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Leyenda del Lago de Yojoa

Lago de Yojoa

Tradición del lago de Yojoa

Por Jesús Aguilar Paz

De la dilatada llanura del tiempo, de donde las rosas negras de lo ignorado hoy, cubren los reinos muertos de lo que fue, viene esta raíz de oro que se llama Tradición del Lago de Yojoa: aroma de sepultada civilización, vislumbre de mortecina luminaria, que añora en nuestra alma otros avatares, guardados entre perfumes y mirras del embalsamado espiritual de los siglos.

Luz auténtica de la que alumbró las fogatas de Copán grandioso, de los que encendió el alma acrisolada de los Mayas, es esta leyenda que una vez oímos de boca de los contadores de cuentos en los caminos reales, de esos buenos hombres trabajadores, que cual archivos vivientes ponen bajo su cabeza, para dormirse, la suave seda de los pasajes encantadores, de los que es este mundo y ha sucedido, de los mozos que trabajando materialmente durante el día, no se olvidan del menester espiritual, por la noche.

Pues es tiempo de saber ya, que en el espacio que ocupa actualmente el Lago de Yojoa, se extendía una bellísima población, asiento de un poderoso Cacique, padre de tres hijos: un varón y dos mujeres, codicia éstas de mancebos apostados y bizarros, cuya fama de bellas y adorables, traspasó los umbrales del reino de Copán. Los Príncipes de aquel rico como poderoso reino, percatados de que estas niñas estaban en flor y que la primavera del amor reventaba por sus encantos corporales, dispusieron de las malas artes de una vieja bruja a falta de las buenas y nobles del verdadero amor, para poder robárselas, como medio fácil para ser dueños de las flores que embalsamaban el pensil que media entre los picos de Meámbar y el majestuoso Maroncho o Sta. Bárbara.

Consumado el rapto, al influjo de los poderes mágicos, el noble padre, desesperado por el robo de sus Princesas, dispuso inconsolable mandar a su hijo en busca de sus dos pobres niñas secuestradas en la ciudad real de Copán.

Aunque la empresa era peligrosa para el héroe que la desempeñara, este hermano de las raptadas no se arredró y al efecto, con el mayor sigilo, realizó su éxodo, hacia donde el sol se pone, cruzando ríos caudalosos, montañas inextricables y tierras de enemigos, todo lo cual logró efectuar sin que le pasase nada, hasta que al término de aquella luna, salvó las guardias que velaban por la floreciente ciudad maya Copán.

Pesquisando con el mayor tino, al fin averiguó a punto fijo, el lugar donde guardaban los Príncipes a sus hermanas, habiéndose disfrazado para frecuentar los lugares públicos, de indio vasallo de los copánides. Mas, viendo que le era imposible libertar a sus hermanas, por medio de la fuerza, aplicó sin saberlo, el dicho nuestro, de fuego contra fuego, es decir empleando las mismas armas que indecentemente usaron los magnates de Copán.

Una vieja bruja, enemiga de la que había prestado ayuda a los Príncipes, para consumar sus planes, supo por arte secreto, la misión del hijo del Cacique de Yojoa y buscándole, le encontró, ofreciéndole acto continuo ayudarle en su laudable cometido. Hizo la bruja ciertas cábulas, que dieron por consecuencia una maravilla: el encerrar a las dos Princesas raptadas en un huevo, para mayor comodidad en llevarlas a su país natal, huevo que fue entregado al joven príncipe de Yojoa, con la recomendación de conducirlo muy cuidadosamente, hasta llegar al palacio de su padre; que ya puesto allá lo quebrara en la cabeza encanecida del ofendido Cacique, que en hacerlo, saltarían las dos Princesas buenas y salvas a su lado.

Lleno de júbilo el joven emprendió su viaje de regreso, salvando todos los inconvenientes de la ida. Después de mucho andar, como dicen los cuentos, logró divisar su ciudad querida, rebosante de alegría. Pero desgraciadamente aconteció que al tiempo de ascender las gradas del palacio de su padre, del contento indescriptible, tropezó cayéndose y quebrando el valioso huevo, que en una mano conducía, con el mayor cuidado.

