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Mi Maestra Escolástica

Adaptado de Ramón Rosa.

Un día, a eso de las seis de la mañana, lo recuerdo como si ayer fuera, sentí una fuerte sacudida en mi débil cuerpecito de seis años.

El fenómeno fue producido por las gruesas y velludas manos de mi ayo Julián Patojo, que tal era su apodo, quien tomó el empeño en despertarme a toda prisa, y en hacerme dejar mi caliente camita de cedro, y la sabrosa colcha de Juticalpa que me cobijaba.

Julián me habló entrecortado, casi perplejo.

—Levántate, vamos a la escuela. Mi maestro lo manda.

—¿A la escuela?, contesté yo sin comprenderle bien.

—Sí, a la escuela.

Como tenía plena confianza en Julián, que me llevaba, en Navidad, a ver los nacimientos y los títeres; en principio de cuaresma, a tomar ceniza; en Semana Santa, a visitar los monumentos; en Corpus, a contemplar los altares; y en las fiestas de Mercedes y de San Miguel, a admirar las churriguerescas mojigangas, dispuestas por los gremios, y los horribles diablos vencidos por la espada de nuestro patrono, no hice resistencia para dejarme vestir e ir a la escuela, que supuse cosa divertidísima.

Me vistieron de gala. Me pusieron unos calzoncitos de dril pardo que me daban hasta los tobillos — en aquel tiempo no usaban vestidos cortos ni los niños ni las chicuelas — una limpia y muy planchada camisa de olán, abotonada por detrás, y con revuelos en las mangas; me calzaron suaves y negrísimas cutarras de polvillo; y me taparon con un sombrerito de vicuña, que era mi mayor lujo, pues solo salía a la luz cuando nuestra argentina campana del reloj daba estrepitosos repiques, anunciando las grandes festividades.

Ya vestido y emperendengado, me dieron mi chocolate con mascadura. Entonces no se tomaba café. Se tomaban tragos… al decir de las viejitas, se entiende, de chocolate. El café se recetaba para curar las indigestiones y dolores de estómago.

Cediendo quizá a la misteriosa influencia de un presentimiento, volví los ojos con el alma oprimida, al patio y corral de mi casa; a los naranjos cargados de fragantes azahares y de doradas frutas, y a los hojosos y verdes piñones, a las extendidas y lujuriosas ayoteras, y a la milpa susurradora, ya en jilotes, cuyas finas cabelleritas de oro flotaban agitadas por el viento. Julián me tomó de la mano, caminamos una cuadra, torcimos por el callejón de la Casa de Moneda, llamada todavía Caja Real, aún sin haber tal Caja ni tal Rey; y bajamos la empinada cuesta de la Hoya o de la Joya, verdadero arrificio para los transeuntes.

Algo cansado, y entre descreído y crédulo, dije a mi ayo:

—Julián, ¿te quedarás conmigo en la escuela?

—Sólo voy a dejarte, me contestó concisamente.

—¡Pues no voy a la escuela!

—¡Pues vas!

Apelé a la fuga, pero Julián me cortó la retirada, me echó sobre sus hombros, o me cargó a tuto, como se dice en esta tierra, y todo fue concluido.

Ya capturado, mis gritos fueron horribles: solo podían compararse con los chillidos de los lechones que, de cuatro a cinco de la mañana, se degüellan en nuestros corrales, empleando muy lentos y muy bárbaros procedimientos. Cayendo que levantando sobre un tosco y desigual empedrado, llegamos a la puerta de la escuela.

Yo no entré, me entraron: era un cuerpo superpuesto en las anchas espaldas de Julián. Me dejó casi botado en el duro suelo, formado de viejos ladrillos llenos de profundas grietas, único asiento para los discípulos. Mi ayo, al dejarme, me miró con toda la ternura de que era capaz, y dió un suspiro. Me equivoco. No suspiró, bufó. Por esto creo a veces que mucho me quería. Fácilmente se puede fingir un suspiro; con dificultad se puede bufar con la desesperación de un bruto.

Mis desaforados gritos cesaron al ver a mi maestra, severa, imponente, sentada en un butaque forrado de suela negra y lustrosa, por el antiguo uso, y sostenida por tachuelas doradas en otros tiempos y mejores días, pero entonces de color plomizo.

No grité, sollocé; y con mis ojos empañados por las lágrimas, me fijé en que mi maestra era una mujer de treita y cinco a cuarenta años; encorvada por su penoso oficio de costurera, de pómulos salientes y rojizos por la tisis que la acechaba; de cejas pobladas y fruncidas; de ojos redondos como los del buho, vivísimos y amarillentos por la irritación de la bilis; de gran lunar canelo, cercano a su chata nariz y lleno de numerosos y ásperos pelos negros; de pronunciado y grueso bozo, que parecía escaso bigote de indio; de labios morado obscuro, que nunca tenían una sonrisa; de dentadura de blanco y purísimo esmalte; y de tal expresión en todo su conjunto, que me hace decir, por la dureza y el rigor que revelaba, que era, sin hipérbole, un Rufino Barrios con enaguas.

