Por: José María Palacios Mejía
Medardo Mejía |
Por: José María Palacios Mejía
Frente a la entrada de la Facultad de Medicina de la Universidad de San Carlos, en Guatemala, cuando salíamos de una de las actividades del Primer Congreso Centroamericano de Estudiantes Universitarios, que ahí se había celebrado, se encontraba un señor a quien yo no conocía. Uno de los compatriotas que estudiaba en esa universidad, dijo: «es Medardo Mejía». Para entonces no había leído nada de él, pero sí era sabedor de quién se trataba, de su prestigio, de su renombre como escritor, como periodista, como poeta; en especial como un luchador por los derechos de los desposeídos del mundo. No pude dominar la emoción que me embargó, al sentirme frente a aquel hombre que desde muy niño había admirado, por las referencias que de él había escuchado de mi padre y de una tía, que lo conocían. De inmediato, me dirigí a él y saludándolo con la expresión —no sé de dónde me salió— de «hermano», le di un abrazo; con las dos manos me separó, viéndome con sorpresa y casi como con burla, para luego preguntarle a una persona que lo acompañaba, «y éste que me está tratando de hermano, ¿quién es?». Me sentí amohinado; él supo valorar el efecto que en mí había producido su actitud y, en un gesto muy cordial, me tomó del brazo y se interesó en conocer mi nombre, mi lugar de origen, en fin. Así principió una amistad que duró hasta su muerte. Antes de regresar a Honduras pasé a visitarlo en su lugar de trabajo e igual hice al año siguiente (1953), en tránsito hacia Rumanía, en donde tendría lugar otro evento estudiantil. En esta ocasión me obsequió su libro «Arévalo, el humanismo en la Presidencia», primero de su pluma que leí.
Cuando él estuvo de nuevo en el país, después de la caída del régimen democrático del coronel Jacobo Arbenz Guzmán, en la que jugó un papel vergonzoso nuestro gobierno, fui beneficiario de su sabiduría, en las conversaciones en que yo prácticamente sólo escuchaba y preguntaba. Hubo una época en que me llegaba a la Imprenta La Democracia de don «Milo» Ayes, en donde con frecuencia encontraba a Medardo, y era, en realidad, un verdadero deleite y una oportunidad de aprender, escuchar los diálogos en que, con profundidad, abordaban los más disímiles temas, en especial los que hacían relación a los problemas del país, había ocasiones en que se referían a cuestiones jurídicas, entonces, con suma prudencia, me atrevía a meter baza.
El 20 de octubre anterior se cumplieron cien años de haber venido al mundo en San Juan de Jimasque, aldea del municipio de Manto, en Olancho. Con ese motivo, el último número —tal parece que ya no habrá más— de la revista de la Universidad Pedagógica Francisco Morazán que hasta esa edición dirigió el doctor Víctor Manuel Ramos Rivera, fue dedicado precisamente a tan ilustre olanchano. Y, también, la Secretaría de Relaciones Exteriores, con igual motivo, publicó un valioso libro, en el cual, así como en la revista, encontramos parte de su producción, en poesía, narrativa, ensayo, historia. Ahí volví a leer el estudio sobre el maravilloso poema de José Antonio Domínguez, «Himno a la materia»; volví a leer el «Canto a Victoria López», y otros trabajos más. Por primera vez me encontré con el poema a Edgar Allan Poe, con la polémica entre Salatiel Rosales y el padre Augustín Hombach, sobre la teoría del autor de «Origen de las Especies» y de «Origen del hombre». Me impresionó sobremanera su escrito autobiográfico «Refiere, Anisias, el paso de aquel milpero». En cuanto a narrativa, me ha hecho reflexionar «La silla vieja», tanto por el mensaje que contiene, como porque me ha hecho recordar un relato de José Saramago, intitulado «Silla», que aparece en la obra «Casi un objeto». El hondureño nos cuenta que «En el interior de la casa reinaba un silencio grande, grandísimo. A tal grado que dejaba oír el claveteo de la polilla en un libro desencuadernado», el portugués nos habla de que la carcoma (un coleóptero del género hilotrupes o anobium) va royendo el asiento de Antonio Oliveira Salazar hasta que se desploma la dictadura que por treinta y seis años hizo sufrir al pueblo lusitano. Es impresionante ver cómo dos escritores, que en distintas épocas y en situaciones diferentes, teniendo la misma concepción del mundo y de la sociedad, manejan mutatis mutandis una temática similar.
Termino estas líneas haciendo memoria de una anécdota de la cual fui testigo. Durante algunos años tuve el honor de formar parte de la planta de maestros del mejor centro de educación comercial que, así lo creo, ha habido en Honduras, el Instituto Héctor Pineda Ugarte, dirigido por el el licenciado don Gustavo Adolfo Alvarado, maestro y caballero distinguido, respetado y querido por los estudiantes; y no sólo por ellos. Pues bien, la historia que quiero contar es la siguiente; una tarde, a la salida de clases, estábamos Don Gustavo Adolfo, algunos maestros y varios alumnos, en amena conversación, a la entrada del colegio; en esos momentos pasaba Medardo por la otra acera, frente a la Imprenta López, con su andar cansino; el licenciado Alvarado le preguntó a los estudiantes: ¿saben ustedes quién es ese señor? Los muchachos contestaron que no lo conocían; el maestro, entonces, les dijo, con mucho énfasis y en tono admonitorio: «Pues tienen el deber de conocerlo, ahí va el cerebro mejor organizado de Honduras, se llama Medardo Mejía».
Tegucigalpa M. D. C., diciembre de 2007