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Pompilio Ortega

Nació en La Libertad, Comayagua (1890), falleció (1959). Autor de: Nociones de agricultura. Tegucigalpa, 1921, El cultivo del café en Honduras. Tegucigalpa, 1946, Patrios lares. Tegucigalpa, 1946, y numerosas cartillas relativas al cultivo del cafeto. De acuerdo a José Reina Valenzuela, «dedicó sus estudios no solo al agro hondureño sino a recopilar sus tradiciones y leyendas, recogiendo pacientemente la música nacional en pueblos y aldeas para formar el alma musical de nuestro folklore».

Tomado de «Diccionario de Escritores Hondureños». Mario R. Argueta. Editorial Universitaria. U.N.A.H.

Jazmines del Cabo

Por: Rafael Heliodoro Valle

¿Por qué causas misteriosas
la música de un violín
o el perfume de un jazmín
nos recuerdan muchas cosas?
Sortijas de aguas preciosas,
pañuelos de raso y tul,
cartas dentro de un baúl,
valses del tiempo pasado,
y lo del cuento azulado:
«Este era un príncipe azul».

Esa flor nítida es una
cosa de la primavera:
un jazmín que ella nos diera
en una noche de luna.
Quién sabe por qué fortuna
esa romántica flor
puede expresar el temblor
sutil que en el alma vive,
eso que nunca se escribe
en una carta de amor.

Suave la hacen los cariños,
triste las penas secretas,
y la arrancan los poetas
y la deshojan los niños.
Si está sobre los corpiños
su perfume nos evoca
el beso, cuya miel loca
deja sobre el corazón
la inefable sensación
de una hostia en la boca.

Cuando en los días primeros
se conjuga el verbo amar
sus flores en el solar
se abren a los aguaceros…
Días tibios y ligeros,
días de balcón y esquela
de rondar la callejuela
y de escribir madrigales;
páginas sentimentales
de nuestra mejor novela.

Días de embriaguez divina,
—todo por unas pestañas—
cuando se ven las montañas
coronarse de neblina.
Cuando hay una bandolina
temblando ante rejas raras,
cuando se cunden las varas
de jazmines y de rosas
y parecen más hermosas
las noches frescas y claras…

Y cuando el alma, en su brío,
lo que tiene el jazmín toma:
si al abrirse, riega aroma,
si al sacudirse, rocío.
Si alguien nos dice «eres mío»
todas las cosas son bellas,
y nuestras móviles huellas,
de pálidos soñadores
van sobre puentes de flores
y bajo palios de estrellas.

Entonces en giro blando,
son —envueltas en aromas—
hacia el viento las palomas
jazmines que van volando…
En esos días­ es cuando
tenemos palacios reales
con terrazas de cristales
y bruñidos pavimentos
y son de verdad los cuentos
de los reyes orientales.

Jazmines de sedas finas
y de carnes aromosas,
y más buenos que las rosas
porque no tienen espinas.
Platas de fragantes minas,
incensarios de placer,
novios para la mujer
sin novio que haga canciones,
quieren como corazones
cuando se dan a querer.

Y aquellos de la sumisa
edad cuando nos ensalma
la novia, el jazmín del alma,
la hostia, el jazmín de la misa.
Y los que peina la brisa
cuando moja los barrancos,
los que están junto a los bancos
y los parques y los muros;
jazmines bellos y puros
como algunos dientes blancos.

Los de silvestre hermosura
que eran —con piedad contrita—
regados por la abuelita
en la madrugada pura.
(La abuela por su blancura
en el recuerdo me sabe
a un jazmín de lo más suave
que se coge en los sembrados,
un jazmín de los lavados
con el agua de la llave…)

Es jazmín con viejos oros
el marfil de los pianos.
¡Yo he visto volar dos manos
sobre jazmines sonoros!
Con sus egregios decoros,
como nacido entre brumas,
daba el champán sus espumas
en las copas champañeras,
entre un blancor de pecheras
y de abanicos de plumas…

Niña de mi devoción,
déjame que ahora duerma
viendo el brillo de la esperma
esparcida en el salón.
Me acuerdo, con la emoción
casta del primer anhelo
de tus mejillas de cielo;
de blancura adorable
y hasta del inolvidable
perfume de tu pañuelo…

¡Oh, Julieta, oh, Margarita!
tu evocación es al fin,
a manera de un jazmín
de primavera bendita.
¡Oh, balcón de aquella cita
por lo romántica, loca,
pues cualquier palabra es poca
para decir lo que yo
sentí cuando ella me dio
de comulgar en su boca!