Si la vista de mi maestra me causó extraordinaria y dolorosa impresión, también me la produjo el aspecto de la pobreza, rayana en la miseria, que mostraba la honrada casa de mi escuela. La pequeña sala, que estaba cubierta entre dos cuartitos llenos de lobreguez, tenía las paredes revocadas con tierra blanca, y su techo estaba cubierto de mal ajustadas tablas, blanqueadas con cal, podridas por las goteras, y en las que no escaseaban telarañas de todas formas.

En cuanto al mobiliario, aparte del butaque de mi maestra, atenuadas las primeras emociones que me sobrecogieron, bien pude formar el pequeñísimo inventario que sigue: Una antigua banca de ocote fino, como de cuatro metros de largo por medio de ancho; en ella ponían las discípulas sus pañuelones y los discípulos sus sombreritos. Sobre la banca, y en la medianía de la pared, pendía de un clavo gemal una imagen de Nuestra Señora del Carmen; la silla, de alto respaldo de propiedad de ña Encarnación, hermana mayor de mi maestra; y una mesa de pinabete, que a duras penas podía sostenerse y que, entre dos reglas carcomidas tenía un cajón o gaveta que se abría tirando de una cabulla en forma de gaza o agarradera.

Al pie de las paredes que formaban el cuadrilongo de la sala, se hallaban sentadas mis condiscípulas, con sus canastas de costura, y mis condiscípulos con sus cartillas de San Juan, sus Catecismos por el padre Ripalda, sus Catones Cristianos y sus cartas manuscritas según el grado de su aprovechamiento.

Por lo que llevo referido, se deja ver que mi escuela era mixta, al estilo norteamericano, pues vivíamos bajo el mismo techo escolar niños y niñas de todas las las clases sociales. También era gratuita. Mi desinteresada maestra no cobraba ni un centavo por su enseñanza. Si los padres de familia le hacían algún obsequio, lo recibía con agrado y reconocimiento; si nada le obsequiaban, quedaban tan satisfecha como si le hubiesen hecho los mayores presentes. Igual carácter tenían las demás escuelas primarias, por lo común, dirigidas por señoras y señoritas solícitas y virtuosas, entre las cuales se contaban la maestra Bernardita, las maestras Borjas, la maestra Isidra Díaz, y la maestra Eustaquia Gil. ¡Que en alguna parte reciban la recompensa de sus trabajos en pro de la enseñanza de los pobres niños de su pueblo!

Mi llegada a la escuela fué acogida con un verdadero, pero reprimido sentimiento de simpatía.

A poco de haber sido echado al suelo, mi maestra me llamó:

Vení acá, charoludo llorón.

En el lenguaje de mi maestra, plagado de provincialismos, charoludo quería decir de ojos grandes y muy feos.

Por toda respuesta acudí tembloroso al lugar que ocupaba mi maestra. Me llevó al extremo opuesto en que estaba la banca.

Me puso de rodillas frente a la Virgen del Carmen, y me juntó las manecitas, colocándolas en actitud de implorar.

Colocado convenientemente, mi maestra agregó:

Rezá el Bendito.

Un copioso sudor frío corrió sobre mi cuerpo.

No podía rezar el Bendito, puesto que no lo sabía.

Vista mi aflicción, de los frescos labios de una de mis condiscípulas salieron cual una tierna y débil súplica, estas palabras compasivas:

—¡Si no lo sabe! ¡Pobrecito! ¡Tan chiquito!

¿Qué?… replicó mi maestra, irguiéndose indignada.

Ante aquel horrible ¿Qué? todas las juveniles cabezas se inclinaron, como movidas por un solo resorte, y no se oyó ni el más leve rumor.

Recobrada la disciplina, a tan poca costa, mi maestra me dijo el Bendito, alabado sea el Santísimo, tres o cuatro veces; y yo seguía su fuerte y llena voz, con mi triste vocesita ahogada por los sollozos.

Después añadió, menos enojada:

—Mañana será otro día, ñor quejitas.

Ahora vamos a ver la lección.

Tomó de la banca la cartilla que me había dejado Julián y me dió, muy despacio, las tres primeras letras del alfabeto, y me despachó diciéndome:

—Ahora a sentarse y a estudiar.

Volví algo repuesto a mi asiento, es decir al suelo; puse la cartilla sobre mis juntas piernas; y fijé con empeño la mirada en las letras del alfabeto, para grabarlas en mi cerebro con alma, vida y corazón.

Me hallaba medio consolado, aprendiendo mi lección, cuando al tomar dos bocados de mi almuerzo, que se me atragantaron, me conmovió el recuerdo de mi hogar. Recordé mis juegos infantiles al aire libre, los sonoros violincitos que fabricaba con las cañitas de maíz, las flautas y clarinetitos que formaba con los tallos huecos de las ayoteras, y los globitos que lanzaba al espacio, sirviéndome de pequeños carrizos que, con levísimo soplo, empujaban el líquido espeso, amargo y corrosivo del piñón.

