira, que heroicos combatieron
En la batalla campal;
Irán ahora los hijos donde los padres fueron;
Combatiremos todos bajo el sol tropical!

Sois muy fuertes, pero injustos y arteros!
Somos muchos millones de guerreros
De México al Canal;
Dios pone en nuestras manos los aceros.
¡No será vuestro este sol tropical!

***

Así como se escucha, cual volcán que revienta
Cuando el cielo descarga la pesada tormenta
y abátense en las rocas los ímpetus del mar,
se oirán ruidos siniestros, de rugir de florestas,
De rocas desgajadas de las altivas crestas,
De huracán de guerreros que cruza un encinar.

¡Los clarines ya suenan, ya flota el estandarte!
¡Cada cumbre un castillo, cada roca un baluarte!
Centauro cada potro, cada soldado un león!
¡Los corceles ya piafan bajo el duro acicate!
¡Campesinos, al arma! ¡Se acerca ya el combate!
Y tú, valiente obrero: ¿Cuál es tu batallón?
Oh, vírgenes que lleváis también sangre gloriosa
De las bravas mujeres de la gran Zaragoza:
¡Contra la horda invasora cualquier arma es leal!

¡Seguidnos al combate! ¡Cubrid vuestra hermosura!
¡Cubrid vuestros encantos con guerrera armadura!
¡Pereced con nosotros en la lucha fatal!

¡Porque es lucha de razas! ¡Es el genio latino
Que al universo alumbra con su fuego divino,
En la lucha contra el Bóreas, nebuloso y brutal!
Tal vez por muchos siglos durará la refriega;
Más ganará el Derecho la batalla final.

Y si en la lucha enorme, nuestra Armada destruida,
Destruidos los hogares, nuestra patria vencida,
Bajo la planta quedan del grosero invasor;
Cuando del vasto incendio, extintas ya las luces,
Quede todo en escombros, sobre las tristes cruces
Del alma de la raza flotará un resplandor!

Este volver a Honduras (poema)

Por: Jaime Fontana

Parece que no habrá nada más tierno que este volver a Honduras:
llegar con el amor iluminado por años y distancias,
decir esta es la tierra, este es el aire y este el río del cuento,
recuperar las voces salpicadas de burlas familiares,
reasumir la niñez en el dormido sabor de esta naranja
y en este olor —que es casi de muchacha— de savia y de panales
que solo dan los árboles autores de nuestro propio canto.

Porque volver a Honduras es ir de madrugada a los maizales
para espantar los pájaros bisnietos de aquellos que espantamos,
vivir en un mugido, en un relincho, que vienen de la noche,
los sueños, alegrías y peligros de los antiguos campos.

Parece que tendrá mucho de triste nuestro volver a Honduras:
hallar que el calendario no era broma leyendo algunos rostros,
saber que algo no vuelve en estas naves aunque el viajero vuelva
y besar en la frente lo que un día besamos en la boca.

Parece que también será de lágrimas este volver a Honduras:
preguntar por hermanos, por amigos, que no nos esperaron
y el horror de buscar en una tarde de cal y de cipreses
unos nombres: Julián o Federico, Carlos, Daniel o Marcos.

Parece que será feliz y trémulo nuestro volver a Honduras:
vagar por los caminos que asolearon el verso de la infancia,
llevar hasta una loma coronada de flores amarillas,
de la mano, a los hijos que fundamos sobre lejanas playas
—más allá de las nieves absolutas, de selvas y de mares—
y decirles al fin: esta es la cuna y este el peñón exacto,
esta es la tierra nuestra, la amorosa, la que espera a sus niños,
aquí esparcen su calcio generoso los huesos de mis padres
y el calcio va a la hierba y hace al pino más jubiloso y alto:
así trabajan todavía quienes nos prestaron la sangre.

Todo será feliz y doloroso, será trémulo y tierno
porque volver a Honduras… me parece que es retomar el canto.

Tomado del libro 100 Poesías Famosas del Mundo y Honduras. Graficentro Editores.

FONTANA, JAIME: Seudónimo por el cual es conocido Víctor Eugenio Castañeda. Nació en Tutule, La Paz (1922), y falleció en Tegucigalpa (1972). Autor de: Color Naval, Buenos Aires, 1951. De él ha dicho Oscar Acosta: «Fue el inventor del color naval, que estuvo siempre presente en su poesía que tenía sabor pinar, rutas de sal y mares totales… logró tener un lenguaje propio en la poesía hondureña…». Para Rigoberto Paredes, «Decía Oscar Acosta que Jaime Fontana era el creador del color naval; no es una frase y si nosotros escudriñamos un poco la producción literaria hondureña posterior a Color Naval veremos algunas huellas, veremos que algo de ese ‘color naval’ de Jaime Fontana se trasluce en las obras de algunos autores recientes».