Entonces fue grande la pena de su corazón y el llanto desesperado de todo el mundo; mas, pasó con el contenido del encantado huevo no secaba y mas bien iba en aumento la humedad, hasta tener el aspecto de un charco de agua clara, visto lo cual por todos fue objeto de veneración, admiración y escrupuloso cuidado.

Día a día amanecía el pozo más grande y luego tuvo el aspecto de un precioso estanque. Y así, sucesivamente, fue en aumento, hasta que inundando la ciudad, la cubrió por completo, motivo por el cual, las ruinas de la población, existen en la actualidad en el fondo del lago. De esa suerte quedó formado el lago en la extensión que se le conoce.

El Príncipe heraldo participó del encanto, pues se afirma que encerrado por las aguas del lago, se convirtió en hermoso lagarto de oro, que se encarga de cuidar de las princesas, convertidas también en dos bellas sirenas, que hacen el prestigio del precioso Lago de Yojoa. Toda esta desgracia sucedió por haberse verificado el rapto de las dos hermanas, codiciadas por su extraordinaria belleza y quizá por la venganza de la vieja bruja burlada; la leyenda nada dice al respecto y yo tampoco.

De las ruinas de la ciudad, sólo quedaron libres de las aguas, las que el viajero puede contemplar hacia el lado de Los Naranjos, al norte del gran depósito de agua.

Y terminando este cuento, me meto por el hoyito de un fusil, para que tú, lector, me cuentes mil…1

Nikté-ha (La flor del agua)

Fue así como en el alba del Mundo Maya nació la vaporosa NIKTÉ-HA, entre un colchón de nenúfares que alfombra una región del azul lago de Yojoa. Brotó como Venus del fondo de las aguas, vestida de espumas y salpicada de gotas transparentes y marchó sobre movible espejo del lago chapoteado con los pies descalzos. Era en el tórrido abril, cuando la tierra recalentada por el ardiente sol del verano parecía exhalar vapores sofocantes. Los pájaros elevaban al cielo los picos entreabiertos pidiendo agua con chillidos estridentes. Las fieras rugían en la espesura del bosque con el tono incisivo que pregona urgencias de la especie y en el pesado ambiente flotaba el hálito misterioso precursor de una transformación. Lejos graznó el pato silvestre entre las cañas y las algas y los piches de picos sonrosados pasaron en bandadas buscando la humedad de los chagüites entre los densos camalotales.

El sol, pasado el Cénit, iniciaba el descenso hacia el fondo del ocaso cuando de súbito hirió la quietud de la tarde el eco de un grito triunfal exhalado por la garganta de una maravillosa figura femenina que desde los pétalos entreabiertos de un nenúfar figura se elevaba airosa en todo el esplendor de su hechizante belleza. Se había producido el milagro que presagiaba la atmósfera caldeada y NIKTÉ-HA ungida con aroma de nenúfares suave y delicada, vaporosa y primaveral nacía del agua como una flor.

Canek, el príncipe de Yojoa, pescaba aquel día sentado en su bote, cuando vio materializarse aquella aparición deslumbradora. Preso de temor remó hacia aquella tierra y corrió al pueblo a contar la extraña visión que había tenido.

Los ancianos escucharon el relato y dijeron:

— Es la Flor del Agua, NIKTÉ-HA, la hija del dios del lago. Apártate de su camino. Jamás intentes acercarte a ella porque provocará la ira de su padre. Ella no hace daño. Su aparición presagia buen invierno. Gusta de vagar sola enmedio de las algas espantando las aves bullarangueras.

Canek iba al lago todos los días, subía a su bote y se dirigía al sitio en que Nikte-Ha brotaba del agua. Y cuanto más la veía, más sentía que en su pecho se iba encendiendo una pasión devoradora que lo empujaba a la criatura del lago. Ella aparecía todos los días frente a él, le clavaba los ojos un instante y se esfumaba entre el colchón de nenúfares jugando con las mariposas.