Hacer tales recuerdos y volver al llanto, todo fué uno. Sin que yo lo advirtiera, cayó silencioso sobre la primera página de la cartilla. San Juan y su corderito y el alfabeto fueron inundados. Cuando me dí cuenta de tan horrible desgracia, quise salvarlos, pero mis medios de salvamento, que consistían en grandes frotaciones, fueron contraproducentes. El Bautista perdió cabeza y cuerpo; el cordero pereció como su santo precursor… y no quedó legible ni una sola letra del alfabeto.

Serían las cuatro y media de la tarde, cuando mi maestra me llamó para que diera la lección.

Hice un esfuerzo, y la dí como oidista aprendiz de música, de memoria. Me hizo repetir la lección, y se fijó en la cartilla, cuya primera página era una completa ruina. Sentí su enorme dedal de plata sobre mi cabeza, y aturdido oí estas palabras aterradoras:

—¡Conque me engañas, charoludo! ¿Qué se hizo San Juan? ¿Qué se hizo el Abecedario?

No supe qué contestar.

Y sin embargo, la respuesta era sencilla:

—La culpa es de mis lágrimas.

En la vida todo tiene compensación. Compensé la amargura del primer día de mi escuela oyendo, en mi hogar, al amor de la lumbre, los sabrosos cuentos de Nina, que era una de aquellas fieles y buenas criadas, tan sólo conocidas en el viejo tiempo: lo maravilloso del Pájaro del dulce encanto, los horrendos crímenes de la Reina envidiosa, las fazañas y diabluras de Pedro Urdemalas, las travesuras del astuto Tío Conejo, y las candideces y desdichas del imbécil Tío Coyote. Nina era una gran narradora, a quien hubiera puesto muy por encima de Andersen. Nina era, en mi concepto, un portento de sabiduría y de gracia en el decir.

Al día siguiente, convencido de que por la razón o por la fuerza debía ir a la escuela, con la resignación de un mártir fuí con Julián muy temprano a comprar una nueva Cartilla.

El programa de enseñanza de mi escuela era muy corto y elemental:

Lectura, en letra de molde;

Lectura, en letra de carta;

Doctrina cristiana;

Tabla de multiplicar; y

Escritura, con pluma de ave, o con pluma de acero.

En cuanto al sistema disciplinario y penal, puede asegurarse también que era sencillo, aunque no corto, y un tanto pesadito:

Faltas levísimas, uno o más dedalazos en la cabeza;

Faltas leves, hincarse sobre gruesa arena o granos de maíz, por una o más horas;

Faltas graves, la misma pena, con la añadidura insignificante de tener los brazos en cruz y con un tenamaste en cada mano;

Faltas más graves, palmetazos en las manos y disciplina en la espalda;

Faltas gravísimas, palmeta o chirrión en las posaderas descubiertas;

Por reincidencia en las faltas graves, más graves y gravísimas, sentar al criminal en una silla, con la cabeza enflorada y con dos enormes orejas de burro.

Estímulos, premios o recompensas, en la escuela: 0, 0, 0.

Pero es necesario ser justo. Cuando uno concluía la Cartilla, el Catecismo o el Catón, había recaudo de la maestra para que dieran al discípulo, en su casa, melcochas, orchata y agua de canela.

Pasaban los días, las semanas y los meses, y yo seguía penosa y lentamente el programa de enseñanza de mi escuela. Como el esclavo llega a habituarse a despiadada servidumbre, así llegué a a acostumbrarme, triste y resignado, al régimen impuesto por mi maestra.

Casi todas las escenas que presenciaba en mi escuela tenían subidos tintes de melancolía. ¡Cómo recuerdo el campanazo de las doce! Ña Encarnación, recta y delgada como un fino espárrago, salía de la cocina con una sartén de frijoles brutos, un plato con seis tortillas y dos tajadas de queso, de muy notable transparencia.

—Colaca, Eugenia, está el almuerzo.

Mi maestra dejaba su costura y ña Eugenia, su hermana menor y de bella presencia, con las mejillas encendidas por la tisis pulmonar, salía tosiendo de su lóbrego cuartito.

Aquellas tres mujeres tomaban en la mano sus dos tortillas, les echaban unos frijoles, que sazonaban despolvoreando las tajaditas de queso; y sin hablar, ora de pie, mirando vagamente al cielo, ora sentadas en el umbral de la puerta de la salita, almorzaban tranquilamente. ¡Honradas mujeres! ¡Con qué resignación cargaban la pesada cruz de su pobreza! Durante años, jamás las oí manifestar un deseo, exhalar una sola queja, rebelarse contra la suerte que les imponía las mayores privaciones. El almuerzo sólo era interrumpido, algunas veces, por un golpe de tos de ña Eugenia, que dejaba sus tortillas a medio comer, porque la pobre se asfixiaba.

—¿Sufres Eugenia? preguntaba mi maestra.

