Por Padilla Coello
Leopardesa del bosque tropical y salvaje
de la América libre hasta entonces, la Ñusta
recorría dichosa la amplitud del boscaje….
y era un ritmo de selva su cadera robusta…
No temía el encuentro del jaguar carnicero,
ni el silbido del boa sigiloso y traidor,
ni la astucia del tigre de la garra de acero,
ni del león el rugido que propala el pavor.
De la selva sonora, de la selva que sueña
con mil cosas extrañas de ilusión y locura,
era reina ella sola, ella sola era dueña
y jamás una sombra eclipsó su ventura.
En los templos del sol de los incas gloriosos,
en los templos que hablaron del progreso alcanzado,
la vestal de las selvas en los días fastuosos,
era el alma soberbia del soberbio pasado.
Cuando el sol del ocaso incendiaba el poniente
y de gárrulas voces se poblaba el ramaje,
era gloria el mirarla, voluptuosa y sonriente,
caminar como diosa al través del frondaje….
Tal la Ñusta serena de la boca escarlata,
de los senos pomposos y los ojos de sol:
era ninfa en las noches de la fuente de plata,
era diosa en las tardes de fastuoso arrebol…
Cierta noche ardorosa, noche blanca de junio,
toda paz y perfumes, toda cantos de amor,
a la luz misteriosa de un feliz plenilunio,
se encontró frente a frente de un gentil cazador.
Un cacique soberbio de mirada dormida,
musculoso y altivo como un dios tropical:
en su cuerpo de atleta palpitaba la vida,
en su boca de niño sonreía el ideal.
Y la Ñusta orgullosa de la boca de herida
que trataba a los hombres con desdén y frialdad,
ante aquella mirada soñadora y dormida,
se sintió dominada de una vaga ansiedad.
Quiso ser desdeñosa, quiso herir al temido
con su altivo desprecio, quiso luego gritar
mil injurias atroces al incauto atrevido;
mas de pronto se puso toda humilde a llorar.
¿Qué pasó en las entrañas de la Ñusta salvaje?
¿Y por qué su fiereza se trocó en mansedumbre?
Que lo diga la fuente, que lo diga el boscaje,
que lo diga la luna que atisbaba en la cumbre…
Ni ella misma lo supo… Sin saber como fuera
se sintió aprisionada por los brazos nervudos
y fue un beso de incendio la caricia primera,
de aquel bello salvaje de los ímpetus rudos.
Desde entonces la Ñusta de la boca escarlata
vibra sólo a los besos del gentil cazador,
y en las noches divinas, junto al lago de plata,
se adormece al arrullo de sus frases de amor…
Mas la dicha es un sueño que muy pronto se pasa;
hombres blancos y extraños de otra tierra lejana,
de otra ley y otra lengua, de otro dios y otra raza,
han hollado la tierra de la América indiana.
Y el rugido de guerra de los incas feroces
ha volado al instante por la selva sombría:
por doquiera tropeles de caballos veloces
y el espanto y la muerte por doquier día a día.
Muchos ya son los muertos en las filas rapaces
que arrebatan al indio su vivienda y su fuero.
Pero el blanco es más fuerte, y los incas audaces
han buscado en los bosques un refugio postrero.
Ya no tienen hogares, ya no es de ellos el suelo
que regara el sudor de sus frentes cetrinas;
son ilotas malditos, olvidados del cielo,
que disputan sus cuevas a las bestias felinas.
¡Pobrecita la Ñusta de la estirpe bravía!
Los extraños no sólo le han robado su hogar
con la turba invasora de españoles venía
una rubia muy blanca, con los ojos de mar.
Y el cacique altanero que no tuvo otro empeño
que matar invasores con sediento furor,
cuando vio a la española de los ojos de ensueño
se sintió poseído de un fantástico amor.
Ya su vida, antes libre, se ha trocado en infierno
y el amor de la Ñusta solamente le enfada;
se le ve siempre solo, cejijunto y enfermo,
atisbando los pasos de la nívea adorada…
¡Ah, la angustia secreta de la indiana princesa!
¡Ah, los celos feroces, que cual buitres hambrientos
destrozaban su pecho con rugiente fiereza
y trocaban su dicha en despojos sangrientos…!
Sin embargo, un reproche no salió de sus labios,
solamente en sus ojos un siniestro fulgor
descubría las ansias de vengar sus agravios,
como vengan las Ñustas las afrentas de amor.
Y una noche terrible de tormenta horrorosa,
se le vio como loca penetrar al poblado
que ocupaban los blancos; fue derecho a la choza
que habitaba la intrusa de cabello dorado.
Arrastróse en silencio como astuta serpiente
hasta el lecho, en que sola, sin temor, ni recelo,
reposaba tranquila, toda blanca y sonriente,
la infeliz española de los ojos de cielo…
En las selvas bramaba por mil bocas el trueno
y el boscaje azotado por feroz vendabal
sacudía la hirsutaa cabellera sin freno,
cual si fuera un proceso de la furia infernal.
Y a la lívida luz de un relámpago inmenso
vio la Ñusta los ojos de su odiada rival,
y acercándose suave, con el alma en suspenso,
apretando en sus manos un sediento puñal,
Dio dos tajos certeros en los ojos azules
que se hundieron por siempre en la noche falaz….
¡un inmenso gemido…. un desgarre de tules….
que cubrían el lecho…., un pavor… nada más!
Y la noche horrorosa que poblaba el boscaje
sólo vio una mujer, desgreñada y sangrienta,
que rasgó las malezas en carrera salvaje
y se hundió en lontananza con la negra tormenta.
Cuentan hoy muchas gentes que en las noches furiosas
cuando ruge y destroza el feroz vendaval,
se ve, en loco galope por las selvas frondosas,
un extraño fantasma con un rojo puñal.