Un día Canek no resistió más, y cuando ella emergió del agua, aproximó su bote y le dijo con vehemencia: Nikté-Ha, te amo. Escúchame. No huyas.

Ella se detuvo un instante y con una voz que tenía el tono cantarino del agua en las cascadas de Río Lindo le respondió:

— Yo no puedo amarte así. Puedes verme de lejos, pero no trates de acercarte, no te atrevas a tocarme ni intentes el sacrilegio de aprisionarme entre tus brazos porque mi amor es intangible como el rubor del alba o el fluido del perfume. Aléjate de mí porque morirás, yo me disolveré en un suspiro y tu pueblo perecerá ahogado por una inundación.

Pero el amor de Canek crecía en intensidad y un día olvidando los prudentes consejos de los ancianos y las advertencias de Nikté-Ha se dirigió al lago con la determinación de raptarla. Cuando ella apareció de su bote, le gritó:

— Nikté-Ha he venido a llevarte. Espérame que mi amor no espera.

Y se lanzó al agua detrás de la gentil figura que se desvanecía entre la neblina. Cayó cerca de un añoso tronco cubierto de musgos que flotaba a su lado y como no sabía nadar asió el tronco con ambas manos y se montó a horcajadas sobre él. Pero aquel que parecía inerte tronco cobró vida súbitamente, se agitó con gran violencia sacudiendo las aguas, y partió a gran velocidad hacia el centro del lago en donde se hundió con su carga.

Había otros hombres en el pueblo de Yojoa pescando cerca del lugar en que ocurrió la tragedia quienes presos de espantosa angustia presenciaron la forma en que pereció el príncipe. Corrieron al pueblo a contar la desgracia y algunos comentaron:

— Es posible que lo que el príncipe creyó un tronco haya sido un lagarto gigantesco cubierto de algas, como aparecen algunos de tarde en tarde.

— No, sentenciaron los ancianos. Fue el terrible castigo que inflige el dios del agua a aquellos que se atreven a tocar a Nikté-Ha. Iremos al lago a hacer ofrendas y rogativas para aplacar su ira y evitar que nuestro pueblo sea destruido por una inundación.

El pueblo de Yojoa llegó a tener mucha importancia durante la colonia, pero la antigua leyenda con la amenaza de una inundación del lago perduraba todavía en 1856, año en que llegó a Yojoa el Misionero de Jesús Subirana, quien fue enterado de lo que la tradición venía transmitiendo desde tiempo inmemorial. El misionero recomendó a los moradores abandonar el pueblo y trasladarse a otro lugar que llamó San Francisco de Yojoa, explicando:

— No sé si la leyenda tiene su origen en algún acontecimiento místico, pero lo que sí veo es que el peligro de una inundación es real y que es mejor prevenir que lamentar.

Es es la historia del abandono del antiguo pueblo de Yojoa por culpa del príncipe aquel que quiso mancillar la diáfana albura de Nikté-Ha, en cuyo antiguo lugar ha quedado solitaria su hermosa iglesia; y es la historia también de la creación del pueblo de San Francisco Yojoa.2


  1. Fuente: Tradiciones y Leyendas de Honduras, por Jesús Aguilar Paz. Visto en Canasta Folklórica Hondureña, de Julio Eduardo Sandoval. 
  2. Leyendas Mayas, por Pedro Aplícano. Visto en el libro Canasta Folklórica por Julio Eduardo Sandoval. 

El Ángel de la Balanza (cuento de Navidad)

Por Alejandro Castro, hijo

Es fácil leer en los ojos de los niños las fantasías que hacen ronda en sus cabecitas, cuando se asoman a las vitrinas iluminadas,  donde la Navidad desparrama su pequeño y florido mundo. ¡Quién no los ha visto transportados a ese universo mágico que se mueve según sus propias leyes y tiene conceptos propios de la dimensión y del color! La vitrina es una ciudad de juguete por cuyos misteriosos vericuetos deambula la personalidad íntima del niño, absorbiendo intensamente todo lo que hay allí de maravilloso o increíble, disfrutando con todas sus fuerzas emotivas de una realidad que solo él comprende y que es tan válida como la otra —la que se extiende fuera de ese recinto embrujado de paredes de vidrio— pero más deseable porque no conoce el desencanto.

