Por: Carlos Alberto Uclés
¡Ay! Jamás lo olvidaré. Era una noche azul. La campana de la torre dio la oración. Yo estaba inquieto. Los pitos de agua y tamboriles anunciaban una gran fiesta. Toda la gente estaba en las calles, llenas de alegría y de música; y me parecían muy felices los muchachos que pasaban cantando:
«Esta noche es noche buena,
Y no es noche de dormir…»
Un pájaro me aleteaba también en el corazón.
Cosa de hadas se me fingió tu nacimiento. El Niño sonreía en su cuna, velado por la Virgen. Casitas suizas, soldados de plomo, inditos de Guatemala; era un mundo en miniatura. Los tres reyes magos venían por Buenavista, trayendo de Oriente diamantes y perlas.
En la primavera, tú cogías mariposas, que me prendías con alfileres, y yo cortaba rosas, con que te hacía ramilletes. Después, éstas se marchitaron y aquéllas se murieron. Sólo quedaba el Colegio triste, allá muy lejos. Enfermé de nostalgia, y me volví a mi playa, cual una golondrina a su nido.
Cuando entré a tu salita, todo era luz y armonía. El frío invernal era en ella tibio ambiente, y la conversación se animaba con el vino. Los jóvenes perfumados cortejaban a las niñas brillantes. Toda la familia estaba en el hogar: la mamá y la abuelita, el perro Mustafá y la gata Mistrís. Y no faltaban el lorito de Puerto Rico y el primo de marras.
¿Te acuerdas? Tú cantaste en el piano una romanza:
«Sentada al pie de un sauce.»
Como una flor de lis, parecías de rocío y aurora. Tus compañeras jugaban juegos de prendas, todavía. En un rincón, un viejo criado divertía a los pequeñuelos con cuentos de Navidad o de «Las Mil y una Noches.»
A las doce, la alegría estalló: era la hora de los buñuelos. Tú estabas pensativa, y yo pensaba en ti. Un momento quedamos a solas, tomé tu mano entre las mías, y mirándome en tus ojos, te dije: Yo te amo. Cuando tú me contestaste: ¿Por qué me lo preguntas? —palpitó una estrella, y se estremecieron las violetas.
¿Quién me diera tornar a tus plantas?
La misa del gallo, la dijo el buen cura en la Parroquia. Y luego me dormí, entre sueños de oro. Por ti me olvidé de la Huerta del Bosque y la lechería del Molino, de aquellos pastorcitos de yeso, que se estaban quietos, y de aquellas muñecas de biscuit, que bailaban. Y, con cosas ideales, me formé un lindo alcázar de amor.
Entonces Christmas me dio sus dulces, y Noel su monedita reluciente. Después, una tarde en el mar, el viento se llevó tus ilusiones, como hojas secas.
¿Te acuerdas? Cuando volví de aquel país, —»¿Conoces el país donde florece el naranjo?»— era también la Nochebuena. Pero un ave negra batía sus alas en el cielo.
Y ¡qué pálida estabas! ¡Habían pasado tantos años!…
Mustafá y Mistrís, mis pobres amigos, ya no existían. Quedaba solamente el primo de marras.
¡Ay, Dios mío! Cuando las rosas se mueren en el alma, ¿por qué no nacen en el cuerpo las margaritas?