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Ahora es que he crecido, Madre

Por Clementina Suárez

Como cuando se llora porque se tiene que llorar
porque se tiene los ojos henchidos de lágrimas,
como cuando se grita porque se tiene que gritar
porque se tiene el pecho rebalsando de pena.
Como cuando se calla y el silencio es un río de angustias
donde la desesperanza es eterna.

¡Así madre! la pena en mi regazo
¡Así madre! el grito en mi boca
¡Así madre! la angustia estrujándome por dentro
¡Así madre! el dolor quemándome las manos
¡Así madre! mi protesta, mi ira, mi desolación.

Demás está que diga que yo haré el mismo viaje,
que nada se pierde en la nada,
que tú eres eminentemente cierta,
que estás a flor de piel en las cosas
con tus días y tus noches inolvidables.

Que yo puedo crecer a la altura de tu árbol,
ganar tu luz y tu bondad inmaculada.
Mi corazón queda intacto en el llanto
el pecho vacío no se consuela.

Y es que cómo puedo olvidar,
que tú eres la única capaz de quererme,
y además de guardarme y de resguardarme,
de toda intemperie
dentro de tu propio corazón.

Abro los ojos y te miro. ¡Qué ojos los tuyos Madre!
En tu empinada voz, en tu alta voz,
te escucho. Y comprendo
qué caminos de amor te hicieron perfecta, eterna,
por eso floreciste como la rosa
que manos amorosas le apartaron las espinas.

Pero en la vida mía, la de tu hija,
el cielo no se alcanza tan fácil.
La verdad del mundo le fue taladrando el pecho
en un dolor universal.

Clementina Suárez

Por: Raúl Arturo Pagoaga *

CLEMENTINA es un pedazo de emoción que se estremece como las flores en el tallo, cuando de su corazón brota como el agua de la fuente el alma de sus poemas; Clementina, apasionada con la fiesta de su espíritu, ha sido una mujer que se ha perfilado dentro de la gloria de sus propias inquietudes literarias, alejada del prejuicio ambiental que es el que destruye la grandeza de una persona cuando no se tiene el conocimiento de su yo.

Algunos países de América han conocido la fragante emoción creativa de esta poetisa que sí le ha dado a Honduras honor y méritos a sus letras femeninas. Desde muy joven dio a conocer esta magnífica poetisa, que había nacido orgullosa de llevar en el alma una alondra que pronto comenzaría a aletear para dejarle a la cultura un su primer libro de poemas —’Corazón Sangrante’— y aquel su primer libro le abrió el camino al triunfo y con un valor masculino voló a México, donde publicó otros de sus libros de poemas y así sucesivamente iba dejando a lo largo de sus giras la musicalidad de su corazón, el grito inconforme de sus emociones, la diafanidad lírica de su alma, el grito musicado de un beso brindado a la luz de sus auroras creativas. Son muchos los libros que ha publicado, entre otros tenemos: «Templos de Fuego», «Engranajes», «Veleros», «De mis Sábados el Último», «Ronda Hondureña» y otros tantos más.

CLEMENTINA

Alma estrella de ideas emocionadas
fragante de música y de colores,
lírica mujer embriagante de corazones
y alma rosa de Jericó lucero de madrugadas.

* Tomado del libro «Paisaje y Cultura Olanchana».

Mi Madre Campesina

Por Raúl Gilberto Tróchez

Mi madre campesina soñaba en el maíz
que va cayendo al surco cuando el invierno llega;
cuando, amorosamente, la linfa que lo riega,
vuelve a la fronda verde y al pájaro feliz.

Mi madre campesina, ¡Cómo aprendió a querer!
con gratas sinfonías de prestos aguaceros;
con pecho atormentado de alondras y jilgueros
que desgranaban trinos en cada amanecer.

Mi madre campesina tenía la dulzura
del fruto que se pinta del sol canicular;
del monte a las estrellas, no conocía el mar,
pero Ella era otro mar de amor y de ternura.

El agua de la fuente copió su imagen bella;
—su agilidad de garza con traje dominguero—;
allí se vieron juntos la estrella y el lucero
con el afán celeste de competir con ella.

Crujió la grama verde bajo su pie desnudo
que iba tomando el rosa de la distante aurora;
así, despreocupada, alegre y soñadora,
la halló el amor primero con su lenguaje mudo.

