Por: Juan Ramón Molina
Para las almas finas y herméticas, que son las más aptas para el goce exquisito y mortal de las más tóxicas mieles del dolor, esta noche de San Silvestre —la última noche del año— recamada de las más ricas y raras joyas del cielo, está llena de melancólicas reflexiones, de pensamientos sombríos. No hay ser humano, como no predomine en él un exceso de inconsciente animalidad, que no sienta un momento, pensando en la infinita vanidad de las cosas, que tanto desconsolaba a Salomón y a Marco Aurelio, y en la infinita vanidad del tiempo.
Gentiles damas os sonríen, la algazara de la muchedumbre resuena en las calles, oís músicas próximas o lejanas, tal vez un insigne mosto hierve en vuestro cristal; y, sin embargo, de pronto os ponéis tristes, como cuando, en un amanecer indeciso, que baña de palideces cadavéricas en el suelo, marcháis a vuestro lejano lecho, ahitos de carne y de licores incendiarios.
En esa congoja momentánea os vienen a la memoria los recuerdos, como bandadas de aves nictálopes; y presentís —con una clarividencia insólita, que el año que muere entre esplendores de fiestas, es un poco de vuestra vida que se va, que se fue, que no ha de volver nunca. Consideráis que hay una cana más en vuestra barba; que hay una arruga más —tal vez un surco ancho y hondo— en vuestra frente; que han naufragado muchas de vuestras ilusiones, y que quizás las otras, en el año futuro, han de morir ante vuestros ojos, como esas familias de marineros que se tragan las olas implacables del mar, mientras el padre o la madre ve la tragedia desde la playa.
Tal vez vuestro pensar -si sois meditativos de veras— se interna más en esa negra filosofía y consideráis que la vida, año tras año, no es otra cosa que una muerte continuada, que llegará un día en que pagaréis —siervos miserables— tributo a la tierra, que os ha de recibir indiferente, como lo ha hecho con innúmeras generaciones, en una serie de milenios, sin que sienta plétora alguna ni se alteren sus laboratorios. Durante millones de centurias seguirá arrojando seres vivos y recogiendo cadáveres, hasta cuando se dispare fuera de su órbita, o agonice su fuego central, o se enfríe el sol o le suceda un cataclismo cosmogónico que trastorne el maravilloso equilibrio del sistema planetario.
¿Qué quedará entonces del tiempo? Nada. ¿En dónde estarán los días, los meses, los años, los siglos y los evos, toda esa organización creada y regularizada por los hombres, desde los magos caldeos hasta los astrónomos del último siglo? En ninguna parte. Solamente existirá la eternidad impenetrable y muda; muda y eterna, tal como era antes de que las miríades de soles girasen armoniosamente en los espacios siderales.
Mas tan sombríos pensamientos apenas turbarán un momento vuestro ánimo, y volveréis, poco a poco, a la realidad, entre las risas, las músicas y las flamas de los candelabros.
Un año hace que, en una noche similar, aguardasteis la venida del nuevo, brindando por él con varios amigos, sobre muchos de los cuales, en esa hora jocunda, la muerte arrojaba una de sus más terribles miradas. ¿Qué os importa? Ellos rodaron ya, con el hipo agónico en los labios, en la senda de la vida, y vosotros, en cambio, habéis vivido doce meses más.
Alegraos, pues, felices mortales: brindad ruidosamente— por el nuevo año, alzando la copa de cristal —la copa de cuello de cisne donde irradia, y ríe, y centellea, el jugo dorado de las más nobles uvas, que hace olvidar las penas presentes e ilumina el porvenir.
Un instante falta para que las estrellas marquen el meridiano de la noche de San Silvestre. Los relojes han dado las doce ya. Como la lágrima de una nube en los océanos, que en nada aumenta el caudal de sus aguas, un año más ha caído en el abismo sin fondo de las eternidades. Vendrá en seguida la mañana, con su túnica de oro y su corona de rosas, y la naturaleza dormida bajo el centelleo de las constelaciones, se despertará, como una mujer lasciva, al rumor de un inmenso epitalamio. Una vida pululante y nerviosa se agita en las grandes montañas inmóviles; los ríos, dialogando bajo los primeros ardores del sol, llenan las rocas de caricias; los mares azules cantan armoniosamente como en la mañana del mundo; y todo dice que nada ha cambiado, que la naturaleza es la misma, que la humanidad sigue tranquilamente su camino hacia la muerte; y que la tierra, jubilosa y ardorosa, como un animal en celo, se siente joven y fuerte, capaz de alumbramientos desconocidos.