Mi Maestra Escolástica

Adaptado de Ramón Rosa.

Un día, a eso de las seis de la mañana, lo recuerdo como si ayer fuera, sentí una fuerte sacudida en mi débil cuerpecito de seis años.

El fenómeno fue producido por las gruesas y velludas manos de mi ayo Julián Patojo, que tal era su apodo, quien tomó el empeño en despertarme a toda prisa, y en hacerme dejar mi caliente camita de cedro, y la sabrosa colcha de Juticalpa que me cobijaba.

Julián me habló entrecortado, casi perplejo.

—Levántate, vamos a la escuela. Mi maestro lo manda.

—¿A la escuela?, contesté yo sin comprenderle bien.

—Sí, a la escuela.

Como tenía plena confianza en Julián, que me llevaba, en Navidad, a ver los nacimientos y los títeres; en principio de cuaresma, a tomar ceniza; en Semana Santa, a visitar los monumentos; en Corpus, a contemplar los altares; y en las fiestas de Mercedes y de San Miguel, a admirar las churriguerescas mojigangas, dispuestas por los gremios, y los horribles diablos vencidos por la espada de nuestro patrono, no hice resistencia para dejarme vestir e ir a la escuela, que supuse cosa divertidísima.

Me vistieron de gala. Me pusieron unos calzoncitos de dril pardo que me daban hasta los tobillos — en aquel tiempo no usaban vestidos cortos ni los niños ni las chicuelas — una limpia y muy planchada camisa de olán, abotonada por detrás, y con revuelos en las mangas; me calzaron suaves y negrísimas cutarras de polvillo; y me taparon con un sombrerito de vicuña, que era mi mayor lujo, pues solo salía a la luz cuando nuestra argentina campana del reloj daba estrepitosos repiques, anunciando las grandes festividades.

Ya vestido y emperendengado, me dieron mi chocolate con mascadura. Entonces no se tomaba café. Se tomaban tragos… al decir de las viejitas, se entiende, de chocolate. El café se recetaba para curar las indigestiones y dolores de estómago.

Cediendo quizá a la misteriosa influencia de un presentimiento, volví los ojos con el alma oprimida, al patio y corral de mi casa; a los naranjos cargados de fragantes azahares y de doradas frutas, y a los hojosos y verdes piñones, a las extendidas y lujuriosas ayoteras, y a la milpa susurradora, ya en jilotes, cuyas finas cabelleritas de oro flotaban agitadas por el viento. Julián me tomó de la mano, caminamos una cuadra, torcimos por el callejón de la Casa de Moneda, llamada todavía Caja Real, aún sin haber tal Caja ni tal Rey; y bajamos la empinada cuesta de la Hoya o de la Joya, verdadero arrificio para los transeuntes.

Algo cansado, y entre descreído y crédulo, dije a mi ayo:

—Julián, ¿te quedarás conmigo en la escuela?

—Sólo voy a dejarte, me contestó concisamente.

—¡Pues no voy a la escuela!

—¡Pues vas!

Apelé a la fuga, pero Julián me cortó la retirada, me echó sobre sus hombros, o me cargó a tuto, como se dice en esta tierra, y todo fue concluido.

Ya capturado, mis gritos fueron horribles: solo podían compararse con los chillidos de los lechones que, de cuatro a cinco de la mañana, se degüellan en nuestros corrales, empleando muy lentos y muy bárbaros procedimientos. Cayendo que levantando sobre un tosco y desigual empedrado, llegamos a la puerta de la escuela.

Yo no entré, me entraron: era un cuerpo superpuesto en las anchas espaldas de Julián. Me dejó casi botado en el duro suelo, formado de viejos ladrillos llenos de profundas grietas, único asiento para los discípulos. Mi ayo, al dejarme, me miró con toda la ternura de que era capaz, y dió un suspiro. Me equivoco. No suspiró, bufó. Por esto creo a veces que mucho me quería. Fácilmente se puede fingir un suspiro; con dificultad se puede bufar con la desesperación de un bruto.