—Sí, Colaca.

Ña Encarnación daba un profundo suspiro y llevaba la sartén y el plato a la cocina: mi maestra conducía del brazo a su hermana y se fijaba como sin interés, en el suelo, para ver si había mucha sangre en los esputos de la enferma. Ña Encarnación, abatida, iba a apagar el fuego que causaba gasto y a buscar chiribizcos para renovarlo: mi maestra volvía a su butaque; y sombría y firme, seguía cosiendo para ganar el pan de cada día. Ña Eugenia seguía tosiendo sin quejarse ni pedir nada. ¡Tales escenas me desgarraban el alma!

La monotonía en los usos y prácticas de mi escuela, sólo se interrumpía los viernes de Cuaresma en que mi maestra, al amanecer, se bañaba con sus discípulas en el Río Grande; y los días en que llegaba el Maestro Pablo con su violín o don Bernardo Filiche, a tomar chocolate a eso de la siesta.

Mi maestra está fresca, decíamos los viernes, llenos de alborozo; y en efecto, la frescura de su cuerpo como que refrescaba su alma, tornándola en suave y bondadosa. En días tan felices no había rezongos ni coscorrones; podíamos jugar algunas horas Cucumbé y Nana Abuela, en el patiecito de la casa, y la maestra hasta nos dirigía la palabra con cariño, por lo común para contarnos alguna anécdota picante.

El maestro Pablo llegaba de ordinario, por la mañana, después de haber oído misa entera en la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes. Era recibido con inusitadas muestras de alegría; se repatingaba en el sillón de cuero, templaba su violín y nos hacía oir los más caprichosos preludios. La animación crecía y crecía, a medida que el artista multiplicaba sus preludios; y, al fin, mi maestra daba la anhelada voz de mando, diciendo:

Vaya, muchachas!

Era de ver el júbilo retratado en todos los semblantes, como transfigurados por el arte de la música.

Unas cantaban:

Flor dorada que entre espinas
Tienes trono misterioso.

Otras:

Perdí mi corazón ¿lo habéis hallado,
Ninfas del valle en que penando vivo?

Pero el entusiasmo rayaba en el delirio, cuando el maestro rascaba casi con furia su violín e iniciaba, para coro, el cantarcillo popular, de legítima procedencia española:

Mañanitas, mañanitas,
¡Como que quiere llover!
Así estaban las mañanas
Cuando te empecé a querer.
Eres clavel, eres rosa,
Eres clavo de comer;
Eres azucena hermosa
Cortada al amanecer.

No soy clavel, no soy rosa,
No soy clavo de comer,
No soy azucena hermosa
Sino una infeliz mujer.

Chémala, agitando piernas y brazos, unía su vozarrón al concierto o desconcierto, y se hacía sobresaliente, y daba un do de pecho en aquello de:

Ya tocaron la diana,
Mi coronel lo mandó;
Abrí tus ojos, mi alma.
Chatilla, ya amaneció.

De repente, un olor a chorizo asado y a frijoles y queso fritos, se transmitía de la vecina cocinita del maestro a la sala de la escuela. El maestro, que tenía muy buenas narices y muy buen estómago, lo percibía en el acto. Guardaban el violín a toda prisa y decía, dominado por el apetito:

—Adiós, Colaca, la Dolores me espera; voy a almorzar.

Y nosotros quedábamos con la mayor de las tristezas, con la tristeza que deja el exceso del placer.

Cuando llegaban visitas, hacíamos una rápida evolución, girando sobre nuestro propio cuerpo, para presentar la espalda a la visita y tener la cara frente a la pared. Evolucionábamos de esa suerte para no ver lo que no nos importaba ni acostumbrarnos a tragar palabras, según decía mi maestra. En esto tal vez andaba un tanto desconcertada, pues con el rabo del ojo lo veíamos todo, y como la distancia era muy corta, nos poníamos muy al corriente de la conversación.

La evolución era, de ordenanza, hacerla con la mayor presteza cuando entraba de visita don Bernardo Filiche, el grande y buen amigo de mi maestra. Don Bernardo no era tal Filiche, sino Reyes; pero a su cuerpo delgadito y pequeño y a su cara seca y muy blanca, los hacedores de comparaciones le hallaron semejanza con el cuerpo y la cara de un señor Filiche, uno de los primeros cómicos de la legua, que allá por los años de treinta y tantos vino de España. Por comparación, pues, mis desocupados paisanos filicharon a nuestro don Bernardo.

Después de cariñosísimo saludo y de hablar del calor, o del frío, o del tiempo, mi maestra preguntaba, dulcificando su voz cuanto le era posible:

—¿Ya tomaste tragos, Bernardo?

—No, Colaca; vengo a tomarlos con vos.

