Por: Ángela Valle
Porque me cedes la palabra, digo:
nada es de nadie nunca. Y sin embargo
cómo nos afanamos todos, todos,
en retener, en poseer algo preciso.
Nadie es de nadie nunca, ni los hijos.
Ni el más cercano amor, ni el más lejano.
¡Y cómo nos besamos! ¡Con qué estrago
Se nos va incinerando en eso el cuerpo!
Él que me lo juraba, lo sabía.
Nada era de él, y nada mío
¡Y éramos aún dueños del infinito…!
Era tan sólo de los dos, la idea
devoradora, torturante y cierta:
¡Nadie es de nadie sólo que lo quiera!