Jazmines de noble cuna
los de mis cánticos; puestos
a serenarse en los tiestos
que trasplanté de la luna.
¡Buenas noches! En la bruna
tiniebla un surtidor mana.
¡Jazmines hasta mañana!…
De aroma haciendo derroche,
entrad, porque en esta noche
quedó abierta mi ventana.

Imagen por ccmerino.

Rafael Heliodoro Valle

Por: Marcos Carías Reyes

Para nosotros continúan siendo los de «Jazmines del Cabo» los versos más queridos y familiares de Rafael Heliodoro Valle. Otros más hondamente sentidos nos habrá dado su armoniosa lira: «Víspera de la Muerte»; otros de más complicada factura; algunos tal vez más finos, mejor acabados; pero «jazmines del Cabo» no se han borrado de nuestra memoria — y hace ya buen rato que los leyéramos por vez primera. Esta persistencia que ha dominado suavemente, musicalmente, al olvido, sólo la adquieren aquellos seres, aquellas cosas, aquellas palabras, que se grabaron muy hondo, con intimidad de hogar, con esa dulzura propia de los recuerdos infantiles que, quizás borrados periódicamente, se presentan, de improviso, en medio de las asperezas y de las mutaciones de la realidad cotidiana, como revienta de modo inexplicable un lirio en un predio lleno de cardos.

¿Por qué tienen ese privilegio algunos sitios, palabras o aires musicales; o ciertos perfumes y colores? ¿Por qué ese poder de evocación, seducción, con que nos atraen y nos conquistan? Eso nos ha ocurrido con «Jazmines del Cabo», en los cuales el poeta formuló idéntica pregunta:

«Por qué causas misteriosas
la música de un violín
o el perfume de un jazmín
nos recuerdan muchas cosas?

Igual que Luis Andrés, Heliodoro Valle nació en Comayagüela, mas no quiso ser «embrujado» y un buen día ató las maletas y marchóse a México. La urbe donde se alza con rotunda virilidad de su rebeldía el indio Cuatimozín, mostrando sus tensos músculos y el carcaj con las flechas que hicieran llorar a Cortés, lo adoptó como hijo suyo. Pero es que el insinuante muchacho de Comayagüela —tez blanca, marfilina, nariz patricia, palabra desbordada— era digno de tal adopción. Desde entonces, Heliodoro Valle sueña en Honduras, bajo su cielo, a la claridad del «lucero chilatero» y de la «luna lunera, cascabelera», pero vive en México.

El México Imponderable entregósele rendida y cabalmente con sus valles estupendos, sus negros o blancos volcanes, sus torrentes, sus ciudades, sus catedrales, sus conventos, sus duendes y sus jarabes y sus nopales. Y Heliodoro ha sabido hacer honor —altísimo honor— a tal entrega. Buena parte de su producción, entre ella algo de lo más fundamental y perdurable está dedicada a la tierra de Anáhuac. Y ésta vive y alienta: le da sus jugos y zumos; sus aguas y sus fuegos; sus personajes reales y sus mitos, en crónicas y relatos; en investigaciones históricas y etnológicas; en cátedras y estudios.

Desde el adolescente «Perfume de la Tierra Natal» a los poemas de «Contigo» han transcurrido varios lustros de labor fecunda y a la vez selecta. Porque Heliodoro Valle es un filigranista de la prosa, aunque escriba para el diario, entre el ruido de las máquinas y las urgencias del periodismo. Quedóse allá lejos el «Perfume de la Tierra Natal» con el «Rosal del Ermitaño»; creció el joven árbol; aferróse firmemente a la entraña telúrica mientras subían sus ramas hacia las nubes y se expandían en demanda de horizontes. Y advinieron muchos libros más. Poesía, Historia, Crónica, divulgaciones artísticas. Buzo audaz penetra en los océanos del pasado; acércase a Iturbide, lo atisba y lo retrata, desnudo, dentro del marco de su época. Incansable y minucioso investigador sacude el polvo de los viejos archivos, abre las ventanas, lanza fuera las polillas y hace que la luz penetre en ellos. Es así como nos halaga con las «Cartas de Bentham a José del Valle», «Bibliografía de Manuel Ignacio Altamirano», «Cronología de la Cultura», «Santiago en América»; con relatos de virreyes, de conquistadores, de marquesas y de bucaneros; con episodios de poetas o de generales en estas ubérrimas tierras de México y Centro América. Y van pasando cual en kaleidoscopio mágico las páginas de «El Espejo Historial», «Cómo era Iturbide», «El Convento de Tepotzotlán», «La anexión de Centro América a México»…

En sus recientes poemarios: «Unísono Amor», «Contigo», el Poeta encontró en su lira nuevas sonoridades; nuevas y extrañas entregas de amante absolutamente conquistada; y ni los años, ni los cactos, ni las nieves han agostado, secando su poderosa savia, a este magnífico artista.