Fuente: Diccionario de Escritores Hondureños. Mario R. Argueta. Colección de Letras Hondureñas.


Ausencia

Por: Carlos Manuel Arita

Lejos estoy de mi casa,
lejos estoy de mi hogar,
y cada día que pasa
es un dolor que me abrasa
como si fuera un llorar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

Yo tengo la vida llena
de mi patria y de mi hogar.
El patriotismo encadena
y la ausencia es la condena
del que a la patria ha de amar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

Son bellos otros países,
son bellos como un cantar,
pero mis horas felices
se tornan tristes y grises
hoy lejos del patrio lar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

Pasa la vida armoniosa
con su celeste anhelar,
y el cielo es color de rosa
pero mi tierra preciosa
yo no la puedo olvidar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

A veces estando triste
me trajo tu voz el mar,
y oí que así me dijiste:
que sólo una patria existe,
que sólo existe un hogar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

El patriotismo es encanto
que no se puede expresar,
es lo más dulce y más santo.
Quiere a la patria uno tanto,
quiere uno tanto al hogar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

Cuando siento ese tormento
yo no sé ni qué pensar;
se me nubla el pensamiento
y quiero ser como el viento
para volver a mi hogar.

No hay pena como la pena
del que se va del hogar…

Fuente: Cantos del Trópico. Carlos Manuel Arita. Imprenta Aristón. Tegucigalpa. 1962.

Ver también la poesía: La tierra donde nací.

Luis Andrés Zúñiga

Luis Andrés Zúñiga

Por: Marcos Carías Reyes

«Este gran don Ramón…» decía el enorme Rubén aludiendo al insigne cincelador de la prosa castellana; don Ramón María del Valle Inclán. Frente a la efigie de nuestros más aquilatados varones de pensamiento, exclamamos: este gran Luis Andrés del olímpico laurel.

Hélo aquí: en una pose aparece con el cabello desordenado y mostachos a lo Cyrano: en ésta, los laureles gallardamente conquistados adornan su cabeza de artista. Porque, eso es Luis Andrés Zúñiga. Un artista del verso y de la prosa: un artista de su propia vida y de su propio YO. Ese YO artístico que naufraga en los medios ignaros lo ha defendido con las armas que guarda en su panoplia filosófica y anímica. Lo ha conservado, quizás no intacto: o preso en un corateral, que ya no cabe en nuestros días esa posibilidad y está envejecida tal actitud, pero sí rodeado de los atributos que todo artista ha de poseer para serlo. Conste que no nos referimos a la caricatura del artista como podría llamarse esa colección de gestos artificiosos y de falsos ademanes, sino a las esencias íntimas que lo bañan y a las excelsitudes muy personales que lo distinguen.

En la quietud del claustro, dentro de ese silencioso recogimiento que invita a la meditación y al éxtasis, libre de cadenas la voluntad y de complicaciones la vida, el numen encuentra hospitalario alero para el vuelo suave, el hondo filosofar y la creación estética. Surgen así obras de serenidad y de beatitud y la emoción es cual río subterráneo, diáfano y tranquilo. «No refleja las selvas lujuriantes llenas de endriagos; ni se precipita enfurecido al vórtice de los abismos. Mas, esta existencia de cenobitas sólo algunos artistas la disfrutaron en la antigüedad; y en nuestra era es casi imposible, aunque no infecunda, pues si bien es cierto que el pulso de la Humanidad da la norma de las creaciones del pensamiento, también el silencio es generador de obras maestras. El artista ha de vivir en una continua vigilia; en un estado de alerta constante para que su numen no quede preso en la clásica torre de cristal, pero al, al mismo tiempo, ha de defenderlo de las bajezas y ruindades con que el contacto diario le amenaza. Para algo se es poseedor de un don especial— y cobardía moral, como defección estética, sería arrastrarlo por el cieno donde moran los espíritus mezquinos.

Este gran Luis Andrés, como el polifacético Heliodoro, han continuado siendo artistas en este mundo enfermo de secular neurosis. Más singular el caso del segundo ya que Heliodoro lleva en sus venas el vértigo cosmopolita y Luis Andrés se quedó en el «cuarto brujo» haciendo vida vernácula, mantenidas en alto sus calidades estéticas y filosóficas, pues Luis Andrés es un esteta y un filósofo.