Si el niño tiene esperanzas fundadas de posesionarse de las prendas que relucen en ese bazar de ensueño, su mirada brilla con el gozo anticipado de la conquista. Si es de la grey cuitada de los que nacieron con el sino de ver convertidos en imposibles sus menores deseos, entonces despedirán sus ojos un rayo apasionado y ardiente que es como luz sideral que envía una lejana nebulosa en la cual empieza a formarse el vórtice del resentimiento. El héroe de nuestra pequeña historia era de estos últimos.

Pongamos que tuviera diez años, edad en que la vida se sirve revelarnos ya que el mundo está integrado con fuertes dosis de amargura. Digamos que era lustrabotas, o que se ganaba el sustento “haciendo mandados” o “metiendo leña”, porque es imprescindible para los efectos de su pequeña aventura que el muchacho disponga de un pequeño capital. Lo concreto es que a esa temprana edad ya podía pagarse su vestido y su alimentación, como sucede con tantos niños de este país que tienen por madrastra a la miseria. Este jovencito, todo un hombre de pueblo, no disponía de más socorro que el muy liviano que podía prestarle su madre, humilde señora a quien se le iba la existencia entre los ajetreos del “planchar ajeno” o “el servir” en las casas acomodadas, o el lavar en el río. Él y su madre eran dos pobres náufragos agarrados a la tabla de salvación de trabajos infames y mal remunerados.

Nuestro héroe —a quién estamos tentados de llamar Ángel, por lo que en esta historia llevó a cabo— andaba alborotado con la llegada de la Pascua. Las tiendas habían abierto sus escaparates como si fueran puertas de entrada a un mundo extraterreno donde aviones de alas purpurinas planeaban con sus cuatro motores sobre trenes argentados; ejércitos de indios pieles rojas esperaban en sus cajas el grito de batalla; arcos y flechas se ofrecían al osado cazador y revólveres con mango de concha nácar dormitaban en sus fundas, invitando a la lucha de vaqueros y bandidos. Ángel —pues ya hemos aceptado este apelativo para protagonista— pasaba y repasaba frente a los mostradores, preguntándose cuánto costaría ese tanque o aquel hermoso autobús. Por la noche, dormido plácidamente en su catre, se convertía en piloto de un avión a chorro o en conductor de una vertiginosa motocicleta.

Y, no obstante, fue un personaje casi insignificante, un ente anónimo de la sociedad jugueteril, quien capturó todas las simpatías del pequeño. Era un señor de nariz colorada, ojos picarescos, sombrero ladeado y traje a cuadros, cuyas rayas multicolores revelaban una elegancia algo arrabalera pero pintoresca y enérgica. Cuando se le daba cuerda al fulano empezaba a caminar cual si estuviera ejecutando una danza grotesca, miraba a uno y otro lado con sonrisa cínica y temblaba espasmódicamente como si lo sobrecogiera el baile de San Vito. Ángel se moría de la risa siempre que los dependientes ponían en movimiento al inquietante personajillo y se formulaba el voto de comprarlo a toda costa. ¿Imaginan ustedes el triunfo de soltarlo a caminar en la rueda de amigotes que todos los días se reunían en el parque? Los aires que podría darse cuando le dijeran: ¡Dale cuerda! ¡Dale cuerda! Es claro que sus compañeros lo iban a considerar como el pequeño empresario, al afortunado manager de un artista estrambótico que derrochaba a su paso el mar de la gracia.

—¡Voy a ahorrar!— dijo Ángel. ¡Voy a comprarlo!

Y en lo sucesivo fue guardando una parte del producto de sus “lustres”, de sus “mandados” y de sus “metidas de leña”. Conservaba su pequeño ahorro metido en el nudo de un pañuelo y primero le hubieran arrancado la vida que su oculto tesoro.