Mi maestra se levantaba contentísima, salía presurosa bebiéndose los vientos, y hablaba unas pocas palabras con ña Encarnación, encargada del arte culinario. Acto continuo, Chémala salía a todo escape con dirección a las pulperías de Don Camilo, y a poco regresaba bañado en sudor y jadeante, trayendo en un plato dos tablillas de cacao guayaquil, dos panes de yema o dos cemitas, y una onza de mantequilla olanchana, bien envuelta en áspera tusa. ¡Momentos felices para nosotros! Mi maestra tomaba sus tragos de chocolate con Filiche, platicaba con vivísimo interés y nos olvidaba por completo. ¡Qué dicha! Podíamos respirar con libertad. Dios me perdone; pero aunque Filiche era casado y mi maestra era refractaria a los tiernos sentimientos, sospecho que en aquellas dos almas había algo así como el germen de un amor…

Tomado del Libro de Lectura de Quinto Grado, por Miguel Navarro. 1945.

Resumen de la novela Blanca Olmedo

La novela Blanca Olmedo es una de las más conocidas en Honduras. Y quizá, al igual que Prisión Verde, se le reconoce no por su mérito literario, sino por lo que tiene de crítica social.

Blanca Olmedo, una novela romántica escrita a principios del siglo XX, resulta ya anacrónica para su época, porque el período cultural del romanticismo ya se consideraba superado para ese tiempo.

Al contrario de Prisión Verde, que es una novela que trata de reflejar las vivencias de la gente humilde en los bananales de la Costa Norte, en Blanca Olmedo los protagonistas gozan de una exquisita educación que les permite usar siempre un lenguaje refinado. En las tertulias a las que asisten estos personajes se ejecutan piezas musicales famosas en Europa. El lugar de la acción aparece como una ciudad indeterminada en algún país del continente americano. Es hasta la última página del libro que nos damos cuenta que la acción se desarrolla en la ciudad de Danlí, Honduras, de dónde también es originaria la autora, Lucila Gamero de Medina.

De hecho, la protagonista de la novela, la señorita Blanca Olmedo, guarda cierto parecido con la autora, especialmente en lo que concierne a su perspectiva filosófica y religiosa. Doña Lucila gustaba de definirse a sí misma como «librepensadora», al igual que lo hace Blanca Olmedo en el libro. Lucila Gamero y Blanca Olmedo parecen profesar una cierta tendencia hacia el panteísmo y formulan fuertes críticas en contra de la religión católica-romana.

Blanca Olmedo es una historia trágica, es la historia de una joven que lucha por ser feliz en contra de una adversidad que la acecha a cada paso y que al final no logra vencer. Blanca Olmedo es una muchacha ejemplar, bella e inteligente, cualidades que en vez de favorecerle le atraen enemigos que no cejan en su empeño por destruirla.

Las desgracias de Blanca Olmedo comienzan cuando el personaje Elodio Verdolaga se ofrece para llevar los asuntos legales de su Padre, don Carlos Olmedo. Verdolaga se pone de acuerdo con el demandante para perjudicar a don Carlos, haciéndole perder sus bienes, y también pretende aprovecharse de la desgracia económica de la familia para aprovecharse de Blanca. Don Carlos se da cuenta de la traición de Verdolaga y se lo comunica a su hija Blanca, que desde ese momento empieza a despreciar a Verdolaga con todo su ser. Don Carlos muere poco después, agobiado por la desgracia.

Elodio Verdolaga es retratado como el perfecto sinvergüenza, como un caballero de industria, es decir, una persona sin escrúpulos que engaña, miente y estafa a cualquier incauto. Verdolaga está casado y tiene hijos, pero eso no es obstáculo para sus pretensiones de poseer a Blanca. No tiene título de abogado, pero aun así ejerce el derecho, y por medio de su astucia logra llegar al puesto de Juez de Letras, ante el asombro de Blanca, que ve como un hombre que es el epítome de la corrupción y el cinismo es premiado por el Estado con el puesto de administrador de justicia.

Blanca logra conseguir trabajo como institutriz en la casa de la señora Micaela Moreno y se hace amiga de su alumna, la señorita Adela. Adela es una adolescente que pasa muy enferma, agobiada por la manera estricta en que la cría su tía, la señora Micaela, quien es una fanática de la religión católica, del conservadurismo católico de su tiempo. Doña Micaela está convencida de que las diferencias entre las clases sociales existen por la voluntad de Dios, y que las personas que tienen dinero como ella no deben de tener relaciones de amistad con personas más desafortunadas. Por lo tanto, ella considera que Blanca Olmedo no es digna de su amistad, ni de la amistad de su sobrina ni de su hijo, porque es de una clase inferior. Doña Micaela se aferra a esta creencia retrógrada, a pesar de que Blanca Olmedo fue despojada de su herencia por medio del engaño –no nació pobre– y que tiene mayor educación y buenos modales que ella, que se cree superior solo por el hecho de tener más dinero.