Pequeño, esbelto, ágil, cimbreante cual un junco; erguida la cabeza, viva la mirada, elocuente la expresión, brummeliano el ademán, en Luis Andrés Zúñiga todavía vive el magnífico triunfador en los Juegos Florales de 1915, bello certamen digno de imitación; ejemplo de un alborear luminoso ¡lástima por fugaz! en la bruma. Nos parece verle aún, con los ojos del niño, cuando declamó sus versos, proclamando la Reina del torneo:

«Alba blanca, luz de aurora,
es vuestro nombre, Señora,
que al pronunciarlo ilumina,
un vocablo evocador,
nombre de gema marina,
nombre de perla y de flor.
Suave nombre, voz alada,
voz risueña y perfumada
que suena en el corazón,
cual melodioso oleaje
o como aura en el boscaje
que dijera su canción.
Noble Reina, soberana!
Cual la luz de la mañana
habéis podido reinar
sobre un mundo dilatado;
que hay margaritas del prado y
hay margaritas del mar»…

Llevando en alto la grímpola de «Los Conspiradores» entró en la hermosa batalla del poeta-dramaturgo; y salió del redondel con los laureles de la victoria. Un coro de hosannas jubilosos cantaría en su espíritu; y el artista hubo de experimentar el sabor de ese magnífico néctar que, llámese Gloria, Fama o Triunfo, produce tan maravillosas embriagueces, especialmente si se trata de una victoria del Espíritu, de una Gloria ganada por el cerebro. En «Los Conspiradores» desfilan nobles, plebeyos, aldeanos y militares. Se ve a intervalos la arrogante figura del General Morazán y se asiste a la derrota de la carcomida aristocracia que pretendía mantener sus privilegios; y amparar sus abusos en los escudos de los Aycinenas. Un bello episodio de aquellos tiempos en que se asistía al derrumbamiento de un orden social ya degenerado y entre los dolores y los espasmos del parto surgían nuevas concepciones ideológicas y renovadas arquitecturas políticas.

Así, Luis Andrés Zúñiga es dramaturgo, poeta, prosista, filósofo, fabulista y psicólogo, de la más alta calidad. Coloca en cimas deslumbradoras, entre fragor de truenos y relampaguear de Apocalipsis, los encendidos estandartes de sus «Águilas Conquistadoras»:

«Un día zarpó un barco de la vieja Inglaterra
Con rumbo al Occidente, hacia ignorada tierra
Que hallábase escondida tras las curvas del mar.
El barco iba cargado de tristes inmigrantes
De Quakers que iban a esas tierras distantes
A buscar una patria y formar un hogar.
Nuevo pueblo de Israel, de místicos guerreros
Que de su patria huyeron, con penates y aceros,
De su conciencia oyendo la imperativa voz! …
… Al fin sus ojos vieron una costa florida
Que en la América libre les reservaba Dios.
Como robusto roble que en un día creciera
Y que la vasta sierra con sus ramas cubriera
O singular producto de monstruosa aleación;
Lo que fue débil niño se tornó en gigante.
Esa mísera tribu, en la tierra pujante
Se tornó de improviso en pujante Nación.
Y así como es muy limpio al nacer el torrente
Y que al crecer enturbia su linfa transparente
Hasta que llega, enorme, pero sucio hacia el mar.
Así !oh Yanquilandia, hija de puritanos¡
Armadas nos enseñas las homicidas manos
Y nuestra noble tierra pretendes conquistar.

Se escucha un grito de águilas tras el lejano monte;
Los búfalos ya asoman por el vasto horizonte:
¡Son hijos de la bruma en las tierras del sol!
El quetzal ya revuela sobre la cumbre enhiesta
Y se escucha un rugir en la negra floresta:
¡Son los bravos cachorros del gran león español…»

Desciende en seguida de esa montaña, sobre la cual ha lanzado rayos fulminatorios contra la política imperialista que en un tiempo de ingrata recordación deshonró la memoria de Washington y de Lincoln y haciendo gala de un mimetismo encantador se transforma en el bardo enamorado que ritma suaves endechas pulsando las frágiles cuerdas del laúd en «Lucy»; vuelve a borbotar con renovados ímpetus el torrente de la sangre; cabalga velozmente la fantasía y allá va el poeta asido de las crines de un fogoso corcel, sobre los palpitantes belfos, en la «Canción de las Walkyrias»; fatigado de correr por esos alucinantes mundos de Sigfrido y los Nibelungos, trémulo todavía con el estruendo de la tetralogía wagneriana, el aeda refúgiase en un monasterio; encuentra la calma espiritual de un franciscano y su melancolía beatífica fluye en «Todo es Nada,» hasta que Mefistófeles llama a las puertas de la abadía que señalaremos como de la penitencia y de la meditación; y el bardo se incorpora recordando a Julieta y a Margarita, a Helena y a Eva; sale de su encierro y clama a un mercader:

«Anda a Golconda y tráeme, mercader trashumante
un collar prodigioso de amatistas y una
fabulosa sortija que corone un diamante
cuyas aguas contenga una enorme fortuna.
Tráeme nácares finos. De ese nácar triunfante mercader,
nunca olvides que el Ofir es la cuna:
De esas perlas tráeme, de epidermis radiante
cuya luz es hermana de la luz de la luna.
Y a esas cosas floridas —mi regalo de boda—
añade el oro del Rimac, si a tu gusto acomoda
y cofres ambarinos con sedas de Nipón;
que eso será tan solo lo que daré a mi amada,
a la que dar quisiera la Cólquide encantada
y el rico vellocino que enloqueció a Jasón..»

