Cuando Hables al Pueblo

Por: Raúl Gilberto Tróchez

Cuando hables al pueblo,
político rudo,
límpiate la boca de pecado.
Soy el pueblo que engañas;
soy el pueblo en harapos,
columna vertebral de tu existencia;
sin mí, tus palabras irán al vacío,
sordas, mudas,
terribles, sin eco…
Cuando mi nombre invoques,
registra tu conciencia;
no malgastes las palabras:
PUEBLO, LIBERTAD y PATRIOTISMO
como escudo a tu maldad premeditada.
Haz de cada jirón de mi vestido
una bandera de redención;
de cada lágrima mía,
un manantial perenne
que refresque el desierto miserable
en que me abraso;
de cada sacrificio,
de cada lamento,
un Código Moral en mi Destino,
que mande, no a mi destrucción,
sino a mi completo bienestar;
al disfrute de plenitud
de mi montaña;
mi buey y mi caballo;
mi perro y cabaña.
No te pido más, político ciego:
quiero ver a mi Patria
libre de miserias;
libre de rencores;
libre de ambiciones…
Soy el Pueblo humilde,
inmenso en bondades
y terrible en acciones
cuando no se cumple
tu misión de hombre.
Soy un pueblo bravo
de miles de hermanos,
millones de brazos,
pidiendo, invencibles,
que no haya esclavos.
Que tu acción no me hunda
en el atraso que asfixia;
mi condición de ser libre
y de ser soberano,
le dan dignidad a mi Destino.
Tú, político sordo;
político rudo,
me mantienes atado;
me mantienes enfermo…
Tú, sembrador de discordia,
me has legado tu herencia
en misión negativa
de un fatal heroísmo.
Cuando hables al Pueblo,
ve con alma pura;
ve con Dios adentro,
porque estoy cansado
para ser tu esclavo
porque tu palabra
ya no me convence…

Tomado de «Poemas y Cuentos».

¡Ya vienen los Indios!

SAN MIGUEL ARCÁNGEL, PATRONO DE TEGUCIGALPA

Escribe: M. Antonio Rosa

El siglo diez y nueve —siglo del romance— viejo y achacoso, caminaba encorvado por una senda obscura apenas alumbrada por la luz parpadeante de unos cuantos luceros madrugadores que anunciaban el despertar del siglo XX.

La Tegucigalpa arcaica dormía plácidamente en el sube y baja de sus calles laberintosas, anidada caprichosamente en las faldas de El Picacho que sirve de valladar en tiempos huracanados, y de eficiente ventilador en los meses caniculares.

Serían como las tres de la madrugada, cuando regresaba de una fiesta a su hogar el general Florencio Xatruch, militar cuyo nombre ha recogido la historia centroamericana, como el del jefe más bravo que a la cabeza de una columna de hondureños, luchó con denuedo en Nicaragua, contra el ejército invasor del filibustero William Walker.

Al entrar Xatruch a su casa, se sorprendió al ver a su esposa sentada en la sala y bastante inquieta.

—¡Pero, mujer! ¡Qué demonios estás haciendo levantada a estas horas?

—Esperándote, Florencio, esperándote para decirte que te escondas, porque no tardan en entrar los INDIOS…

¡Ah! —expresó el general midiendo a trancos la sala y mesándose las barbas. ¿Xatruch va a esconderse de los indios? ¿Has olvidado acaso que estás casada con uno de los militares más fogueados de Honduras? Recuerda, mujer que soy de los pocos a quienes cada ascenso le cuesta una herida, y una herida recibida de frente. Bueno es que tomes nota también que en mi diccionario no figura la palabra… ¡miedo!

—Por Dios, Florencio: ¡No seas porfiado! ¡Escóndete!

—¡Deja de tonterías, mujer! Anda pronto y prepárame una taza de café bien cargado, capaz de chamuscarme la lengua; pero antes dime: ¿quién te dio esa información?

—Paula, hombre, Paula la cocinera. Anoche cuando ya habías salido, un muchacho le trajo un papelito de un tío suyo, en el cual le informaba que hoy en la madrugada entrarían los indios y que no sólo saquearían Comayagüela, sino también Tegucigalpa.