Doña Micaela es instruida en asuntos religiosos por el joven Padre Sandino, quien la visita asiduamente con el objeto de ver a la joven Blanca, de quien se enamora de manera enfermiza, y a quien pretende conquistar, a pesar de que sus votos religiosos de castidad se lo prohiben. El padre Sandino llega hasta el extremo de renegar de su religión delante de la señorita Blanca, con el afán de convencerla de que sus votos de castidad no significan nada para él, mientras en público aparenta ser un modelo de piedad cristiana. El padre Sandino sufre el lógico rechazo de Blanca.

El joven médico Gustavo Moreno, hijo de doña Micaela no tarda en darse cuenta de la belleza de Blanca Olmedo y en pretender su amor, pero Blanca, sabiendo la opinión de doña Micaela trata de esquivarlo por todos los medios, y se hace amiga del joven Joaquín Leiva, quien llega a visitarla frecuentemente. Leiva termina también enamorado de Blanca, pero ésta también lo rechaza.

Al final Gustavo logra vencer la resistencia de Blanca y la hace su novia. Esto provoca el esperado rechazo visceral de doña Micaela, quien se resiste a que su hijo se case con una mujer que ella considera inferior. Gustavo logra apaciguar a su madre por un tiempo, mientras el padre Sandino y Verdolaga conspiran juntos para separar a la pareja. Para ganar tiempo le aconsejan que se posponga el matrimonio, y a esta petición Gustavo accede gustoso.

Elodio Verdolaga propone hacer uso de sus influencias políticas para mandar a Gustavo a la guerra, reteniendo las cartas que éste mande a su novia. Doña Micaela accede a este plan, a pesar del peligro que representa para su hijo.

Después de que Gustavo parte a la guerra, doña Micaela despide a Blanca de la casa, no sin antes haberla insultado haciéndose eco de las calumnias que le comunicaron el padre Sandino y Verdolaga. Verdolaga le había dicho que Blanca había sido su amante. El padre Sandino acusó a Blanca de tratar de seducirlo. A estas calumnias Doña Micaela agregó la acusación de que Blanca había seducido a Gustavo por interés material, y de que lo había «prostituido».

Blanca sale muy agitada y enferma de la casa de doña Micaela y se va a refugiar a la casa de la que había sido su empleada doméstica, quien le contó el secreto de que en realidad Gustavo no era hijo de doña Micaela.

Blanca no logra comunicarse con Gustavo. Las cartas que ambos se dirigen son retenidas por el correo, a instancias de Verdolaga. La salud de Blanca empeora cuando Verdolaga publica sus calumnias en un periódico. Al final Blanca muere con su vestido de novia, sin haber visto a Gustavo. Cuando Gustavo regresa de la guerra y es informado de la situación se suicida y la joven Adela muere de la impresión que le produjo la muerte de Gustavo.

En el epílogo, un epitafio en el mausoleo en que sepultaron a Gustavo, Blanca y Adela reza: Víctimas inocentes de un Representante de la Justicia, de un Representante de la Religión Católica y de una Mujer Fanática. El cura Sandino desaparece del lugar, Doña Micaela se arrepiente del mal cometido y funda un asilo para ayudar a chicas pobres y Elodio Verdolaga es condenado a cadena perpetua por sus múltiples crímenes.

La novela no está disponible en Amazon, pero se puede adquirir en AbeBooks.com. También se puede leer fragmentos de ella en Google Books. Para conseguir un ejemplar también puede intentar comunicarse con Editorial Guaymuras.

Resurrexit

Por: José Antonio Domínguez
(hondureño)

En los tiempos gloriosos ya distantes
en que andaba en la tierra el Nazareno
y la flor del milagro no era un mito,
aconteció lo que contaros quiero.

En la remota comarca cuyo nombre
ha olvidado la Historia según creo
hubo entre dos ejércitos rivales
un combate reñido muy sangriento.

Y estando de camino al otro día
con su amado discípulo el Maestro,
cruzaron a los rayos de la aurora
el campo de cadáveres cubierto.

Bien pronto al escuchar los dolorosos
ladridos que lanzaba un pobre perro,
al sitio se acercaron donde exánime
dormido al parecer yacía el dueño.

Era un joven de pálido semblante
y de agraciado y varonil aspecto
cuya temprana vida cortó en breve
un proyectil que penetró en su pecho.

Aún de sus yertos ojos se advertía
una gota rodar de llanto acerbo.
¡quizá tendría madre y también novia!
¡Tal vez le amaban mucho y era bueno!

—Mucho habrán de sentirlo sus parientes,
pero él es ya feliz— dijo el Maestro.—
Y en tanto, junto al amo dando vueltas,
proseguía ladrando el pobre perro.

¡Escena singular! Cual si implorara
algún auxilio sobrehumano de ellos,
aquel pobre animal con sus aullidos
parecía empeñado en conmoverlos.

Y al ver que vacilaban, sus clamores
tornaba al punto en agasajos tiernos;
a sus pies gemebundo se arrojaba
y hablar tan sólo le faltaba al perro.

—¡Qué amor tan entrañable y casi humano
revela ese animal!— exclamó Pedro.
Por su fidelidad ¡cuál se traslucen
de su amo los hermosos sentimientos!