Mi madre proletaria, no tiene aquel tesoro
que trajo de la aldea, y hoy, vive del recuerdo,
con la única tristeza, de un hio que no es cuerdo
porque hace madrigales bajo las tardes de oro….

Agora y’es tarde

Por: Daniel Laínez

Eran bien fundaos todos mis temores;
que vayan al diantre todos los dotores
con sus polquerías, que agora y’es tarde…
            Agora y’es tarde,
            querida hermanita,
ya duerme pá siempre nuestra magrecita…
Botá toititas esas medecinas;
guindá de la puerta las negras cortinas;
            pero antes de todo
ayúdame a vestirla de cualesquier modo…
pongámosle aquella brillante camisa
que trujo del pueblo en la feria pasada,
            aquella camisa
            de seda floreada.
Pongámosle aquellas enaguas de lana
que el día é su santo le trujo ña Juana;
y el escapulario,
y aquel collarcito de negros pacones
con qu’ella mesmita rezaba el rosario
a toitos los santos de sus devociones…
            Bien te lo decía
que al brincar la luna se nos morería…
            ya lo presentía,
            querida hermanita,
            ya lo presentía….
La gallina zapa toitita la noche pasó cacareando
Que triste cantaban los gallos en los corredores….
            Toitita la noche
            pasaron cantando,
            toitita la noche….
¡Qué noche tan triste, tan larga y oscura!
Mi cuerpo temblaba de justos temores,
            pos ya presentía
que al brincar la luna se nos morería….
¡Sé juerte, hermanita, no seas cobarde!
yo voy ora mesmo a’brir la sipultura….
y si acaso se asoman po’ aquí los dotores,
deciles llorando qu’agora y’es tarde….
¡Que vayan al diantre con sus medecinas!
Deciles qu’ es tarde, querida hermanita….
¡que duerme pá siempre nuestra magrecita!

—-

Daniel Laínez

Por: Mario R. Argueta (2004)

Nació en Tegucigalpa (1914), falleció (1959). Autor de: Voces íntimas. Versos. Tegucigalpa, 1935. Cristales de Bohemia. Poesías. Tegucigalpa, 1937. A los pies de Afrodita. Sonetos. Tegucigalpa, 1939. Islas de pájaros: poemario marino. Tegucigalpa, 1941. Rimas de humo y viento. Poemas para niños. Tegucigalpa, 1945. Estampas locales. Tegucigalpa, 1948, Antología poética. Tegucigalpa, 1950. Al calor del fogón. Poemas regionales. Tegucigalpa, 1955. Un hombre de influencia. Tegucigalpa, 1956. Poemario. Tegucigalpa, 1956. Manicomio. Tegucigalpa, 1980. La Gloria. Tegucigalpa, 1983.

Premio Nacional de Literatura «Ramón Rosa» en 1956. Para Francisco Salvador Aguilar, fue Laínez «muy conocedor del lenguage y mentalidad de la clase popular. Escribió varios ejercicios teatrales: «Timoteo se divierte», «Un hombre de influencia», y «Una familia como hay tantas». Su tesis es social, de diálogo fácil, vernáculo, pero hay que destacar el juego del idioma y la forma del lenguaje. Supo hacer hablar a sus personajes a la manera hondureña, con médula verdadera. Aficionado un poco al humor negro, lleva sus obritas hacia lo grotesco y les inyecta cierto sentimentalismo».

Perteneció a la generación literaria de 1935. De acuerdo a Manuel Salinas, «La producción literaria de Daniel Laínez es variada. Quizá es el escritor más prolífico de la generación del 35. Trabajador incansable en el arte creador publicó 13 libros, donde cultivó la poesía, el cuento, la novela, el teatro y el ensayo… incursiona luego en un campo totalmente nuevo y poco tratado por los poetas hondureños: la literatura infantil… también cultivó la prosa narrativa… En la rama de teatro Daniel Laínez publicó en 1946 la pequeña pieza «Timoteo se divierte», especie de sainete, juguete cómico como lo llamaba él, y en 1956 «Un hombre de influencia», breve comedia en tres actos».

Jazmines del Cabo

Por: Rafael Heliodoro Valle

¿Por qué causas misteriosas
la música de un violín
o el perfume de un jazmín
nos recuerdan muchas cosas?
Sortijas de aguas preciosas,
pañuelos de raso y tul,
cartas dentro de un baúl,
valses del tiempo pasado,
y lo del cuento azulado:
«Este era un príncipe azul».