Xatruch no esperó una palabra más; urgido como estaba por averiguar por sí mismo la verdad, no perdió tiempo para cambiarse de ropa; únicamente echóse sobre los hombros su capa española de grueso paño negro, cogió su larga espada y montó rápidamente en la bestia que él mismo ensilló, dirigiéndose hacia la parte sud-oeste de la ciudad, zona por donde generalmente invadían los indios curarenes.

Su briosa yegua blanca, tan blanca como el armiño en época invernal, manoteaba en medio del chisporrotear de sus herraduras al herir el fino empedrado, con esa elegancia característica de las bestias de pura sangre…

Cabalgador y cabalgadura formaban una sola estampa fantástica, que desadormeciendo la quietud de la noche, atravesaba como un meteoro las tortuosas y mal alumbradas calles de Tegucigalpa.

Cuando al paso veloz de su yegua, Xatruch dejaba las últimas casas de Comayagüela, vio venir en la penumbra, cerca de la carretera, sobre las faldas y crestas de unas colinas cercanas, a centenares de hombres desnudos de la cintura para arriba, armados de machetes.

La luna que había permanecido oculta tras densas nubes plúmbeas, queriendo atisbar la escena, asomó un minuto nomás su cara bonachona, tiempo preciso para que los INDIOS CURARÉNES viesen en aquel jinete fantasma, la inconfundible figura de SAN MIGUEL ARCÁNGEL, quien ellos sabían que en otra ocasión había salido con igual indumentaria, a combatir victoriosamente numerosas tropas que pretendían tomar por asalto la plaza de Tegucigalpa.

El pánico cundió entre la indiada agresora, y como si se tratase de un movimiento ensayado, tiraron los machetes, se arrodillaron y bajaron la cabeza persignándose, en señal de sumisión.

La despejada inteligencia de Xatruch le permitió interpretar al instante la escena y supo aprovecharla.

Blandiendo su larga espada que los plateados rayos de la luna se encargaron de agigantar, gritóles con voz atronadora:

«INDIOS CURARÉNES! ¡Volved ahora mismo a vuestro pueblo!… ¡No tratéis de provocar nuevamente mi cólera, porque entonces sí os cortaré la cabeza!… Id, id con Dios, hijos míos, que esta vez quedáis perdonados!»

Y cuando las nubes plúmbeas volvieron a cubrir la faz del nacarado satélite, la neblina madrugadora se tragó la figura de «Xatruch, el SANTO»…

Tomado de «La Tribuna». Tegucigalpa, 4 de marzo, 1977.

Sonata de Año Nuevo

Por: Juan Ramón Molina

A Otilia
Tal vez hoy, en tu valle eglógico -valle de amar y de soñar, donde el crepúsculo feliz languidece como una rosa que se va marchitando en su búcaro de montes azules— tornes los ojos, donde se cristalizan secretas lágrimas, hacia el rumbo donde el ausente apacienta sus nostalgias y sus sueños— rumbo que imperativamente le señaló el hado, cuando empezaba a gozar del perfume de tu cabellera y de la miel de tu boca. ¿Acaso él mismo le tornará a tu presencia, envuelto en una nube de polvo, castigando los ijares de su corcel, mientras le aguardas, temblorosa de alegría, en el huerto de los naranjos y de los rosales, capitoso y ardiente como la heredad del Cantar de los cantares? Ve qué te dicen las claras corrientes que te adulan en tu baño matutino, pregunta al zorzal que solloza en la cima del árbol a cuya sombra meditas; otea los umbrosos senderos que recorres con tus compañeras, imaginándote que, de pronto, va a aparecer ante tus ojos atónitos, donde él encendió la luz de la pasión primera, que sólo apagará el soplo de la muerte. Hoy, al iniciarse el nuevo año, una melodía insólita ha sonado en mi corazón, donde el sufrimiento ha grabado tu imagen con la paciencia de un artífice doloroso. Unos músicos ambulantes pasaban por la calle, en el alba turbia, tocando una romanza antigua, como en el poema de Musset, y asomándome al balcón envuelto en la claridad indecisa del amanecer, les seguí con los ojos melancólicos, envidiando sus almas bohemias y su música banal. Hubiera querido que un genio —tal como sucede en los cuentos árabes— me llevase junto con ellos al pie de tu ventana, que debe tener un marco de enredaderas, y allí tocarte una sonata cualquiera, un motivo sentimental, que te añorase las dulces noches en que, en la calle desierta, bajo los claros diamantes celestes, te llevé una serenata de amor, en tanto que la luna, con su faz maliciosa, me espiaba desde la cumbre de las serranías, negras e imponentes a la distancia, bajo la noche rameada de constelaciones. Tú, despertando en tu nido, sacudiendo la profusa cabellera castaña en desorden, exclamarías de súbito:

—Es él.