En ocasiones vaga por los bosques, halla paz en la vida oscura del campesino, pero la imaginación hierve:

«Dichoso leñador que en la montaña
estás en tu labor, entretenido
y a la luz de la tarde, ya rendido
regresas jubiloso a tu cabaña.
En tu alma limpia, a la maldad extraña,
no suena el eco del mundano ruido,
la eterna sinfonía del gemido
que el dolor de nuestra alma desentraña.
Pero esa dicha que en tu pecho alienta
no tiene mucha miel ni es luminosa
pues tu obscura ignorancia la sustenta.
Más vale el fuego de la lucha ardiente,
más vale nuestra vida tempestuosa
muy llena de dolor, pero consciente.»

lo cual no obsta para que se sienta «poeta y aldeano»; dialogue con las flores como Rouseau, se tienda a reposar a la orilla de los riachuelos como Tennyson y admire el cuadro patriarcal que ofrecen los bohíos.

***

Las «Fábulas» constituyen un capítulo muy singular en la obra de Luis Andrés Zúñiga, que no es vasta, sino selecta.

Modelos de ingenio, de agilidad y sutiliza psicológica; de prosa amena y castiza, en su género y en nuestro país, las «Fábulas» no tienen ascendencia, ni descendencia. Son únicas. Y como únicas, dueñas son del rarísimo don de la originalidad.

Si en sus poemas, Luis Andrés se revela como un inspirado portalira; y en sus ensayos, escritos en prosa marmórea por lo tersa y repujada, como un filósofo, en las «Fábulas» alcanzó una cumbre hasta la cual nadie ha ascendido ni antes, ni después de él. Y, tanto en unos aspectos, como en los otros, vive, aparece siempre el artista; el artista nato que hay en su persona, mientras el hombre camina con paso tranquilo por los ásperos senderos del mundo, con la íntima conciencia de su valía; y deja que a la vera del «cuarto brujo» corran tumultuosas las aguas de la vida, quizás saturado de aquella honda serenidad que conocieron los discípulos de Pitágoras.

Tomado del libro «Hombres de Pensamiento» por Marcos Carías Reyes. Segunda Edición, 2006.

Cuando Hables al Pueblo

Por: Raúl Gilberto Tróchez

Cuando hables al pueblo,
político rudo,
límpiate la boca de pecado.
Soy el pueblo que engañas;
soy el pueblo en harapos,
columna vertebral de tu existencia;
sin mí, tus palabras irán al vacío,
sordas, mudas,
terribles, sin eco…
Cuando mi nombre invoques,
registra tu conciencia;
no malgastes las palabras:
PUEBLO, LIBERTAD y PATRIOTISMO
como escudo a tu maldad premeditada.
Haz de cada jirón de mi vestido
una bandera de redención;
de cada lágrima mía,
un manantial perenne
que refresque el desierto miserable
en que me abraso;
de cada sacrificio,
de cada lamento,
un Código Moral en mi Destino,
que mande, no a mi destrucción,
sino a mi completo bienestar;
al disfrute de plenitud
de mi montaña;
mi buey y mi caballo;
mi perro y cabaña.
No te pido más, político ciego:
quiero ver a mi Patria
libre de miserias;
libre de rencores;
libre de ambiciones…
Soy el Pueblo humilde,
inmenso en bondades
y terrible en acciones
cuando no se cumple
tu misión de hombre.
Soy un pueblo bravo
de miles de hermanos,
millones de brazos,
pidiendo, invencibles,
que no haya esclavos.
Que tu acción no me hunda
en el atraso que asfixia;
mi condición de ser libre
y de ser soberano,
le dan dignidad a mi Destino.
Tú, político sordo;
político rudo,
me mantienes atado;
me mantienes enfermo…
Tú, sembrador de discordia,
me has legado tu herencia
en misión negativa
de un fatal heroísmo.
Cuando hables al Pueblo,
ve con alma pura;
ve con Dios adentro,
porque estoy cansado
para ser tu esclavo
porque tu palabra
ya no me convence…

Tomado de «Poemas y Cuentos».