Esa flor nítida es una
cosa de la primavera:
un jazmín que ella nos diera
en una noche de luna.
Quién sabe por qué fortuna
esa romántica flor
puede expresar el temblor
sutil que en el alma vive,
eso que nunca se escribe
en una carta de amor.

Suave la hacen los cariños,
triste las penas secretas,
y la arrancan los poetas
y la deshojan los niños.
Si está sobre los corpiños
su perfume nos evoca
el beso, cuya miel loca
deja sobre el corazón
la inefable sensación
de una hostia en la boca.

Cuando en los días primeros
se conjuga el verbo amar
sus flores en el solar
se abren a los aguaceros…
Días tibios y ligeros,
días de balcón y esquela
de rondar la callejuela
y de escribir madrigales;
páginas sentimentales
de nuestra mejor novela.

Días de embriaguez divina,
—todo por unas pestañas—
cuando se ven las montañas
coronarse de neblina.
Cuando hay una bandolina
temblando ante rejas raras,
cuando se cunden las varas
de jazmines y de rosas
y parecen más hermosas
las noches frescas y claras…

Y cuando el alma, en su brío,
lo que tiene el jazmín toma:
si al abrirse, riega aroma,
si al sacudirse, rocío.
Si alguien nos dice «eres mío»
todas las cosas son bellas,
y nuestras móviles huellas,
de pálidos soñadores
van sobre puentes de flores
y bajo palios de estrellas.

Entonces en giro blando,
son —envueltas en aromas—
hacia el viento las palomas
jazmines que van volando…
En esos días­ es cuando
tenemos palacios reales
con terrazas de cristales
y bruñidos pavimentos
y son de verdad los cuentos
de los reyes orientales.

Jazmines de sedas finas
y de carnes aromosas,
y más buenos que las rosas
porque no tienen espinas.
Platas de fragantes minas,
incensarios de placer,
novios para la mujer
sin novio que haga canciones,
quieren como corazones
cuando se dan a querer.

Y aquellos de la sumisa
edad cuando nos ensalma
la novia, el jazmín del alma,
la hostia, el jazmín de la misa.
Y los que peina la brisa
cuando moja los barrancos,
los que están junto a los bancos
y los parques y los muros;
jazmines bellos y puros
como algunos dientes blancos.

Los de silvestre hermosura
que eran —con piedad contrita—
regados por la abuelita
en la madrugada pura.
(La abuela por su blancura
en el recuerdo me sabe
a un jazmín de lo más suave
que se coge en los sembrados,
un jazmín de los lavados
con el agua de la llave…)

Es jazmín con viejos oros
el marfil de los pianos.
¡Yo he visto volar dos manos
sobre jazmines sonoros!
Con sus egregios decoros,
como nacido entre brumas,
daba el champán sus espumas
en las copas champañeras,
entre un blancor de pecheras
y de abanicos de plumas…

Niña de mi devoción,
déjame que ahora duerma
viendo el brillo de la esperma
esparcida en el salón.
Me acuerdo, con la emoción
casta del primer anhelo
de tus mejillas de cielo;
de blancura adorable
y hasta del inolvidable
perfume de tu pañuelo…

¡Oh, Julieta, oh, Margarita!
tu evocación es al fin,
a manera de un jazmín
de primavera bendita.
¡Oh, balcón de aquella cita
por lo romántica, loca,
pues cualquier palabra es poca
para decir lo que yo
sentí cuando ella me dio
de comulgar en su boca!

Jazmines de noble cuna
los de mis cánticos; puestos
a serenarse en los tiestos
que trasplanté de la luna.
¡Buenas noches! En la bruna
tiniebla un surtidor mana.
¡Jazmines hasta mañana!…
De aroma haciendo derroche,
entrad, porque en esta noche
quedó abierta mi ventana.

Imagen por ccmerino.

Rafael Heliodoro Valle

Por: Marcos Carías Reyes

Para nosotros continúan siendo los de «Jazmines del Cabo» los versos más queridos y familiares de Rafael Heliodoro Valle. Otros más hondamente sentidos nos habrá dado su armoniosa lira: «Víspera de la Muerte»; otros de más complicada factura; algunos tal vez más finos, mejor acabados; pero «jazmines del Cabo» no se han borrado de nuestra memoria — y hace ya buen rato que los leyéramos por vez primera. Esta persistencia que ha dominado suavemente, musicalmente, al olvido, sólo la adquieren aquellos seres, aquellas cosas, aquellas palabras, que se grabaron muy hondo, con intimidad de hogar, con esa dulzura propia de los recuerdos infantiles que, quizás borrados periódicamente, se presentan, de improviso, en medio de las asperezas y de las mutaciones de la realidad cotidiana, como revienta de modo inexplicable un lirio en un predio lleno de cardos.