Lentamente sollozando la música te diría: —»Es el amado que llega por fin, peregrinando por climas y montañas, en busca de tu fresca gracia, de aquella gracia que rindió su viril juventud, en días dichosos, cuando el dolor esquivaba su firme paso y la mirada triste y altiva de sus ojos. Despierta, niña, y sal al balcón, que el gallo negro cantó a lo lejos, el rojo en la próxima alquería y el blanco en el huerto de tu hogar. Sal pronto, oh niña, porque con la luz del sol se disipan los conjuros mágicos, y mañana al asomarte en busca de él sólo encontrarás rostros indiferentes, la perenne perspectiva de los montes natales y la ausencia y la distancia de los días monótonos».

Tal soñaba, pálido y ojeroso, en este triste amanecer, viendo alejarse a la murga callejera. Mas la melodía de los bohemios llenaba mi ser, y siguió cantando muy quedo en mi corazón, haciéndome rememorar nuestras horas felices, cuando, cogidos de la mano, íbamos a empezar el camino de la vida. Sobre nuestras cabezas el cielo era de paz y de azul; cantaban en los árboles cercanos maravillosos pájaros de iris; a la vera los rosales estallaban de flores y los limoneros nevaban sus azahares; y a lo lejos entre los sotos, un manantial como una disolución de ópalos proclamaba gárrulamente el triunfo de nuestros corazones.

Tal íbamos por el camino de la vida cogidos de las manos, meciéndonos dulcemente, sin hablar, pendientes de las almas de las húmedas pupilas. Un lindo pájaro nos trinó su pensar: —Aprovechaos de la juventud. Dos palomas monteses se perseguían saltando ante nuestros ojos. Una liebre nos vio asustada, huyendo entre las matas; y una vieja, que tenía un siglo, andrajosa y encorvada, nos dijo, después que le dimos una limosna, agitando su rústico bordón: —Hijos míos, vais a ser muy felices. Más adelante encontramos un hada, seguida de un enano etíope, que te regaló un anillo de oro macizo, símbolo de la fidelidad, y que me dio un puñal mágico, para que lo llevara al cinto y te defendiera.

Tal íbamos por el camino de la vida, en aquella dulce primavera sentimental. Y tú parecías fresca y pomposa, como un rosal de tu valle umbrío, y yo, erguido y fuerte, como un pino de tus montes. Pájaros melodiosos cantaban sobre nuestras cabezas en la cima de los árboles donde enredaba la tarde su cabellera de oro; el cielo era de un azul profundo, de una profunda paz: recortábanse en la lejanía los montes, semejando grandes turquesas o esmeraldas; los próximos manantiales dialogaban entre las yerbas, disputándose el tesoro de tu cuerpo virginal. Tal íbamos por el camino de la vida, sin ver hacia atrás, con el corazón en los labios y el alma en los ojos, sin pensar en que el dolor, como una arquero aleve, nos acechaba en aquel paisaje de idilio.

Fue un sueño… cuando despertamos, llorabas en silencio, en un rincón de tu hogar, de rodillas ante una madona, y yo, fugitivo y taciturno, había comenzado otra peregrinación, más triste y dolorosa que aquella que me llevó a través de los océanos, nostálgico del aroma de tu cabellera, de la miel de la flor de tu boca. Porque entonces tornaría en breve, mientras que hoy son hostiles a mi paso todos los senderos que conducen a tu valle natal, a tu rincón de égloga, donde el dragón del odio me devoraría sin piedad. Pero mañana me has de ver llegar, victorioso y fuerte, con la espada de Sigfrido en la diestra. Y me premiarás con la rosa que llevas en tus cabellos, con la mirada más dulce de tus ojos y la delicia suprema de tus labios.