Es Heliodoro Valle el más polifacético, el más difundido y fecundo de los escritores hondureños. Hombre poliédrico, todas sus aristas son brillantes. Catedrático, e incansable en el estudio, en la auto-educación, su cultura no sólo es vasta, sino también profunda y maciza. Pero, en la copa de ese robusto árbol viven muchos pájaros que trinan. Sus raíces se hunden bastante adentro en la Historia y en la Filosofía: por el tronco corre vigorosa la linfa del Ensayo; y en la copa dicen maravillosas frases el verso, la crónica y la anécdota. Es también Heliodoro Valle el más generalmente admirado, en el exterior, de los escritores hondureños. Su innata capacidad de trabajo, su inagotable dinamismo, lo utiliza en modo peculiar, en las labores a las cuales ha consagrado su vida: pertenece a la plana del «Excelsior», del cual es redactor permanente; colabora en innumerables revistas y diarios, en diferentes lenguas; edita sus libros; hace crítica; dicta conferencias; sirve cátedras; actúa en la radio. Una actividad mental y física asombrosa. Y no se piense que para desarrollar tan complicada labor vive encerrado en un gabinete. No. Asiste a reuniones culturales, se confunde en el tráfago cotidiano de la urbe, se divierte, viaja. Es increíble como lo ha logrado, como puede hacer todo cuanto ha hecho y hace y mantenerse todavía fuerte y optimista.

Aún vivía en nuestra mente la imagen del poeta de «Jazmines del Cabo», confundida con los gratos recuerdos de la niñez, cuando, en 1943, durante una breve visita, lo hallamos en México; naturalmente, no es el mismo joven de corte byroniano; muchos años han transcurrido. Sin embargo, su noble continente ha ganado con la aureola de su gran personalidad y no se añoran con pesar, como generalmente ocurre, los adornos juveniles que el tiempo ha ido marchitando.

Varias veces lo hemos encontrado, con posterioridad; siempre nervioso, ágil, atareado, exigiendo rendimiento máximo a cada hora; exprimiendo el jugo a cada minuto. Cuando efectuó la que no será —es la esperanza— su última visita a nuestra amada Tegus quisimos retenerlo bajo el alero familiar. Acudió, pero como de costumbre, con todos sus nervios trepidantes. Y, rápido, inquieto, el hombre que imperativamente exige al tiempo que se detenga: o corre con la velocidad de los segundos, interrogó respecto a varias personas, cosas, lugares y sucesos; dejó en nuestras manos un ejemplar de «Don Gil de las Calzas Verdes», literatura clásica castellana, ediciones de Manuel Altoaguirre y, luego: «está muy buena su biblioteca… está muy buena», ¡vaya… muy buena su biblioteca!— él que es un Gran Señor del Libro; él que no ha agotado todos los libros porque su sed es insaciable. Horas después rodábamos por una sinuosa carretera, bordeada de altos y nudosos pinos, con verdes follajes. El autor de «Éxtasis Humilde» colmaba nuestra ansiedad con su charla tan inagotable como amena. Y nos repetía sus cordiales apremios: «Esa carta debo llevármela. Usted me la dará… no es así?» Se trata de un pedazo de papel ya amarillento, escrito en el Cuartel de Artillería y enviado a nuestro señor padre. Mas, ese amarillento pedazo de papel está redactado de puño y letra y lleva la firma de Juan Ramón Molina. El altivo creador de «A una Muerta» incurrió cierta vez en el enojo del Presidente General Terencio Sierra y éste lo recluyó en el Cuartel de Artillería. Varios amigos del poeta quisieron ayudarlo recurriendo en demanda de amparo ante los tribunales de justicia y de ahí el origen de la carta que Heliodoro deseaba incorporar a sus colecciones autógrafas. Gustosos la hubiéramos cedido, pero la nota de Juan Ramón habíase extraviado entre los volúmenes. Días después dimos con ella, refugiada en las páginas de una antigua edición de la Biblia.

Durante la noche, entre nepente y nepente, en un corro de amigos — admiradores, Heliodoro Valle hinchó las velas de su conversación y cual peces voladores en mar azul revolotearon los recuerdos, las interrogaciones, los nombres y las anécdotas… ¡qué genial artista es Heliodoro Valle!