Mis desaforados gritos cesaron al ver a mi maestra, severa, imponente, sentada en un butaque forrado de suela negra y lustrosa, por el antiguo uso, y sostenida por tachuelas doradas en otros tiempos y mejores días, pero entonces de color plomizo.

No grité, sollocé; y con mis ojos empañados por las lágrimas, me fijé en que mi maestra era una mujer de treita y cinco a cuarenta años; encorvada por su penoso oficio de costurera, de pómulos salientes y rojizos por la tisis que la acechaba; de cejas pobladas y fruncidas; de ojos redondos como los del buho, vivísimos y amarillentos por la irritación de la bilis; de gran lunar canelo, cercano a su chata nariz y lleno de numerosos y ásperos pelos negros; de pronunciado y grueso bozo, que parecía escaso bigote de indio; de labios morado obscuro, que nunca tenían una sonrisa; de dentadura de blanco y purísimo esmalte; y de tal expresión en todo su conjunto, que me hace decir, por la dureza y el rigor que revelaba, que era, sin hipérbole, un Rufino Barrios con enaguas.

Si la vista de mi maestra me causó extraordinaria y dolorosa impresión, también me la produjo el aspecto de la pobreza, rayana en la miseria, que mostraba la honrada casa de mi escuela. La pequeña sala, que estaba cubierta entre dos cuartitos llenos de lobreguez, tenía las paredes revocadas con tierra blanca, y su techo estaba cubierto de mal ajustadas tablas, blanqueadas con cal, podridas por las goteras, y en las que no escaseaban telarañas de todas formas.

En cuanto al mobiliario, aparte del butaque de mi maestra, atenuadas las primeras emociones que me sobrecogieron, bien pude formar el pequeñísimo inventario que sigue: Una antigua banca de ocote fino, como de cuatro metros de largo por medio de ancho; en ella ponían las discípulas sus pañuelones y los discípulos sus sombreritos. Sobre la banca, y en la medianía de la pared, pendía de un clavo gemal una imagen de Nuestra Señora del Carmen; la silla, de alto respaldo de propiedad de ña Encarnación, hermana mayor de mi maestra; y una mesa de pinabete, que a duras penas podía sostenerse y que, entre dos reglas carcomidas tenía un cajón o gaveta que se abría tirando de una cabulla en forma de gaza o agarradera.

Al pie de las paredes que formaban el cuadrilongo de la sala, se hallaban sentadas mis condiscípulas, con sus canastas de costura, y mis condiscípulos con sus cartillas de San Juan, sus Catecismos por el padre Ripalda, sus Catones Cristianos y sus cartas manuscritas según el grado de su aprovechamiento.

Por lo que llevo referido, se deja ver que mi escuela era mixta, al estilo norteamericano, pues vivíamos bajo el mismo techo escolar niños y niñas de todas las las clases sociales. También era gratuita. Mi desinteresada maestra no cobraba ni un centavo por su enseñanza. Si los padres de familia le hacían algún obsequio, lo recibía con agrado y reconocimiento; si nada le obsequiaban, quedaban tan satisfecha como si le hubiesen hecho los mayores presentes. Igual carácter tenían las demás escuelas primarias, por lo común, dirigidas por señoras y señoritas solícitas y virtuosas, entre las cuales se contaban la maestra Bernardita, las maestras Borjas, la maestra Isidra Díaz, y la maestra Eustaquia Gil. ¡Que en alguna parte reciban la recompensa de sus trabajos en pro de la enseñanza de los pobres niños de su pueblo!

Mi llegada a la escuela fué acogida con un verdadero, pero reprimido sentimiento de simpatía.

A poco de haber sido echado al suelo, mi maestra me llamó:

Vení acá, charoludo llorón.

En el lenguaje de mi maestra, plagado de provincialismos, charoludo quería decir de ojos grandes y muy feos.

Por toda respuesta acudí tembloroso al lugar que ocupaba mi maestra. Me llevó al extremo opuesto en que estaba la banca.

Me puso de rodillas frente a la Virgen del Carmen, y me juntó las manecitas, colocándolas en actitud de implorar.

Colocado convenientemente, mi maestra agregó:

Rezá el Bendito.

Un copioso sudor frío corrió sobre mi cuerpo.