¡Qué bonita parecía la Pascua el día en que se encaminaba a la tienda apretando el fruto de sus penas bajo el bolsillo del pantalón! Llevaba consigo el precio del juguete y sentía por todo el cuerpo el extraño gozo de quien va a rescatar a un prisionero que por largo tiempo ha estado sufriendo inmerecido encierro. Era tarde. Brillaban los focos del alumbrado público y los faros de los caros. Pero casi todos los almacenes que mantenían abiertas sus puertas, porque pareciera que todo el mundo experimenta un placer especial en dejar sus compras para última hora.

Entró a la tienda. ¡Allí estaba su hombre, viéndolo de lado con las cejas enarcadas, como si lo invitara a una travesura.

Estaba buscando un dependiente a quien dirigirse cuando vio a su tocayo, el ángel. En un punto del espacio donde se cruzaban las luces de dos lámparas fluorescentes, allí estaba él, sereno, magnífico, balanceándose levemente en la atmósfera cargada de un suave aroma de fiesta y de misterio. El niño miró furtivamente en todas las direcciones para cerciorarse de que sólo él se había percatado de la visión alada. Nadie se daba por enterado.

Ángel sospechaba que nadie más podía contemplar al mensajero de los céfiros, porque era casi transparente. Parecía hecho en celofán y sus alas eran apenas unas finas estrías que brillaban a trechos. El rostro era tan blanco como las nubes cuando les da de lleno el sol veraniego y los ojos lo miraban con serenidad inmutable, severos, aunque dulces. El ángel se parecía mucho, muchísimo, a sus congéneres de la Catedral, esos que salían en andas en las procesiones de Semana Santa, con la mano levantada a la altura de la cabeza, como si fueran bendiciendo. Y el ángel tenía una balanza en la mano derecha.

El niño había tenido ya varios encuentros con la diáfana imagen. Éste era el ángel de la guarda de que le hablara a su madre desde que era muy chico. Como un ave majestuosa de plumas cristalinas, se le aparecía súbitamente siempre que estaba a punto de tomar una decisión difícil. Silencioso, lumínico, esperaba que el muchacho formulara su voluntad, para disiparse luego en el espacio con menos ruido que el roce de una pluma en el viento. Era un ángel guardián peculiar, porque, además, estaba encargado de juzgar sus acciones.

Ángel, el terreno, sabía que en esa balanza estaban acumuladas sus buenas y malas acciones. Esto era lo que hacía tan imponente y solemne la presencia del alado juez, pues nunca se retiraba sin haber puesto los actos del niño en el platillo justo. En esto era inexorable. ¡Y cuán recargada estaba la balanza del lado de las acciones censurables! ¡Allí había de todo. Cabezas rotas, insolencias con la madre, pequeños latrocinios, abundantes mentiras, malas palabras, peores hechos, ira, egoísmo, mucho vagabundeo, poco de iglesia, nada de escuela, focos quebrados a hondazos, dinero perdido a los naipes. ¡Qué confusión de cosas de las cuales se sentía avergonzado! ¿No iría el ángel a poner su muñeco entre el montón de culpas multiformes?

Parecióle al niño que su ángel movía levemente las alas y que en una brisa muy tenue le llegaba el recuerdo de su madre. Ella no tendría seguramente quien le diera sus “pascuas”. Ella estaría hoy, como todos los días, pegada a un montón de ropa almidonada, plancha en mano, yendo y viniendo del fogón a la mesa de labor. ¿Quería él a su madre? ¿No la tenía casi olvidada? Pues salía de la casucha muy de mañana y no volvía sino hasta bien entrada la noche. ¿No sería su madre demasiado pobre, no se sacrificaba demasiado por él? ¿Y él, que le daba en cambio, además de sinsabores? En esa tienda prosaica y entre ajetreo de la gente apurada, se produjo esa noche el milagro más puro de la Navidad. Todo lo que la santa fiesta tiene de amoroso sentimiento, de limpio, de fragante, se condensó pronto en el corazón del niño, inundándole de piedad filial. Fulminantemente, y como si hubiera estado al borde de abominable tentación, renunció a su juguete, al hombrecillo de cuerda con la chaqueta pintarrajeada. Con un vigor que nacía de la más sólida certidumbre, se acercó al dependiente más cercano y le dijo sin vacilar:

—¡Quiero un corte para vestido de mujer!

