Por: José R. Castro
La muerte de un poeta olvidado
El poeta hondureño Ramón Ortega, autor de la poesía «Verdades Amargas», murió en avanzado estado locura. Este es un viejo artículo de los años treinta escrito por un guatemalteco.
De tierra de pinares nos llega la noticia: Ramón Ortega, el poeta de la lírica suntuosa y exquisita, que desde hace muchos años apacentaba en la conventual ciudad de Comayagua, su divina locura, ha muerto, se ha hundido en el lago sin playas de la muerte.
Allá por el año 1912, cuando en Honduras floreció una generación literaria de espíritus inquietos, caídos ahora todos por la mano inexorable del destino, comenzó este apolonida a dar el oro purísimo de su estro, los crisoberilos rutilantes de sus sonetos magníficos, las astromelias fragantes de sus hondas estrofas sentimentales.
Ramón Ortega hubiera sido en Centro América si el destino no lo hubiera sumido en la demencia desde hace como 16 años, un poeta de originales concepciones, parecido en la suntuosidad de sus producciones con aquel otro demente que en Asunción floreció hace muchos años y que se llamó Julio Herrera y Reissig.
Al escribir estos párrafos en evocación del gran poeta, queremos referir una de sus últimas anécdotas, cuando ya las sombras de la locura habían invadido su espíritu inquieto y su cerebro que fuera antaño fanal luminoso en la penumbra literaria de nuestro medio ambiente.
Llegamos nosotros de la capital de Honduras hasta la antigua ciudad colonial donde ambulaba a la ventura el pobre poeta sumido en la miseria, olvidado por todos, y dispusimos hacerle una visita. Cuando llegamos a su domicilio nos habló con toda la locura que tenía en su inquietud, de varios asuntos literarios, y luego, con una conruscación indecible en su mirada, puso en nuestras manos unos papeles sucios que nos dijo eran sus últimas producciones literarias, y que nosotros debíamos vender en Tegucigalpa, según el pensó en su locura, a la mejor revista ilustrada por la suma de dos millones de libras esterlinas.
Tomamos nosotros en nuestras manos los infolios olvidados que el poeta demente nos diera, y uno de tantos sábados llenos de hastío los desenvolvimos y nos pusimos a pasar nuestra inquieta mirada por las páginas. Tuvimos una inmensa sorpresa por los versos y prosas del poeta, escritos en la plenitud de su locura. Recordamos que el primero de los versos se llamaba «Elegancias», y comenzaba así:
ELEGANCIAS
Por aquel casto ensueño, en épico lirismo,
debajo de las rotondas, en el crinstamismo
se aplauden los remémberes en flebil arrogancia,
sobre un cardenalicio medallón de añoranza.
Y el múrice guregüesco y el cálido espadín,
con remembraciones de un doliente violín,
Suena lejos el piano de Charelain directo,
de la galantería y el sonido selecto,
detrás de los horizontes del cerúleo perfecto,
un bouquet clavelino, sabroso, ribereño…
La bandeja de plata, con los exuberantes
melocotones finos, junto a los finos guantes.
No podemos recordar, lo demás del original y desconcertante poema de Ortega, escrito como lo hemos dicho, en el cenit de su demencia mental. Claro que es una concatenación de palabras incoherentes y de ideas absurdas, pero demuestra, en medio de todo, la maestría con que este apolonida de legítimos carteles manejaba el idioma. Leímos después la segunda parte de su poema titulada «Elegancias en prosa… Decía al principio:
«En los días grises de desaliento, cuando el viento sopla muy sonoramente sobre el dril ilusorio de las arboladuras de los barcos mercantes, ha sentido el cardenalicio y perfumado deseo de estar recostado sobre una confortable chaisse – longue de ébano, fumando aromáticos cigarrillos de marihuana, tomando un vaso de cerveza, una copa de champaña galo en un fino cristal de bohemia, posiblemente un vaso de aguardiente con una, dos, tres, cuatro o cinco aceitunas… etc.».
Pobre poeta Ortega que escribió los sonetos más hermosos y más ricos en sentimiento y en fantasía de la tierra de los pinares rumorosos. Todo el mundo lo olvidó hasta que un día el doctor Ricardo Alduvín lo llevó a un sanatorio de Tegucigalpa pero ya era tarde, hacía ya diez y seis años que el poeta Ortega vivía en otro mundo y fue vano el esfuerzo de la ciencia para hacerlo volver.
Rosas negras de las de Porfirio Barba Jacob colocamos sobre la tumba lejana del gran poeta olvidado, rosas negras de olvido que fueron las que siempre exornaron los floreros de la inmensa casona colonial donde apacentó su divina locura y vivió en íntimo coloquio con los espíritus, especialmente con el de Oscar Wilde y Herrera y Reissig. (Tomado de la revista «Alma Latina» que dirigía doña Graciela Bográn en S.P.S., año de 1933).
Guatemala, febrero de 1933.
Tomado de «La Tribuna», del sábado 2 de marzo de 1985.