No podía rezar el Bendito, puesto que no lo sabía.

Vista mi aflicción, de los frescos labios de una de mis condiscípulas salieron cual una tierna y débil súplica, estas palabras compasivas:

—¡Si no lo sabe! ¡Pobrecito! ¡Tan chiquito!

¿Qué?… replicó mi maestra, irguiéndose indignada.

Ante aquel horrible ¿Qué? todas las juveniles cabezas se inclinaron, como movidas por un solo resorte, y no se oyó ni el más leve rumor.

Recobrada la disciplina, a tan poca costa, mi maestra me dijo el Bendito, alabado sea el Santísimo, tres o cuatro veces; y yo seguía su fuerte y llena voz, con mi triste vocesita ahogada por los sollozos.

Después añadió, menos enojada:

—Mañana será otro día, ñor quejitas.

Ahora vamos a ver la lección.

Tomó de la banca la cartilla que me había dejado Julián y me dió, muy despacio, las tres primeras letras del alfabeto, y me despachó diciéndome:

—Ahora a sentarse y a estudiar.

Volví algo repuesto a mi asiento, es decir al suelo; puse la cartilla sobre mis juntas piernas; y fijé con empeño la mirada en las letras del alfabeto, para grabarlas en mi cerebro con alma, vida y corazón.

Me hallaba medio consolado, aprendiendo mi lección, cuando al tomar dos bocados de mi almuerzo, que se me atragantaron, me conmovió el recuerdo de mi hogar. Recordé mis juegos infantiles al aire libre, los sonoros violincitos que fabricaba con las cañitas de maíz, las flautas y clarinetitos que formaba con los tallos huecos de las ayoteras, y los globitos que lanzaba al espacio, sirviéndome de pequeños carrizos que, con levísimo soplo, empujaban el líquido espeso, amargo y corrosivo del piñón.

Hacer tales recuerdos y volver al llanto, todo fué uno. Sin que yo lo advirtiera, cayó silencioso sobre la primera página de la cartilla. San Juan y su corderito y el alfabeto fueron inundados. Cuando me dí cuenta de tan horrible desgracia, quise salvarlos, pero mis medios de salvamento, que consistían en grandes frotaciones, fueron contraproducentes. El Bautista perdió cabeza y cuerpo; el cordero pereció como su santo precursor… y no quedó legible ni una sola letra del alfabeto.

Serían las cuatro y media de la tarde, cuando mi maestra me llamó para que diera la lección.

Hice un esfuerzo, y la dí como oidista aprendiz de música, de memoria. Me hizo repetir la lección, y se fijó en la cartilla, cuya primera página era una completa ruina. Sentí su enorme dedal de plata sobre mi cabeza, y aturdido oí estas palabras aterradoras:

—¡Conque me engañas, charoludo! ¿Qué se hizo San Juan? ¿Qué se hizo el Abecedario?

No supe qué contestar.

Y sin embargo, la respuesta era sencilla:

—La culpa es de mis lágrimas.

En la vida todo tiene compensación. Compensé la amargura del primer día de mi escuela oyendo, en mi hogar, al amor de la lumbre, los sabrosos cuentos de Nina, que era una de aquellas fieles y buenas criadas, tan sólo conocidas en el viejo tiempo: lo maravilloso del Pájaro del dulce encanto, los horrendos crímenes de la Reina envidiosa, las fazañas y diabluras de Pedro Urdemalas, las travesuras del astuto Tío Conejo, y las candideces y desdichas del imbécil Tío Coyote. Nina era una gran narradora, a quien hubiera puesto muy por encima de Andersen. Nina era, en mi concepto, un portento de sabiduría y de gracia en el decir.

Al día siguiente, convencido de que por la razón o por la fuerza debía ir a la escuela, con la resignación de un mártir fuí con Julián muy temprano a comprar una nueva Cartilla.

El programa de enseñanza de mi escuela era muy corto y elemental:

Lectura, en letra de molde;

Lectura, en letra de carta;

Doctrina cristiana;

Tabla de multiplicar; y

Escritura, con pluma de ave, o con pluma de acero.