El hombre le mostró varias piezas de género y después de murmurar las trivialidades propias de su menester, agregó:

—Si es para tu mamá, este le quedará muy bien.

Convinieron el precio y todavía dijo Ángel:

—Envuélvamelo en papel de regalo…

El otro ángel, el que se columpiaba arriba en una nube de oro, sonrió miríficamente, puso la balanza a nivel y como un soplo se fue a dar cuenta de su hallazgo.

El niño apretó el paquetito bajo el brazo y salió corriendo en derechura a su casa. La prisa ponía alas en sus pies…

El Sabio Valle y el Santo Oficio

El Sabio Valle y el Santo Oficio es un cuento de Medardo Mejía, un periodista hondureño de orientación política marxista (Ver su autobiografía aquí). El cuento es un pedazo de propaganda anti-católica sin ningún sustento en la realidad. En él se presenta a José Cecilio del Valle, prócer hondureño, siendo perseguido por el Santo Oficio solamente por conversar en lenguas extranjeras. No hay ningún documento histórico que sustente esta fantasía. No hay ninguna evidencia, ni nunca se ha sugerido por parte de los historiadores, que José Cecilio del Valle haya renunciado a la religión católica, o que haya simpatizado con ideales políticos que fueran contrarios al catolicismo.

El tema de la Inquisición y el Santo Oficio ha sido objeto de manipulación histórica con fines políticos. En lo que concierne a los nuevos territorios conquistados por los españoles en el continente americano, al principio se utilizó la Inquisición para perseguir la idolatría de los indígenas, pero luego se decidió que al ser recién iniciados en la religión católica, sus errores provenían más de la ignorancia que de la rebeldía contra Dios.

Se calcula que en el Virreinato de La Nueva España, durante toda la época colonial, apenas se ejecutaron a 43 personas por parte de los tribunales inquisitoriales. Lo que es una cantidad baja para tres siglos en una extensión territorial considerable.1 La Inquisición no era una institución tan opresiva como nos lo quisiera hacer creer Medardo Mejía. Si la comparamos con la sangrienta persecución de opositores por parte del comunismo soviético, la Iglesia Católica aparece como una institución bastante moderada para su tiempo.

El doble rasero de Medardo Mejía se volvió evidente después de la caída de la Unión Soviética. Durante toda su vida él alabo un régimen tiránico y criminal que masacró a muchos de sus ciudadanos, mientras que menospreció e insultó a la relativamente tolerante Iglesia Católica. La realidad es que la Iglesia Católica sigue existiendo, mientras que el bolchevismo ruso cayó por su propio peso.

El Sabio Valle y el Santo Oficio

Por Medardo Mejía

José Cecilio del Valle

El Sabio Valle y el Santo Oficio es como decir la luz y las tinieblas. Muerto el rey Carlos III, monarca de la Ilustración, un año antes de la Revolución Francesa y ascendido al trono su hijo Carlos IV, éste hizo regresar a los jesuitas desterrados de los reinos españoles, hacía más o menos unos veinte años.

Los jesuitas regresaron siendo los mismos jesuitas: reaccionarios, ultramontanos, fanáticos, crueles, sin alma. Si ayer sirvieron para exterminar el protestantismo y las demás creencias deístas aunque no católicas, hoy llegaron para arrancar hasta la última raíz de la revolución democrática que se estaba desarrollando en Centro América.

Vigilaban a todo el mundo por medio de agentes especiales, situados en los distintos estratos de la sociedad. Había veedores y oidores desde las altas esferas hasta los bajos fondos. El confesor tenía entrada libre a cualquier hora del día y de la noche, con pretextos. La servidumbre de cada familia, por regla general, bajo promesas de salvación y gloria, tenía al tanto a los inquisidores de lo que se decía y pasaba en los hogares de su servicio.