¡Qué lástima de joven, se diría
que no debió morir; y que si el cielo
otorgarle quisiera nueva vida
le ablandara las quejas de ese perro.—

Absorto Jesucristo meditaba.
De su místico arrobo al fin saliendo
—Tienes razón— le dijo a su discípulo.
Merecía vivir ese mancebo.—

Y aplicando sus manos al cadáver
cicatrizó la herida de su pecho;
y en nombre del Creador de cielo y tierra
volvió la vida al que se hallaba muerto.

Luego sumióle en sueño delicioso:
acalló los ladridos de su perro,
y después a los rayos de la aurora
se alejó de aquel sitio con San Pedro.

Marzo de 1903. (*)

(*) Pocos días después de haber escrito esta bella poesía, nuestro infortunado amigo Domínguez se suicidó en Juticalpa, a los 34 años de edad (5 de abril de 1903). Tomado de la revista Ariel, dirigida por Froylán Turcios.

Prisión Verde, de Ramón Amaya Amador: Resumen del libro

Esta novela es sin duda una de las más populares en Honduras, no por la perfección de su arte literario, sino por su valiente denuncia de las condiciones de explotación de los trabajadores hondureños por parte de las compañías bananeras norteamericanas. Su autor, Ramón Amaya Amador, quien trabajó por un tiempo en los campos bananeros como regador de veneno, al ingresar en el periodismo decidió denunciar las condiciones de explotación que él presenció de primera mano, lo que le ganó la antipatía del régimen dictatorial de Tiburcio Carías Andino —quien defendía los intereses de las bananeras— por lo que tuvo que salir exiliado del país.

Ramón Amaya Amador hace uso de su experiencia en los campos bananeros para elaborar su novela. El propósito del autor —más que hacer un aporte literario— es crear una conciencia política que produzca un cambio social que mejore las condiciones de vida de los trabajadores hondureños.

Según el escritor Armando García, Prisión Verde “ha sido el libro más perseguido del país. Por mucho tiempo fue prueba de convicción para el encarcelamiento. Los viejos de mi pueblo aún bajan la voz al sólo mencionar su nombre. Muchas veces fue enterrado vivo en la soledad de los patios después del Golpe de Estado” (Armando García, 1997).

Los campos bananeros son descritos en la novela como una “prisión verde”, por la misteriosa atracción que ejercen sobre los trabajadores que viven ahí, quienes a pesar de ser explotados y vejados en ellos, sienten el impulso a quedarse trabajando ahí a pesar de todas las dificultades.

Amaya Amador empieza su relato en el ambiente de una de las oficinas de las compañías, en la que un “jefe gringo” —Mister Still— intenta convencer al terrateniente Luncho López para que le venda sus tierras a la compañía bananera. En su intento para convencerlo le ayudan dos amigos de López: Sierra y Cantillano, quienes ya vendieron sus tierras e intentan influenciar a su amigo para que haga lo mismo, pero él se rehusa tercamente.

Después de la reunión con los terratenientes, aparece en mala facha el señor Martín Samayoa, quien después de haber derrochado el dinero que le dio la compañía por su terreno, buscaba la ayuda de Mister Still para que le diera un trabajo de capataz, pero éste lo despreció y lo mandó a buscar trabajo de peón. Desalentado por el desaire y sin dinero, Samayoa tuvo la suerte de conocer al campeño Máximo Luján, quien lo llevó a vivir a su casa, un lugar miserable en el que vivía hacinado con otros trabajadores de la bananera y le consiguió trabajo como regador de veneno.

El capataz de la compañía, que le dio el trabajo a Samayoa, y para el cual trabajaba también Máximo Luján, era un hondureño que hablaba con acento agringado, por que era tanto su servilismo que quería imitar a sus jefes, con lo que se ganaba el desprecio y la burla de los que para él trabajaban, aunque por razones obvias no se atrevían a decírselo de frente.

En cada episodio del libro siempre hay alguna injusticia de parte de la Compañía que provoca la indignación de los campeños. Aunque no todos tienen la misma conciencia de su situación, hay quienes se han acostumbrado a la opresión, la ven como lo más normal del mundo, y no protestan. Pero el grupo de Máximo Luján va adquiriendo cada vez más conciencia social. En contra de los que proponen la violencia ciega como respuesta a la opresión —como el viejo Lucio Pardo— Luján propone que la victoria de la clase obrera reside en su capacidad de organización, y que hasta que no hayan creado su propio partido político y derribado a la dictadura no podrá haber un cambio en las condiciones de vida de los campeños.

La lectura de unos periódicos obreros, que Luján comparte en tertulias por las noches con sus compañeros, le confirman en sus convicciones revolucionarias y le ofrecen nuevas perspectivas. La muerte de un compañero regador de veneno —Don Braulio— produce indignación y hace reflexionar a los campeños. Frente al cadáver de su compañero, quien murió doblegado por la tuberculosis en plena faena, Luján dice: “Este hombre fue uno de los tantos engañados y explotados. Puso su fuerza vital en las plantaciones, primero con el anhelo de hacer fortuna y, después, por la necesidad de ganar un mendrugo. ¡Se lo comió el bananal! Murió de pie, con la ‘escopeta’ en la mano, sirviendo a los amos extranjeros”.

