Por: Juan Ramón Molina
A Otilia
Tal vez hoy, en tu valle eglógico -valle de amar y de soñar, donde el crepúsculo feliz languidece como una rosa que se va marchitando en su búcaro de montes azules— tornes los ojos, donde se cristalizan secretas lágrimas, hacia el rumbo donde el ausente apacienta sus nostalgias y sus sueños— rumbo que imperativamente le señaló el hado, cuando empezaba a gozar del perfume de tu cabellera y de la miel de tu boca. ¿Acaso él mismo le tornará a tu presencia, envuelto en una nube de polvo, castigando los ijares de su corcel, mientras le aguardas, temblorosa de alegría, en el huerto de los naranjos y de los rosales, capitoso y ardiente como la heredad del Cantar de los cantares? Ve qué te dicen las claras corrientes que te adulan en tu baño matutino, pregunta al zorzal que solloza en la cima del árbol a cuya sombra meditas; otea los umbrosos senderos que recorres con tus compañeras, imaginándote que, de pronto, va a aparecer ante tus ojos atónitos, donde él encendió la luz de la pasión primera, que sólo apagará el soplo de la muerte. Hoy, al iniciarse el nuevo año, una melodía insólita ha sonado en mi corazón, donde el sufrimiento ha grabado tu imagen con la paciencia de un artífice doloroso. Unos músicos ambulantes pasaban por la calle, en el alba turbia, tocando una romanza antigua, como en el poema de Musset, y asomándome al balcón envuelto en la claridad indecisa del amanecer, les seguí con los ojos melancólicos, envidiando sus almas bohemias y su música banal. Hubiera querido que un genio —tal como sucede en los cuentos árabes— me llevase junto con ellos al pie de tu ventana, que debe tener un marco de enredaderas, y allí tocarte una sonata cualquiera, un motivo sentimental, que te añorase las dulces noches en que, en la calle desierta, bajo los claros diamantes celestes, te llevé una serenata de amor, en tanto que la luna, con su faz maliciosa, me espiaba desde la cumbre de las serranías, negras e imponentes a la distancia, bajo la noche rameada de constelaciones. Tú, despertando en tu nido, sacudiendo la profusa cabellera castaña en desorden, exclamarías de súbito:
—Es él.
Lentamente sollozando la música te diría: —»Es el amado que llega por fin, peregrinando por climas y montañas, en busca de tu fresca gracia, de aquella gracia que rindió su viril juventud, en días dichosos, cuando el dolor esquivaba su firme paso y la mirada triste y altiva de sus ojos. Despierta, niña, y sal al balcón, que el gallo negro cantó a lo lejos, el rojo en la próxima alquería y el blanco en el huerto de tu hogar. Sal pronto, oh niña, porque con la luz del sol se disipan los conjuros mágicos, y mañana al asomarte en busca de él sólo encontrarás rostros indiferentes, la perenne perspectiva de los montes natales y la ausencia y la distancia de los días monótonos».
Tal soñaba, pálido y ojeroso, en este triste amanecer, viendo alejarse a la murga callejera. Mas la melodía de los bohemios llenaba mi ser, y siguió cantando muy quedo en mi corazón, haciéndome rememorar nuestras horas felices, cuando, cogidos de la mano, íbamos a empezar el camino de la vida. Sobre nuestras cabezas el cielo era de paz y de azul; cantaban en los árboles cercanos maravillosos pájaros de iris; a la vera los rosales estallaban de flores y los limoneros nevaban sus azahares; y a lo lejos entre los sotos, un manantial como una disolución de ópalos proclamaba gárrulamente el triunfo de nuestros corazones.
Tal íbamos por el camino de la vida cogidos de las manos, meciéndonos dulcemente, sin hablar, pendientes de las almas de las húmedas pupilas. Un lindo pájaro nos trinó su pensar: —Aprovechaos de la juventud. Dos palomas monteses se perseguían saltando ante nuestros ojos. Una liebre nos vio asustada, huyendo entre las matas; y una vieja, que tenía un siglo, andrajosa y encorvada, nos dijo, después que le dimos una limosna, agitando su rústico bordón: —Hijos míos, vais a ser muy felices. Más adelante encontramos un hada, seguida de un enano etíope, que te regaló un anillo de oro macizo, símbolo de la fidelidad, y que me dio un puñal mágico, para que lo llevara al cinto y te defendiera.
Tal íbamos por el camino de la vida, en aquella dulce primavera sentimental. Y tú parecías fresca y pomposa, como un rosal de tu valle umbrío, y yo, erguido y fuerte, como un pino de tus montes. Pájaros melodiosos cantaban sobre nuestras cabezas en la cima de los árboles donde enredaba la tarde su cabellera de oro; el cielo era de un azul profundo, de una profunda paz: recortábanse en la lejanía los montes, semejando grandes turquesas o esmeraldas; los próximos manantiales dialogaban entre las yerbas, disputándose el tesoro de tu cuerpo virginal. Tal íbamos por el camino de la vida, sin ver hacia atrás, con el corazón en los labios y el alma en los ojos, sin pensar en que el dolor, como una arquero aleve, nos acechaba en aquel paisaje de idilio.
Fue un sueño… cuando despertamos, llorabas en silencio, en un rincón de tu hogar, de rodillas ante una madona, y yo, fugitivo y taciturno, había comenzado otra peregrinación, más triste y dolorosa que aquella que me llevó a través de los océanos, nostálgico del aroma de tu cabellera, de la miel de la flor de tu boca. Porque entonces tornaría en breve, mientras que hoy son hostiles a mi paso todos los senderos que conducen a tu valle natal, a tu rincón de égloga, donde el dragón del odio me devoraría sin piedad. Pero mañana me has de ver llegar, victorioso y fuerte, con la espada de Sigfrido en la diestra. Y me premiarás con la rosa que llevas en tus cabellos, con la mirada más dulce de tus ojos y la delicia suprema de tus labios.