En cuanto al sistema disciplinario y penal, puede asegurarse también que era sencillo, aunque no corto, y un tanto pesadito:

Faltas levísimas, uno o más dedalazos en la cabeza;

Faltas leves, hincarse sobre gruesa arena o granos de maíz, por una o más horas;

Faltas graves, la misma pena, con la añadidura insignificante de tener los brazos en cruz y con un tenamaste en cada mano;

Faltas más graves, palmetazos en las manos y disciplina en la espalda;

Faltas gravísimas, palmeta o chirrión en las posaderas descubiertas;

Por reincidencia en las faltas graves, más graves y gravísimas, sentar al criminal en una silla, con la cabeza enflorada y con dos enormes orejas de burro.

Estímulos, premios o recompensas, en la escuela: 0, 0, 0.

Pero es necesario ser justo. Cuando uno concluía la Cartilla, el Catecismo o el Catón, había recaudo de la maestra para que dieran al discípulo, en su casa, melcochas, orchata y agua de canela.

Pasaban los días, las semanas y los meses, y yo seguía penosa y lentamente el programa de enseñanza de mi escuela. Como el esclavo llega a habituarse a despiadada servidumbre, así llegué a a acostumbrarme, triste y resignado, al régimen impuesto por mi maestra.

Casi todas las escenas que presenciaba en mi escuela tenían subidos tintes de melancolía. ¡Cómo recuerdo el campanazo de las doce! Ña Encarnación, recta y delgada como un fino espárrago, salía de la cocina con una sartén de frijoles brutos, un plato con seis tortillas y dos tajadas de queso, de muy notable transparencia.

—Colaca, Eugenia, está el almuerzo.

Mi maestra dejaba su costura y ña Eugenia, su hermana menor y de bella presencia, con las mejillas encendidas por la tisis pulmonar, salía tosiendo de su lóbrego cuartito.

Aquellas tres mujeres tomaban en la mano sus dos tortillas, les echaban unos frijoles, que sazonaban despolvoreando las tajaditas de queso; y sin hablar, ora de pie, mirando vagamente al cielo, ora sentadas en el umbral de la puerta de la salita, almorzaban tranquilamente. ¡Honradas mujeres! ¡Con qué resignación cargaban la pesada cruz de su pobreza! Durante años, jamás las oí manifestar un deseo, exhalar una sola queja, rebelarse contra la suerte que les imponía las mayores privaciones. El almuerzo sólo era interrumpido, algunas veces, por un golpe de tos de ña Eugenia, que dejaba sus tortillas a medio comer, porque la pobre se asfixiaba.

—¿Sufres Eugenia? preguntaba mi maestra.

—Sí, Colaca.

Ña Encarnación daba un profundo suspiro y llevaba la sartén y el plato a la cocina: mi maestra conducía del brazo a su hermana y se fijaba como sin interés, en el suelo, para ver si había mucha sangre en los esputos de la enferma. Ña Encarnación, abatida, iba a apagar el fuego que causaba gasto y a buscar chiribizcos para renovarlo: mi maestra volvía a su butaque; y sombría y firme, seguía cosiendo para ganar el pan de cada día. Ña Eugenia seguía tosiendo sin quejarse ni pedir nada. ¡Tales escenas me desgarraban el alma!

La monotonía en los usos y prácticas de mi escuela, sólo se interrumpía los viernes de Cuaresma en que mi maestra, al amanecer, se bañaba con sus discípulas en el Río Grande; y los días en que llegaba el Maestro Pablo con su violín o don Bernardo Filiche, a tomar chocolate a eso de la siesta.

Mi maestra está fresca, decíamos los viernes, llenos de alborozo; y en efecto, la frescura de su cuerpo como que refrescaba su alma, tornándola en suave y bondadosa. En días tan felices no había rezongos ni coscorrones; podíamos jugar algunas horas Cucumbé y Nana Abuela, en el patiecito de la casa, y la maestra hasta nos dirigía la palabra con cariño, por lo común para contarnos alguna anécdota picante.