¿Por qué tienen ese privilegio algunos sitios, palabras o aires musicales; o ciertos perfumes y colores? ¿Por qué ese poder de evocación, seducción, con que nos atraen y nos conquistan? Eso nos ha ocurrido con «Jazmines del Cabo», en los cuales el poeta formuló idéntica pregunta:

«Por qué causas misteriosas
la música de un violín
o el perfume de un jazmín
nos recuerdan muchas cosas?

Igual que Luis Andrés, Heliodoro Valle nació en Comayagüela, mas no quiso ser «embrujado» y un buen día ató las maletas y marchóse a México. La urbe donde se alza con rotunda virilidad de su rebeldía el indio Cuatimozín, mostrando sus tensos músculos y el carcaj con las flechas que hicieran llorar a Cortés, lo adoptó como hijo suyo. Pero es que el insinuante muchacho de Comayagüela —tez blanca, marfilina, nariz patricia, palabra desbordada— era digno de tal adopción. Desde entonces, Heliodoro Valle sueña en Honduras, bajo su cielo, a la claridad del «lucero chilatero» y de la «luna lunera, cascabelera», pero vive en México.

El México Imponderable entregósele rendida y cabalmente con sus valles estupendos, sus negros o blancos volcanes, sus torrentes, sus ciudades, sus catedrales, sus conventos, sus duendes y sus jarabes y sus nopales. Y Heliodoro ha sabido hacer honor —altísimo honor— a tal entrega. Buena parte de su producción, entre ella algo de lo más fundamental y perdurable está dedicada a la tierra de Anáhuac. Y ésta vive y alienta: le da sus jugos y zumos; sus aguas y sus fuegos; sus personajes reales y sus mitos, en crónicas y relatos; en investigaciones históricas y etnológicas; en cátedras y estudios.

Desde el adolescente «Perfume de la Tierra Natal» a los poemas de «Contigo» han transcurrido varios lustros de labor fecunda y a la vez selecta. Porque Heliodoro Valle es un filigranista de la prosa, aunque escriba para el diario, entre el ruido de las máquinas y las urgencias del periodismo. Quedóse allá lejos el «Perfume de la Tierra Natal» con el «Rosal del Ermitaño»; creció el joven árbol; aferróse firmemente a la entraña telúrica mientras subían sus ramas hacia las nubes y se expandían en demanda de horizontes. Y advinieron muchos libros más. Poesía, Historia, Crónica, divulgaciones artísticas. Buzo audaz penetra en los océanos del pasado; acércase a Iturbide, lo atisba y lo retrata, desnudo, dentro del marco de su época. Incansable y minucioso investigador sacude el polvo de los viejos archivos, abre las ventanas, lanza fuera las polillas y hace que la luz penetre en ellos. Es así como nos halaga con las «Cartas de Bentham a José del Valle», «Bibliografía de Manuel Ignacio Altamirano», «Cronología de la Cultura», «Santiago en América»; con relatos de virreyes, de conquistadores, de marquesas y de bucaneros; con episodios de poetas o de generales en estas ubérrimas tierras de México y Centro América. Y van pasando cual en kaleidoscopio mágico las páginas de «El Espejo Historial», «Cómo era Iturbide», «El Convento de Tepotzotlán», «La anexión de Centro América a México»…

En sus recientes poemarios: «Unísono Amor», «Contigo», el Poeta encontró en su lira nuevas sonoridades; nuevas y extrañas entregas de amante absolutamente conquistada; y ni los años, ni los cactos, ni las nieves han agostado, secando su poderosa savia, a este magnífico artista.