En su casa de San Pedro de los Pinos vive el poeta-pensador; el cronista-poeta; el historiógrafo-periodista y catedrático. Encontró compañera laboriosa y comprensiva en doña Emilia Romero, que vino de Lima, la de los azulejos, en una carabela de amor y literatura. Y, mientras él sueña, medita, investiga, trabaja, los jazmines del cabo siguen perfumando en tiestos de barro ¡aroma de jazmines del cabo, olor de tierra mojada!, bajo la claridad del lucero chilatero y de la luna mayor, en estas luminosas noches de Honduras y en sus diáfanos atardeceres.

Tomado del libro «Hombres de Pensamiento», por Marcos Carías Reyes. Colección Rescate del Libro Antiguo Hondureño.

Elogio a Medardo Mejía

Por: José María Palacios Mejía

Medardo Mejía

Por: José María Palacios Mejía

Frente a la entrada de la Facultad de Medicina de la Universidad de San Carlos, en Guatemala, cuando salíamos de una de las actividades del Primer Congreso Centroamericano de Estudiantes Universitarios, que ahí se había celebrado, se encontraba un señor a quien yo no conocía. Uno de los compatriotas que estudiaba en esa universidad, dijo: «es Medardo Mejía». Para entonces no había leído nada de él, pero sí era sabedor de quién se trataba, de su prestigio, de su renombre como escritor, como periodista, como poeta; en especial como un luchador por los derechos de los desposeídos del mundo. No pude dominar la emoción que me embargó, al sentirme frente a aquel hombre que desde muy niño había admirado, por las referencias que de él había escuchado de mi padre y de una tía, que lo conocían. De inmediato, me dirigí a él y saludándolo con la expresión —no sé de dónde me salió— de «hermano», le di un abrazo; con las dos manos me separó, viéndome con sorpresa y casi como con burla, para luego preguntarle a una persona que lo acompañaba, «y éste que me está tratando de hermano, ¿quién es?». Me sentí amohinado; él supo valorar el efecto que en mí había producido su actitud y, en un gesto muy cordial, me tomó del brazo y se interesó en conocer mi nombre, mi lugar de origen, en fin. Así principió una amistad que duró hasta su muerte. Antes de regresar a Honduras pasé a visitarlo en su lugar de trabajo e igual hice al año siguiente (1953), en tránsito hacia Rumanía, en donde tendría lugar otro evento estudiantil. En esta ocasión me obsequió su libro «Arévalo, el humanismo en la Presidencia», primero de su pluma que leí.

Cuando él estuvo de nuevo en el país, después de la caída del régimen democrático del coronel Jacobo Arbenz Guzmán, en la que jugó un papel vergonzoso nuestro gobierno, fui beneficiario de su sabiduría, en las conversaciones en que yo prácticamente sólo escuchaba y preguntaba. Hubo una época en que me llegaba a la Imprenta La Democracia de don «Milo» Ayes, en donde con frecuencia encontraba a Medardo, y era, en realidad, un verdadero deleite y una oportunidad de aprender, escuchar los diálogos en que, con profundidad, abordaban los más disímiles temas, en especial los que hacían relación a los problemas del país, había ocasiones en que se referían a cuestiones jurídicas, entonces, con suma prudencia, me atrevía a meter baza.

El 20 de octubre anterior se cumplieron cien años de haber venido al mundo en San Juan de Jimasque, aldea del municipio de Manto, en Olancho. Con ese motivo, el último número —tal parece que ya no habrá más— de la revista de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán que hasta esa edición dirigió el doctor Víctor Manuel Ramos Rivera, fue dedicado precisamente a tan ilustre olanchano. Y, también, la Secretaría de Relaciones Exteriores, con igual motivo, publicó un valioso libro, en el cual, así como en la revista, encontramos parte de su producción, en poesía, narrativa, ensayo, historia. Ahí volví a leer el estudio sobre el maravilloso poema de José Antonio Domínguez, «Himno a la materia»; volví a leer el «Canto a Victoria López», y otros trabajos más. Por primera vez me encontré con el poema a Edgar Allan Poe, con la polémica entre Salatiel Rosales y el padre Augustín Hombach, sobre la teoría del autor de «Origen de las Especies» y de «Origen del hombre». Me impresionó sobremanera su escrito autobiográfico «Refiere, Anisias, el paso de aquel milpero». En cuanto a narrativa, me ha hecho reflexionar «La silla vieja», tanto por el mensaje que contiene, como porque me ha hecho recordar un relato de José Saramago, intitulado «Silla», que aparece en la obra «Casi un objeto». El hondureño nos cuenta que «En el interior de la casa reinaba un silencio grande, grandísimo. A tal grado que dejaba oír el claveteo de la polilla en un libro desencuadernado», el portugués nos habla de que la carcoma (un coleóptero del género hilotrupes o anobium) va royendo el asiento de Antonio Oliveira Salazar hasta que se desploma la dictadura que por treinta y seis años hizo sufrir al pueblo lusitano. Es impresionante ver cómo dos escritores, que en distintas épocas y en situaciones diferentes, teniendo la misma concepción del mundo y de la sociedad, manejan mutatis mutandis una temática similar.