El maestro Pablo llegaba de ordinario, por la mañana, después de haber oído misa entera en la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes. Era recibido con inusitadas muestras de alegría; se repatingaba en el sillón de cuero, templaba su violín y nos hacía oir los más caprichosos preludios. La animación crecía y crecía, a medida que el artista multiplicaba sus preludios; y, al fin, mi maestra daba la anhelada voz de mando, diciendo:

Vaya, muchachas!

Era de ver el júbilo retratado en todos los semblantes, como transfigurados por el arte de la música.

Unas cantaban:

Flor dorada que entre espinas
Tienes trono misterioso.

Otras:

Perdí mi corazón ¿lo habéis hallado,
Ninfas del valle en que penando vivo?

Pero el entusiasmo rayaba en el delirio, cuando el maestro rascaba casi con furia su violín e iniciaba, para coro, el cantarcillo popular, de legítima procedencia española:

Mañanitas, mañanitas,
¡Como que quiere llover!
Así estaban las mañanas
Cuando te empecé a querer.
Eres clavel, eres rosa,
Eres clavo de comer;
Eres azucena hermosa
Cortada al amanecer.

No soy clavel, no soy rosa,
No soy clavo de comer,
No soy azucena hermosa
Sino una infeliz mujer.

Chémala, agitando piernas y brazos, unía su vozarrón al concierto o desconcierto, y se hacía sobresaliente, y daba un do de pecho en aquello de:

Ya tocaron la diana,
Mi coronel lo mandó;
Abrí tus ojos, mi alma.
Chatilla, ya amaneció.

De repente, un olor a chorizo asado y a frijoles y queso fritos, se transmitía de la vecina cocinita del maestro a la sala de la escuela. El maestro, que tenía muy buenas narices y muy buen estómago, lo percibía en el acto. Guardaban el violín a toda prisa y decía, dominado por el apetito:

—Adiós, Colaca, la Dolores me espera; voy a almorzar.

Y nosotros quedábamos con la mayor de las tristezas, con la tristeza que deja el exceso del placer.

Cuando llegaban visitas, hacíamos una rápida evolución, girando sobre nuestro propio cuerpo, para presentar la espalda a la visita y tener la cara frente a la pared. Evolucionábamos de esa suerte para no ver lo que no nos importaba ni acostumbrarnos a tragar palabras, según decía mi maestra. En esto tal vez andaba un tanto desconcertada, pues con el rabo del ojo lo veíamos todo, y como la distancia era muy corta, nos poníamos muy al corriente de la conversación.

La evolución era, de ordenanza, hacerla con la mayor presteza cuando entraba de visita don Bernardo Filiche, el grande y buen amigo de mi maestra. Don Bernardo no era tal Filiche, sino Reyes; pero a su cuerpo delgadito y pequeño y a su cara seca y muy blanca, los hacedores de comparaciones le hallaron semejanza con el cuerpo y la cara de un señor Filiche, uno de los primeros cómicos de la legua, que allá por los años de treinta y tantos vino de España. Por comparación, pues, mis desocupados paisanos filicharon a nuestro don Bernardo.

Después de cariñosísimo saludo y de hablar del calor, o del frío, o del tiempo, mi maestra preguntaba, dulcificando su voz cuanto le era posible:

—¿Ya tomaste tragos, Bernardo?

—No, Colaca; vengo a tomarlos con vos.

Mi maestra se levantaba contentísima, salía presurosa bebiéndose los vientos, y hablaba unas pocas palabras con ña Encarnación, encargada del arte culinario. Acto continuo, Chémala salía a todo escape con dirección a las pulperías de Don Camilo, y a poco regresaba bañado en sudor y jadeante, trayendo en un plato dos tablillas de cacao guayaquil, dos panes de yema o dos cemitas, y una onza de mantequilla olanchana, bien envuelta en áspera tusa. ¡Momentos felices para nosotros! Mi maestra tomaba sus tragos de chocolate con Filiche, platicaba con vivísimo interés y nos olvidaba por completo. ¡Qué dicha! Podíamos respirar con libertad. Dios me perdone; pero aunque Filiche era casado y mi maestra era refractaria a los tiernos sentimientos, sospecho que en aquellas dos almas había algo así como el germen de un amor…

Tomado del Libro de Lectura de Quinto Grado, por Miguel Navarro. 1945.

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