El Santo Oficio llevaba libros en que anotaba diariamente los informes de los sospechosos. También levantaba por cuantos, claro está, en el mayor secreto. Hablamos en Derecho Canónico, desde luego. Eran delitos de presidio o reclusión mayor, y hasta de muerte en la hoguera, los culpables de materialismo, ateísmo y divulgaciones de doctrinas parecidas. La quema de personas no se llevó a cabo en el tiempo a que refiere este relato. Los sentenciados eran conducidos a México.

Especialmente el Santo Oficio perseguía a la Ilustración en el renombre de los Ilustrados. La Ilustración fue un movimiento cultural europeo del siglo XVIII, caracterizado por una gran confianza en la razón, en la crítica de las instituciones tradicionales y la difusión del saber.

José Cecilio del Valle era un ilustrado de renombre. En el reino de Guatemala nadie le llegaba a la altura del hombro. Por ese motivo era el centroamericano más conocido en el exterior, y era el más visitado por los viajeros del segundo descubrimiento, es decir, de los investigadores en los campos de las ciencias naturales.

Como a su casa llegaban ingleses, franceses, italianos, con quienes conversaba en estos idiomas y con los alemanes y escandinavos en latín, Valle era estrechamente vigilado por la servidumbre y seudo amigos de la familia. El hecho de conversar con los viajeros en lenguas distintas enfurecía a los miembros del Santo Oficio. Sus espías gracias podían decir que hablaba en jerigonza con sus visitantes. Y una criada vieja con más audacia se atrevió a afirmar que todas sus peroratas se reducían: “a hablar mal de Dios”.

Se hizo constar en libros esta declaración, pero no se le creyó porque la vieja apenas hablaba quiché.

Al darse cuenta Valle del acoso de que era objeto de parte del Santo Oficio, recurrió a una argucia ingeniosa. Se valió del cura de su parroquia para invitarlo a él y a los inquisidores a que comparecieran a su casa de habitación, donde se les haría conocer un hecho digno de ser visto. La visita tendría que hacerla a las cinco de la mañana en punto, con mucha cautela. Él los esperaría en la puerta principal, entrarían sin hablar y sin hacer ruido. Y hombres aquellos que cultivaban su ocio, fueron puntuales en la cita. Entraron en puntillas a la biblioteca, hasta que Valle, en voz baja, dijo:

—Vengan…

Anduvieron buen trecho entre numerosos y gruesos naranjos, viendo que en aquel momento se levantaba el disco magnífico del sol glorioso. Luego Valle les dijo:

—Ahora bajen la vista y conozcan a los adoradores del sol.

Cinco indios, en cuenta la vieja chismosa de la Inquisición estaba de rodillas, con las manos en alto, y luego se inclinaban con gran reverencia, por una, por dos, por tres, y por más veces, mientras modulaban un canturreo entre dientes…

El cura y los inquisidores estaban pasmados. Nada habían hecho contra el paganismo del reino. Y aquellos indios que estaban adorando al sol eran los espías de la Santa Inquisición.

Al notar los indios que habían sido vistos huyeron dando gritos. Había sido sorprendido su rito religioso. Y los jesuitas, confundidos de lo que habían visto, sin decir palabra, regresaron a su Santo Tribunal.

Visto en el libro Canasta Folklórica Hondureña, de Julio Eduardo Sandoval. Ediciones JES.

Fotografía del Peñasco

Por: Eduardo Bähr

Un fotógrafo se metió en el peñasco para hacer una foto curiosa.

Había experimentado con tres botellas de cerveza, una sobre el pico de la otra y la última hacia arriba. Pero indefectiblemente el cristal regaba el suelo antes de apretar el botón.

También se había presentado de improviso en el teatro y había sorprendido al divo en el momento de inseguridad en que estaba más sincero; pero la capa de maquillaje se le derretía siempre en el cuarto oscuro.

Los tres jurados de un concurso, después, le salieron con mucosidades en las barbas, y eso era anti-estético. Los maricas le salían siempre tristes y las mujeres señalaban siempre, también, en un mapa el río de aceite que no tendrá jamás un pez. Los niños le gastaron rollos de alambres de púas, que, como sabemos, se usa para ordeñarle sangre a las vacas.