Termino estas líneas haciendo memoria de una anécdota de la cual fui testigo. Durante algunos años tuve el honor de formar parte de la planta de maestros del mejor centro de educación comercial que, así lo creo, ha habido en Honduras, el Instituto Héctor Pineda Ugarte, dirigido por el el licenciado don Gustavo Adolfo Alvarado, maestro y caballero distinguido, respetado y querido por los estudiantes; y no sólo por ellos. Pues bien, la historia que quiero contar es la siguiente; una tarde, a la salida de clases, estábamos Don Gustavo Adolfo, algunos maestros y varios alumnos, en amena conversación, a la entrada del colegio; en esos momentos pasaba Medardo por la otra acera, frente a la Imprenta López, con su andar cansino; el licenciado Alvarado le preguntó a los estudiantes: ¿saben ustedes quién es ese señor? Los muchachos contestaron que no lo conocían; el maestro, entonces, les dijo, con mucho énfasis y en tono admonitorio: «Pues tienen el deber de conocerlo, ahí va el cerebro mejor organizado de Honduras, se llama Medardo Mejía».

Tegucigalpa M. D. C., diciembre de 2007

Tomado de la «Revista de la Academia Hondureña de la Lengua». Enero-junio de 2007.

Panorama General de la Novelística Hondureña

Por: Helen Umaña

Finalizando la década de los cuarentas, el crítico salvadoreño Gilberto González y Contreras escribió: «no es el de Honduras clima propicio a la novela, que no tiene ascendencia ni continuidad.» Una especie de punto muerto que negaba tanto el pasado como el futuro del género en el país. El eco de estas palabras todavía resuena en distintos ámbitos culturales, inclusive dentro del propio país. El «En Honduras no hay novela», es un eco lejano de tales palabras que la historia se ha encargado de echar por tierra.

En Honduras, la entrada de los escritores al campo de la novela fue tardía. Condicionamientos adversos de toda índole atrasaron su desarrollo. Pero no lo impidieron. Algunos escritores y escritoras —coincidiendo con la apertura educativa impulsada por el régimen liberal de Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa— iniciaron el camino. Desafiando las limitaciones del medio, a fines del siglo XIX, se dieron a la tarea de pergeñar historias. Las perecederas páginas de periódicos y revistas les dieron el primer albergue. Poco a poco —al adquirir mayor seguridad— alcanzarían la relativa perennidad del libro.

El anterior ha sido un proceso con altibajos.

Una lenta adquisición de instrumentos técnicos y formales hasta lograr equiparse —en las últimas décadas del siglo XX— a lo que se realiza en otros países del área centroamericana. La historia de esa difícil andadura, así como el resultado del trabajo realizado, ameritan ser conocidos y valorados. Ello, para un mejor entendimiento del país, de Centroamérica y de Latinoamérica en conjunto.

Formalmente, sobre todo en los primeros tramos del sendero, quizá no sea pertinente exigirle un recorrido sui géneris, una técnica innovadora. Ello sería ubicarnos fuera del contexto histórico. Es inobjetable que esa fue una etapa de balbuceos narrativos, tal como lo ilustran los primeros textos de Lucila Gamero de Medina (Amelia Montiel, 1892; Adriana y Margarita, 1893 y Páginas del corazón, 1897) o el elemental trabajo de Angelina (1898) de Carlos F. Gutiérrez. Inclusive, andando el siglo XX, tampoco se abrió camino extra fronteras. Pero, en el proceso de desarrollo, lentamente, la novela ganó presencia y seguridad.

Actualmente, podemos hablar de un número aproximado de cien autores y autoras de textos novelísticos que, en conjunto, contabilizan alrededor de ciento setenta y cinco obras.

Después de leer la mayoría de esos trabajos hemos llegado a las siguientes conclusiones:

1. El canon romántico, dentro del cual nace la novelística hondureña, es persistente y se mantiene a lo largo de la pasada centuria. Lo inicia Lucila Gamero de Medina y lo sostiene, hasta bien entrado el siglo XX, Argentina Díaz Lozano. Con Froylán Turcios —que apuntala su expresión mediante la sabia asimilación del modernismo— el romanticismo incursiona, con buen pie, en el universo de la literatura fantástica, ese brumoso y ambiguo mundo que, con las sutilezas de la duda, deja entrever la existencia del misterio y de lo inexplicable (vr.gr., El fantasma blanco, 1910 y El Vampiro, 1911).