Es Heliodoro Valle el más polifacético, el más difundido y fecundo de los escritores hondureños. Hombre poliédrico, todas sus aristas son brillantes. Catedrático, e incansable en el estudio, en la auto-educación, su cultura no sólo es vasta, sino también profunda y maciza. Pero, en la copa de ese robusto árbol viven muchos pájaros que trinan. Sus raíces se hunden bastante adentro en la Historia y en la Filosofía: por el tronco corre vigorosa la linfa del Ensayo; y en la copa dicen maravillosas frases el verso, la crónica y la anécdota. Es también Heliodoro Valle el más generalmente admirado, en el exterior, de los escritores hondureños. Su innata capacidad de trabajo, su inagotable dinamismo, lo utiliza en modo peculiar, en las labores a las cuales ha consagrado su vida: pertenece a la plana del «Excelsior», del cual es redactor permanente; colabora en innumerables revistas y diarios, en diferentes lenguas; edita sus libros; hace crítica; dicta conferencias; sirve cátedras; actúa en la radio. Una actividad mental y física asombrosa. Y no se piense que para desarrollar tan complicada labor vive encerrado en un gabinete. No. Asiste a reuniones culturales, se confunde en el tráfago cotidiano de la urbe, se divierte, viaja. Es increíble como lo ha logrado, como puede hacer todo cuanto ha hecho y hace y mantenerse todavía fuerte y optimista.

Aún vivía en nuestra mente la imagen del poeta de «Jazmines del Cabo», confundida con los gratos recuerdos de la niñez, cuando, en 1943, durante una breve visita, lo hallamos en México; naturalmente, no es el mismo joven de corte byroniano; muchos años han transcurrido. Sin embargo, su noble continente ha ganado con la aureola de su gran personalidad y no se añoran con pesar, como generalmente ocurre, los adornos juveniles que el tiempo ha ido marchitando.

Varias veces lo hemos encontrado, con posterioridad; siempre nervioso, ágil, atareado, exigiendo rendimiento máximo a cada hora; exprimiendo el jugo a cada minuto. Cuando efectuó la que no será —es la esperanza— su última visita a nuestra amada Tegus quisimos retenerlo bajo el alero familiar. Acudió, pero como de costumbre, con todos sus nervios trepidantes. Y, rápido, inquieto, el hombre que imperativamente exige al tiempo que se detenga: o corre con la velocidad de los segundos, interrogó respecto a varias personas, cosas, lugares y sucesos; dejó en nuestras manos un ejemplar de «Don Gil de las Calzas Verdes», literatura clásica castellana, ediciones de Manuel Altoaguirre y, luego: «está muy buena su biblioteca… está muy buena», ¡vaya… muy buena su biblioteca!— él que es un Gran Señor del Libro; él que no ha agotado todos los libros porque su sed es insaciable. Horas después rodábamos por una sinuosa carretera, bordeada de altos y nudosos pinos, con verdes follajes. El autor de «Éxtasis Humilde» colmaba nuestra ansiedad con su charla tan inagotable como amena. Y nos repetía sus cordiales apremios: «Esa carta debo llevármela. Usted me la dará… no es así?» Se trata de un pedazo de papel ya amarillento, escrito en el Cuartel de Artillería y enviado a nuestro señor padre. Mas, ese amarillento pedazo de papel está redactado de puño y letra y lleva la firma de Juan Ramón Molina. El altivo creador de «A una Muerta» incurrió cierta vez en el enojo del Presidente General Terencio Sierra y éste lo recluyó en el Cuartel de Artillería. Varios amigos del poeta quisieron ayudarlo recurriendo en demanda de amparo ante los tribunales de justicia y de ahí el origen de la carta que Heliodoro deseaba incorporar a sus colecciones autógrafas. Gustosos la hubiéramos cedido, pero la nota de Juan Ramón habíase extraviado entre los volúmenes. Días después dimos con ella, refugiada en las páginas de una antigua edición de la Biblia.

Durante la noche, entre nepente y nepente, en un corro de amigos — admiradores, Heliodoro Valle hinchó las velas de su conversación y cual peces voladores en mar azul revolotearon los recuerdos, las interrogaciones, los nombres y las anécdotas… ¡qué genial artista es Heliodoro Valle!

En su casa de San Pedro de los Pinos vive el poeta-pensador; el cronista-poeta; el historiógrafo-periodista y catedrático. Encontró compañera laboriosa y comprensiva en doña Emilia Romero, que vino de Lima, la de los azulejos, en una carabela de amor y literatura. Y, mientras él sueña, medita, investiga, trabaja, los jazmines del cabo siguen perfumando en tiestos de barro ¡aroma de jazmines del cabo, olor de tierra mojada!, bajo la claridad del lucero chilatero y de la luna mayor, en estas luminosas noches de Honduras y en sus diáfanos atardeceres.

Tomado del libro «Hombres de Pensamiento», por Marcos Carías Reyes. Colección Rescate del Libro Antiguo Hondureño.