Los negros no le dieron nunca un contraste, a pesar de la sangre blanca de arroz que le transparentaba la nariz y el usted tiene un tesoro de folclor de inocente indecencia. Por otra parte, el ser amigo de los negros, por cuestión de un material que le había salido muy pálido, no le servía para encontrar el tema. Así se quedaban ellos incomprensiblemente furibundos y él pensando en las paradojas de la amistad.

Los “gringos” eran un tema apasionante, pero nunca pudo captar —cuestiones de UPI, AP y Astrología— el momento en que uno de ellos, con la firme creencia de la identidad, le llamaba teatralmente a otro “hijo de perra”. Además, y esto era la clave del enigma, el otro respondía invariablemente con una pastilla de chocolate.

El fotógrafo estaba cada vez más triste, porque sabía que si retrataba a su pariente iba a salir una declaración en papel sellado en la que se declaraba una transmisión vergonzosa que tendría que reclamarle a él sabía bien quién.

Sorprendió al maestro enseñando los secretos temerosos del coito, pero asociándolos misteriosamente con la teoría de la plusvalía. Y, de paso, no podía trabajar con la tiza en la garganta en una explicación de la propia anhelada creación; además de que no podía soportar tampoco el espectáculo de un señor que no quiere llegar a la superficie porque le faltaría el agua y vénganos con la excusa de que ningún hombre es anfibio.

Había visto al estudiante en el exacto momento de gritar, con irreverente antipatriotismo, que su patria era una mierda; pero no le resultaba genuino que el militar no hubiera respondido con un bayonetazo en honor a la casta y sus honrosas excepciones; aunque le hubiera gustado, eso sí, fotografiar la expresión de ternura del indígena vestido de caqui; mas él y el comercio de fotografías saben que en las novatadas lo pusieron a masturbar a un mono y que, si se hizo el estoico, le grabaron el nombre de su novia en la tetilla izquierda con una yilet y que por eso, y porque su novia no se llamaba Eva, se le había puesto de sal el rostro.

Claro que no estaba dispuesto a gastar esos valiosos pasos que se dan con riesgo de usar en balde su segundo de existir. Esa era la razón fundamental por la que se había sentado en medio de la calle a descansar, aunque estaba consciente de que la catalepsia del reposo también hace avanzar la vida. Sin embargo, la verdad jurada era que ya no encontraba el arquetipo de la actualidad, y esto que había penetrado en un templo estereofónico y fijado, esa vez, en su mente, que la muchedumbre pudo haberle roído los dientes y las uñas de los pies.

Cada vez se iba poniendo más viejo por la falta de risa. Y era sincero: su sueño no se relacionaba, en manera alguna, con la puta ebria que le besaba las llantas al yip, ni con el comunista que dejó olvidado el calzoncillo anónimo y multitudinario en el momento en que la madrugada le pegaba un golpe de noche al sol sifilítico de todos los tiempos.

Sabía también algo acerca de muchos recontra a saber qué que escribían poesía como aquel que vendía crucifijos de lodo a un montón de merecedores y, aunque había auscultado en sus espaldas, no lograba sino retratar una cara de condescendencia y de yo jamás sabré cuan divinamente imbécil soy que no le servía ni para un concurso.

El fotógrafo metido en el peñasco se consumía ya y pensaba para sobrevivir que la razón enajenada está siempre libre en la palabra viva, y así: coturno aveníceo dominguero gabarrero plausiblemente garaje entropillar mayorazgo asedio asesar y un gorgoteo le hacían sentir que todavía estaba vivo.

Pero sentado se consumía.

Y pensando, se consumía.

Y no dormía y se consumía el miserable fotógrafo que creía en la autenticidad se consumía.

Hasta que encontró una dulce somnolencia que lo llevó al dulce mundo de los dulces pájaros, y la dulce luna, y la dulce imagen del hombre eterno de la parra, y la dulce creencia de encontrarse cada vez más libre, y más lejano y más…

Porque en este país tiene todo fotógrafo la obligación de irremediablemente consumirse.

Tomado del libro Fotografía del Peñasco de Eduardo Bähr. Ediciones Kukulcán. 1960.