Sobre los partidos políticos tradicionales: el Partido Nacional y el Partido Liberal, Luján opina que “tienen la misma esencia: oligarquía; padecen la misma enfermedad: demagogia; y sirven al mismo patrón: las Compañías Bananeras”… “En política necesitamos algo distinto al caudillismo tradicional, al compadrazgo, al paternalismo de las ‘gorgueras’. Necesitamos que los anhelos de las masas trabajadoras se plasmen en un ideal político, y este ideal, en un verdadero partido de los trabajadores, partido revolucionario de verdad. Ya no debemos creer en los hombres-ídolos: de sus promesas está llena nuestra historia política”.

Las mujeres también son víctimas de la opresión capitalista de las bananeras. La miseria obliga a muchas campeñas a dedicarse a la prostitución. A una mujer del grupo de Luján —Catuca Pardo— el capitán Benítez la viola, la deja embarazada y luego no se hace cargo del niño. Un jefe gringo —Míster Jones— se enamora de Juana, otra mujer del grupo de Luján, pero ésta tiene marido, por lo que rechaza sus ofrecimientos. Ante esto, otro jefe gringo decide mandar a matar al marido para dejarle abierto el camino a su compañero. Luego de un tiempo, Juana hace un acuerdo de sexo regular para el gringo enamorado a cambio de dinero, además de un trabajo como regadora de veneno. Esto lo hizo para ayudar al hijo de Catuca. Juana nunco supo quien había matado a su marido. El agringado capitán Benítez también estuvo involucrado con ese asesinato.

Al terrateniente Luncho López lo convencen para que trabaje como productor independiente de banano, con un acuerdo con la compañía. Luncho López se ilusiona con su nuevo papel de empresario bananero, pero la compañía no le provee de los insumos acordados y le hace caer en la ruina. Ahí se da cuenta que lo engañaron para hacerlo caer en la quiebra para forzarlo a vender su propiedad. Pero López aun así se niega tercamente a venderles. Ante esta negativa, el gobierno nacionalista interviene, y amenaza quitarle sus tierras por la fuerza. Luncho López muere de tristeza, por que él había sido un gran defensor de la dictadura nacionalista. Ahí se dio cuenta de la actitud apátrida de las autoridades del gobierno.

Los otros terratenientes Sierra y Cantillano terminan en la ruina luego de ser estafados en un negocio por Estanio Párraga, un abogado de la Compañía que también era diputado del Congreso Nacional. Estanio Párraga era el abogado que había engañado a Luncho López. Sierra y Cantillano terminan pidiendo trabajo de peones en la compañía, como ya le había tocado a Martín Samayoa.

La situación de los trabajadores empeora cuando suben de precio los productos de los comisariatos, que eran propiedad de la misma compañía. A los trabajadores el gobierno les cobra impuestos para crear escuelas y hospitales, y sin embargo no reciben ninguno de esos servicios.

Cuando muere un conductor de una grúa en un accidente, un jefe gringo se enoja con el difunto por echar a perder la máquina con valor de miles de dólares y grita encolerizado: “¡Mejor se hubieran matado cien desgraciados!”. Esto provoca una gran indignación de los trabajadores que no soportan tantas vejaciones, por lo que deciden ir a la huelga. Y deciden nombrar a Máximo Luján como director de la misma, quien acepta el cargo a pesar de que piensa que la huelga se ha hecho en forma prematura.

Lo que sucede a continuación le da la razón a Luján. La huelga es rápidamente reprimida por los militares. A los compañeros de Luján se los llevan presos, y a él lo matan y lo entierran debajo de una mata de plátano.

El viejo Lucio Pardo, como venganza de la muerte de Luján, a quien le tenía aprecio como si fuera un hijo, hace volcar el motocarro en el que se conducían un jefe gringo: Míster Foxer; dos capataces: Encarnación Benítez y Carlos Palomo; y el coronel que mató a Luján. Todos ellos mueren en el accidente. Los jefes gringos quieren dar un castigo ejemplar, y por medio de torturas pretende hacer confesar a Lucio y sus amigos sin lograrlo. Pero los ex-terratenientes Sierra y Cantillano, que no son tan fuertes, confiesan bajo tortura un crimen que no cometieron. Ya iban a matar a Sierra y Cantillano cuando Lucio Pardo, con el fin de liberar a los inocentes, se presenta ante sus verdugos para confesar que él fue el autor del atentado.  Lucio Pardo muere ahorcado a mano de los militares.

El libro se cierra con los amigos recordando a Máximo Luján y su legado: “La prisión verde no es solo oscuridad. Máximo encendió en ella el primer hachón revolucionario. Otros cientos de hermanos se encargarán de mantenerlo enhiesto”.

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