2. Con las complejidades de los movimientos de vanguardia, en cercano parentesco con la literatura fantástica o neo fantástica, en las tres últimas décadas del siglo XX, despuntan expresiones en deuda con lo real maravilloso y con el realismo mágico de Julio Escoto, El árbol de los pañuelos, 1972; César Rodríguez Indiano, Azul maligno, 2000). Sin faltar los autores que acuden a las modalidades de la ciencia ficción (Orlando Henríquez, Cuando llegaron los dioses, 2001).

3. Las escritoras y escritores hondureños, casi sin excepción, han hecho de la novela un instrumento de reflexión, de búsqueda de sí o de la problemática social. Esto puede aplicarse tanto a los que han dirigido sus preocupaciones a temas fantásticos, aparentemente evasivos (Froylán Turcios), como a aquellos que, en una lectura parcial o superficial, parecieran no haber rebasado la órbita sentimental y romántica (Lucila Gamero y Argentina Díaz Lozano). Desde los iniciales textos de arquitectura novelística deficiente, pero de honda raigambre social y humana (Bajo el chubasco de Carlos Izaguirre y La heredad de Marcos Carías Reyes), hasta los libros de seguro caminar, de dominio de las claves del arte narrativo (Una función con móbiles y tentetiesos de Marcos Carías; Rey del albor, Madrugada de Julio Escoto; La guerra mortal de los sentidos de Roberto Castillo; La turca de Jorge Luis Oviedo; Zona viva de Galel Cárdenas y Big Banana de Roberto Quesada). Desde las obras de impronta costumbrista y regional (El gringo lenca de Arturo Oquelí; Mis tías «Las zanatas» de Marco Antonio Rosa), pasando por ambientes cosmopolitas (El prófugo de sí mismo y Liberación de Arturo Mejía Nieto), hasta llegar a los thriller de influencia hollywoodense (El mensaje final, El IV Reich El regreso de Hitler de Otto Martín Wolf).

4. Como en toda Latinoamérica, la inquietud por dilucidar el ser nacional ha sido fecunda. Sus manifestaciones son amplias y caminan a lo largo del siglo recién finalizado. La preocupación indigenista en Ángel Porfirio Sánchez (Ambrosio Pérez, 1960). La apasionada reflexión sobre el binomio civilización-barbarie en Marcos Carías Reyes. La amplitud totalizadora del todavía no bien comprendido Carlos Izaguirre. El sensitivo lente de Julio Escoto, iluminando, paso a paso, las sucesivas etapas del pasado nacional. La mirada crítica en la perspectiva histórico literaria de Marcos Carías (La memoria y sus consecuencias, 1977). El creativo e incisivo sentido lúdico de Roberto Castillo que, asignándole calidad de símbolo totalizador del país, inquiere sobre una de las lenguas indígenas desaparecidas (La guerra mortal de los sentidos, 2002). La tenaz búsqueda de Marta Susana Prieto por llegar a las fuentes primeras forjadoras de la cultura hondureña. (Memoria de las sombras, 2005).

…Carías Reyes, a la preocupación por el criminal olvido del factor humano en la explotación minera que destaca Matías Funes (Oro y miseria o Las minas del Rosario, 1966). De los épicos días de la inicial penetración en la Costa Norte observados en Juan Ramón Ardón, con las asechanzas del anópheles, la barbamarilla y el colmillo de la fiera (Al filo de un guarizama, 1971), a la glorificación de la hazaña personal que tiende un velo sobre la masa humana que levantó los emporios del ferrocarril y del banano en Otto Martín Wolf (Amos del trópico, 2000). Sin faltar el señalamiento del dominio cultural mediante la instrumentalización de las sectas religiosas en Jorge Medina García (Cenizas en la memoria, 1994).

6. La situación explosiva del agro se ha ventilado con solvencia. Marcos Carías Reyes (Trópico, 1971), Carlos Izaguirre, Ramón Amaya Amador, Paca Navas de Miralda (Barro, 1951), Arturo Mejía Nieto (El tunco, 1932), Roberto Quesada (Los barcos, 1988) y Manuel de Jesús Pineda (Señas del abismo, 1988) han escrito páginas ejemplares. La explotación obrero campesina y su cauda de violencia cotidiana (salarios de hambre, barracones, insalubridad y muerte). La voracidad extranjera y su indispensable soporte en el servil entreguismo de políticos corruptos. El aparato militar al servicio de terratenientes y corporaciones transnacionales. Los artilugios legales que profundizan la extracción y el saqueo. El descontento y la respuesta popular.