Un Año Más

Por: Juan Ramón Molina

Para las almas finas y herméticas, que son las más aptas para el goce exquisito y mortal de las más tóxicas mieles del dolor, esta noche de San Silvestre —la última noche del año— recamada de las más ricas y raras joyas del cielo, está llena de melancólicas reflexiones, de pensamientos sombríos. No hay ser humano, como no predomine en él un exceso de inconsciente animalidad, que no sienta un momento, pensando en la infinita vanidad de las cosas, que tanto desconsolaba a Salomón y a Marco Aurelio, y en la infinita vanidad del tiempo.

Gentiles damas os sonríen, la algazara de la muchedumbre resuena en las calles, oís músicas próximas o lejanas, tal vez un insigne mosto hierve en vuestro cristal; y, sin embargo, de pronto os ponéis tristes, como cuando, en un amanecer indeciso, que baña de palideces cadavéricas en el suelo, marcháis a vuestro lejano lecho, ahitos de carne y de licores incendiarios.

En esa congoja momentánea os vienen a la memoria los recuerdos, como bandadas de aves nictálopes; y presentís —con una clarividencia insólita, que el año que muere entre esplendores de fiestas, es un poco de vuestra vida que se va, que se fue, que no ha de volver nunca. Consideráis que hay una cana más en vuestra barba; que hay una arruga más —tal vez un surco ancho y hondo— en vuestra frente; que han naufragado muchas de vuestras ilusiones, y que quizás las otras, en el año futuro, han de morir ante vuestros ojos, como esas familias de marineros que se tragan las olas implacables del mar, mientras el padre o la madre ve la tragedia desde la playa.

Tal vez vuestro pensar -si sois meditativos de veras— se interna más en esa negra filosofía y consideráis que la vida, año tras año, no es otra cosa que una muerte continuada, que llegará un día en que pagaréis —siervos miserables— tributo a la tierra, que os ha de recibir indiferente, como lo ha hecho con innúmeras generaciones, en una serie de milenios, sin que sienta plétora alguna ni se alteren sus laboratorios. Durante millones de centurias seguirá arrojando seres vivos y recogiendo cadáveres, hasta cuando se dispare fuera de su órbita, o agonice su fuego central, o se enfríe el sol o le suceda un cataclismo cosmogónico que trastorne el maravilloso equilibrio del sistema planetario.

¿Qué quedará entonces del tiempo? Nada. ¿En dónde estarán los días, los meses, los años, los siglos y los evos, toda esa organización creada y regularizada por los hombres, desde los magos caldeos hasta los astrónomos del último siglo? En ninguna parte. Solamente existirá la eternidad impenetrable y muda; muda y eterna, tal como era antes de que las miríades de soles girasen armoniosamente en los espacios siderales.

Mas tan sombríos pensamientos apenas turbarán un momento vuestro ánimo, y volveréis, poco a poco, a la realidad, entre las risas, las músicas y las flamas de los candelabros.

Un año hace que, en una noche similar, aguardasteis la venida del nuevo, brindando por él con varios amigos, sobre muchos de los cuales, en esa hora jocunda, la muerte arrojaba una de sus más terribles miradas. ¿Qué os importa? Ellos rodaron ya, con el hipo agónico en los labios, en la senda de la vida, y vosotros, en cambio, habéis vivido doce meses más.

Alegraos, pues, felices mortales: brindad ruidosamente— por el nuevo año, alzando la copa de cristal —la copa de cuello de cisne donde irradia, y ríe, y centellea, el jugo dorado de las más nobles uvas, que hace olvidar las penas presentes e ilumina el porvenir.

Un instante falta para que las estrellas marquen el meridiano de la noche de San Silvestre. Los relojes han dado las doce ya. Como la lágrima de una nube en los océanos, que en nada aumenta el caudal de sus aguas, un año más ha caído en el abismo sin fondo de las eternidades. Vendrá en seguida la mañana, con su túnica de oro y su corona de rosas, y la naturaleza dormida bajo el centelleo de las constelaciones, se despertará, como una mujer lasciva, al rumor de un inmenso epitalamio. Una vida pululante y nerviosa se agita en las grandes montañas inmóviles; los ríos, dialogando bajo los primeros ardores del sol, llenan las rocas de caricias; los mares azules cantan armoniosamente como en la mañana del mundo; y todo dice que nada ha cambiado, que la naturaleza es la misma, que la humanidad sigue tranquilamente su camino hacia la muerte; y que la tierra, jubilosa y ardorosa, como un animal en celo, se siente joven y fuerte, capaz de alumbramientos desconocidos.