Por: Víctor Cáceres Lara
El 11 de enero de 1862 a las cinco de la madrugada, el salvadoreño Cesareo Aparicio disparó su carabina contra el cuerpo del Presidente del Estado, Capitán General Santos Guardiola, produciéndole una herida mortal en el abdomen.
El progresista mandatario, gran patriota, celoso defensor de las libertades públicas y cuidadoso guardián de la integridad territorial, ya moribundo, saltó sobre el asesino y le arrebató la bayoneta de su rifle para intentar defenderse. La herida recibida era desgraciadamente mortal, el gran militar cayó al suelo y a continuación empezó a agonizar en los brazos de su hija Guadalupe, quien había acudido al lugar de la tragedia: la puerta de entrada del edificio residencia del Presidente en la ciudad de Comayagua justamente donde estuvo luego el presidio de la ex capital.
Aparicio se dio cuenta de que el Presidente se encontraba aún con vida y, puñal en mano, se lanzó contra él para rematarlo, pero la víctima le dijo en medio de los estertores de la muerte:
—“¡Basta ya, no es necesario!”—
El crimen había venido siendo preparado cuidadosamente por Pablo Agurcia, Mayor de Plaza de la ciudad. El mismo Aparicio había herido de muerte, el 10 de enero, al jefe de la Guardia Presidencial, Coronel Hipólito Zafra Valladares, y en la continuación del plan, Agurcia procedió a sustituir en la guardia a los elementos leales a Guardiola por asesinos listos para cometer el magnicidio. Al Presidente le hicieron saber el peligro que corría, pero él abundó en demostraciones de afecto y confianza que tenía cifradas en el Mayor de la Plaza.
La costurera del Palacio, Aniceta Lemus, expresó la desconfianza que le inspiraban los movimientos sospechosos en la guardia, pero no fue escuchada. De ese modo, cuando los asesinos tocaron las puertas y dijeron a grandes voces que algo grave pasaba en el Cuartel, el General Guardiola, pese a las prevenciones que le hacía su esposa doña Anita, se levantó en ropas menores, fue a abrir la puerta y se encontró así inerme ante sus asesinos.
El crimen no ha sido aún totalmente esclarecido y parece evidente que hubo dinero e intrigas de un país vecino de por medio, y hasta se afirma que intereses de una potencia de ultramar jugaron en la tragedia. El responsable directo de la muerte fue Cesareo Aparicio; el director intelectual Pablo Agurcia, y estaban comprometidos en el hecho Wenceslao Agurcia, Nicolás Romero, Juan Antonio Pantoja, Pedro Amador y Miguel Juanes. Algunos de ellos tuvieron muerte violenta poco más tarde; otros fueron capturados por el General Casto Alvarado, el Senador Francisco Montes, don Rafael Padilla y don Teodoro Aguiluz, y fusilados en la ciudad de Comayagua en forma sumaria cuando ejercía el mando provisional el Senador José María Medina en febrero del mismo año de 1862.