7. El sufrimiento y la devastación provocados por las guerras civiles en cincuenta años de la historia, recorren las páginas de la novela hondureña. Desde el casi desconocido fragmento «La cacería del hermano» (1925) de Froylán Turcios, hasta llegar a Biografía de un machete (1999) de Ramón Amaya Amador. Y dentro de estos dos extremos, han ventilado el tema, entre otros, Lucila Gamero de Medina, Arturo Mejía Nieto, Argentina Díaz Lozano, Carlos Izaguirre, Ángel Porfirio Sánchez, Juan Ramón Ardón, Marcos Carías Reyes, Julio Escoto, Marcos Carías, Alfredo León Gómez…

La denuncia contra la expansión imperialista constituye un rubro destacado. Desde el descarnado realismo social con el cual Ramón Amaya Amador enfrenta el infierno verde de las bananeras (Prisión verde, 1950), a los textos de Julio Escoto remozados con la incorporacioń del mundo de la cibernética.

8. La relación entre el hombre y su entorno tampoco ha sido olvidada. Ángel Porfirio Sánchez y las imponentes caobas abatidas, río abajo, hasta llegar al vientre voraz de gigantescas embarcaciones, en ruta hacia los puertos del mundo. César Rodríguez Indiano poniendo el dedo en la llaga del falso ecologismo y denunciando a criminales consorcios industriales, en labor de acelerado exterminio del lago de Yojoa y de las costas hondureñas.

9. La complejidad del mundo indígena se ha enfocado dentro de una gama de alternativas. La romántica visión de Emilio Murillo (Isnaya, 1939) y Ramón Amaya Amador (El señor de la sierra, 1987). El abandono y la pobreza como parte inherente al sistema económico-social injusto y la inmersión del indio en un mundo degradado y abyecto en Ángel Porfirio Sánchez. Argentina Díaz Lozano y sus aristas eurocéntricas (Mayapán, 1950). La postura crítica de Julio Escoto insistiendo en la necesidad de asumir la raíz indígena de nuestra cultura (Bajo el almendro… junto al volcán, 1988). El rigor inquisitivo y la vuelta a valores de culturas ejemplares que plantea Roberto Castillo. La perspicacia intuitiva de Gipsy Silverthorne Turcios (Ojos de los perros mudos, 1993).

10. El oscuro y corrupto mundo de la política ha sido ventilado con amplitud. El involucramiento del estado en agresiones extra fronteras al servicio de intereses extranjeros. El constantemente renovado tema del dictador. La exposición de la crueldad de los métodos represivos. El contubernio de los políticos y militares en voraz adquisición de riqueza. Los imperativos de la doctrina de la Seguridad Nacional dirigidos al aplastamiento de la disidencia: el secuestro, la cárcel clandestina, las torturas, el desaparecimiento de los cuerpos. Ramón Amaya Amador (Destacamento rojo, 1962); Jorge Luis Oviedo (La gloria del muerto, 1987); Longino Becerra (Cuando las tarántulas atacan, 1987); Manuel de Jesús Pineda y César Lazo (Camaleón que se se duerme, 1999) dicen mucho al respecto.

11. La introspección. La vuelta al yo. La inacabable interrogación sobre los problemas existenciales. El lanzarse a la dilucidación de la condición humana ha ocupado lugar. La profundidad reflexiva de aplicabilidad general en Arturo Mejía Nieto (El prófugo de sí mismo, 1934 y Liberación, 1939). El perspicaz buceo en las entretelas de sí mismo en Roberto Quesada (El humano y la diosa, 1996). La búsqueda de universalidad en Galel Cárdenas (Zona viva, 1991).

12. La mirada crítica, comprensiva o ácida sobre el hombre y la sociedad, ha dejado una trayectoria de gran dignidad mediante el empleo del humorismo, de la ironía o del sarcasmo. El desprejuicio y la acre visión de la sociedad en Emilio Mejía Deras (Un detective asoma, 1932). La sarcástica palabra de Daniel Laínez (La Gloria, 1938). La desmesura deliberadamente grotesca en Jorge Luis Oviedo (La turca, 1988). El delirio futbolístico, la manipulación popular por parte de los medios de comunicación social en Galel Cárdenas (Fiebre sin fin, 1999).

13. Amplio es el venero de lo popular. Despliega su riqueza la expresión verbal, plena de ingenio y vitalidad: regionalismos, vulgarismos, juegos de palabras, refranes, coplas y chascarrillos. El acopio de mitos, leyendas y supersticiones. Lo pintoresco de las costumbres. Sin faltar el sabroso olor de las comidas o la volátil tentación de los extractos del coyol y del maíz. En sentido estricto, ningún novelista ha dejado de acudir a esta rica cantera. Con frecuencia es el único aspecto que redime o justifica a muchos de los textos.

14. El número de las mujeres novelistas es nimio. De los autores estudiados sólo doce dejaron una obra completa. Un dato que proclama una situación de preocupante marginalidad (¿o auto-marginalidad?) en razón de género. Sin embargo, la iniciadora de la novela fue: Lucila Gamero de Medina. Este hecho, a pesar de las pruebas documentales, se ha negado o soslayado en diversos estudios sobre la literatura hondureña. Pero ella no sólo fue pionera. Su continuado trabajo la convirtió en una de las autoras más prolíficas del país. Y de la más conscientes sobre puntos torrefactos del entorno. Especialmente: llamó la atención sobre la situación de desventaja de la mujer con relación al hombre y de la importancia de: la educación como requisito indispensable: para que asumiera un papel más efectivo y protagónico en el desarrollo social. Ejemplar es, también el caso de Argentina Díaz Lozano. Al igual que Gamero su acendrado romanticismo no fue óbice: para el olvido o la abstracción de la problemática social. Y no sólo de Honduras. Sus novelas poseen importantes aperturas hacia el área centroamericana. Con frecuencia, como ha sucedido con Gamero de Medina, su aporte, en forma absoluta ha sido ignorado o soslayado por los comentaristas. Por otra parte, otras autoras llevaron a la ficción una temática múltiple. Además de las mencionadas tenemos a Isabel Laínez de Weitnauer con Almas gemelas (1948) y Herminia Cisneros con Tiempo de nacer … tiempo de morir (1998).

15. Con mayor o menor acierto, las escritoras y escritores hondureños han cubierto casi todo el espectro de las diversas modalidades novelísticas. Sin que ello represente compartimientos estancos, podemos hablar de novelas de espacio (Prisión verde, Barro, La guerra mortal de los sentidos); de personaje (El árbol de los pañuelos, Zona viva, Big Banana); de acción (Los amos del trópico); sentimental (Blanca Olmedo); feminista (Aida); psicológica (El prófugo de sí mismo, El humano y la diosa); fantástica (El fantasma blanco); gótica (El vampiro); de folletín (Barrio encantado); de aprendizaje (Peregrinaje); indigenista (Ambrosio Pérez); detectivesca (Un detective asoma); política (Constructores, El candidato); de ciencia ficción (El IV Reich El regreso de Hitler, Cuando llegaron los dioses); histórica (Mayapán, El Señor de la Sierra, La memoria y sus consecuencias, Madrugada Rey del Albor, Memoria de las sombras); ensayo (La heredad, Bajo el chubasco); epistolar (Opalinaria La canción de los ópalos); humorística (La Gloria, El serio); picaresca (Mis tías «Las zanatas», El corneta); testimonial (Cuando las tarántulas atacan); didáctico-religiosa (El despertar de la consciencia); experimental y polifónica (Una función con móbiles y tentetiesos); novela rosa (El gran amor de un Rajá); de la posguerra (Zona viva, Cenizas en la memoria). Inclusive, se puede hablar de narconovela (Tormenta y Operación Pico Bonito).

Es preciso apuntar que, de los títulos señalados, no todos ostentan un nivel de excelencia. Se han mencionado porque representan manifestaciones del proceso de construcción de la narrativa hondureña. Ejemplifican las inquietudes por las cuales ha transitado la novelística del país. Además, con sus deficiencias, han detectado una llaga social, han palpado una tumefacción existente y, en forma abierta o leyendo el mensaje entrelíneas, han señalado un camino a seguir, una opción factible hacia la posible utopía de realización plena de lo humano.

La novela es el gran género del siglo XX. El de precario inicio en Honduras, pero de lenta y segura maduración. El que, con solvencia, actualmente, puede exhibir una serie de nombres cuyos trabajos no tienen nada que envidiarle a lo mejor que se ha hecho en las regiones vecinas. En sus nombres más destacados ya no hay balbuceos. Con sentido profesional saben que, sin técnica, sin dominio del instrumento verbal, sin ofrecer perspectivas novedosas y de acuerdo con el pulso del mundo, no hay perdurabilidad. La cosecha que se adivina, de cara al inmediato pasado, en sereno y severo aprendizaje de los pasos dados, tendrá que ser solvente y satisfactoria. Y ojalá, espléndida.

San Pedro Sula, 2006

Tomado de la «Revista de la Academia Hondureña de la Lengua». Enero-junio de 2007.