Esta novela es sin duda una de las más populares en Honduras, no por la perfección de su arte literario, sino por su valiente denuncia de las condiciones de explotación de los trabajadores hondureños por parte de las compañías bananeras norteamericanas. Su autor, Ramón Amaya Amador, quien trabajó por un tiempo en los campos bananeros como regador de veneno, al ingresar en el periodismo decidió denunciar las condiciones de explotación que él presenció de primera mano, lo que le ganó la antipatía del régimen dictatorial de Tiburcio Carías Andino —quien defendía los intereses de las bananeras— por lo que tuvo que salir exiliado del país.
Ramón Amaya Amador hace uso de su experiencia en los campos bananeros para elaborar su novela. El propósito del autor —más que hacer un aporte literario— es crear una conciencia política que produzca un cambio social que mejore las condiciones de vida de los trabajadores hondureños.
Según el escritor Armando García, Prisión Verde “ha sido el libro más perseguido del país. Por mucho tiempo fue prueba de convicción para el encarcelamiento. Los viejos de mi pueblo aún bajan la voz al sólo mencionar su nombre. Muchas veces fue enterrado vivo en la soledad de los patios después del Golpe de Estado” (Armando García, 1997).
Los campos bananeros son descritos en la novela como una “prisión verde”, por la misteriosa atracción que ejercen sobre los trabajadores que viven ahí, quienes a pesar de ser explotados y vejados en ellos, sienten el impulso a quedarse trabajando ahí a pesar de todas las dificultades.
Amaya Amador empieza su relato en el ambiente de una de las oficinas de las compañías, en la que un “jefe gringo” —Mister Still— intenta convencer al terrateniente Luncho López para que le venda sus tierras a la compañía bananera. En su intento para convencerlo le ayudan dos amigos de López: Sierra y Cantillano, quienes ya vendieron sus tierras e intentan influenciar a su amigo para que haga lo mismo, pero él se rehusa tercamente.
Después de la reunión con los terratenientes, aparece en mala facha el señor Martín Samayoa, quien después de haber derrochado el dinero que le dio la compañía por su terreno, buscaba la ayuda de Mister Still para que le diera un trabajo de capataz, pero éste lo despreció y lo mandó a buscar trabajo de peón. Desalentado por el desaire y sin dinero, Samayoa tuvo la suerte de conocer al campeño Máximo Luján, quien lo llevó a vivir a su casa, un lugar miserable en el que vivía hacinado con otros trabajadores de la bananera y le consiguió trabajo como regador de veneno.
El capataz de la compañía, que le dio el trabajo a Samayoa, y para el cual trabajaba también Máximo Luján, era un hondureño que hablaba con acento agringado, por que era tanto su servilismo que quería imitar a sus jefes, con lo que se ganaba el desprecio y la burla de los que para él trabajaban, aunque por razones obvias no se atrevían a decírselo de frente.
En cada episodio del libro siempre hay alguna injusticia de parte de la Compañía que provoca la indignación de los campeños. Aunque no todos tienen la misma conciencia de su situación, hay quienes se han acostumbrado a la opresión, la ven como lo más normal del mundo, y no protestan. Pero el grupo de Máximo Luján va adquiriendo cada vez más conciencia social. En contra de los que proponen la violencia ciega como respuesta a la opresión —como el viejo Lucio Pardo— Luján propone que la victoria de la clase obrera reside en su capacidad de organización, y que hasta que no hayan creado su propio partido político y derribado a la dictadura no podrá haber un cambio en las condiciones de vida de los campeños.
La lectura de unos periódicos obreros, que Luján comparte en tertulias por las noches con sus compañeros, le confirman en sus convicciones revolucionarias y le ofrecen nuevas perspectivas. La muerte de un compañero regador de veneno —Don Braulio— produce indignación y hace reflexionar a los campeños. Frente al cadáver de su compañero, quien murió doblegado por la tuberculosis en plena faena, Luján dice: “Este hombre fue uno de los tantos engañados y explotados. Puso su fuerza vital en las plantaciones, primero con el anhelo de hacer fortuna y, después, por la necesidad de ganar un mendrugo. ¡Se lo comió el bananal! Murió de pie, con la ‘escopeta’ en la mano, sirviendo a los amos extranjeros”.
Sobre los partidos políticos tradicionales: el Partido Nacional y el Partido Liberal, Luján opina que “tienen la misma esencia: oligarquía; padecen la misma enfermedad: demagogia; y sirven al mismo patrón: las Compañías Bananeras”… “En política necesitamos algo distinto al caudillismo tradicional, al compadrazgo, al paternalismo de las ‘gorgueras’. Necesitamos que los anhelos de las masas trabajadoras se plasmen en un ideal político, y este ideal, en un verdadero partido de los trabajadores, partido revolucionario de verdad. Ya no debemos creer en los hombres-ídolos: de sus promesas está llena nuestra historia política”.
Las mujeres también son víctimas de la opresión capitalista de las bananeras. La miseria obliga a muchas campeñas a dedicarse a la prostitución. A una mujer del grupo de Luján —Catuca Pardo— el capitán Benítez la viola, la deja embarazada y luego no se hace cargo del niño. Un jefe gringo —Míster Jones— se enamora de Juana, otra mujer del grupo de Luján, pero ésta tiene marido, por lo que rechaza sus ofrecimientos. Ante esto, otro jefe gringo decide mandar a matar al marido para dejarle abierto el camino a su compañero. Luego de un tiempo, Juana hace un acuerdo de sexo regular para el gringo enamorado a cambio de dinero, además de un trabajo como regadora de veneno. Esto lo hizo para ayudar al hijo de Catuca. Juana nunco supo quien había matado a su marido. El agringado capitán Benítez también estuvo involucrado con ese asesinato.
Al terrateniente Luncho López lo convencen para que trabaje como productor independiente de banano, con un acuerdo con la compañía. Luncho López se ilusiona con su nuevo papel de empresario bananero, pero la compañía no le provee de los insumos acordados y le hace caer en la ruina. Ahí se da cuenta que lo engañaron para hacerlo caer en la quiebra para forzarlo a vender su propiedad. Pero López aun así se niega tercamente a venderles. Ante esta negativa, el gobierno nacionalista interviene, y amenaza quitarle sus tierras por la fuerza. Luncho López muere de tristeza, por que él había sido un gran defensor de la dictadura nacionalista. Ahí se dio cuenta de la actitud apátrida de las autoridades del gobierno.
Los otros terratenientes Sierra y Cantillano terminan en la ruina luego de ser estafados en un negocio por Estanio Párraga, un abogado de la Compañía que también era diputado del Congreso Nacional. Estanio Párraga era el abogado que había engañado a Luncho López. Sierra y Cantillano terminan pidiendo trabajo de peones en la compañía, como ya le había tocado a Martín Samayoa.
La situación de los trabajadores empeora cuando suben de precio los productos de los comisariatos, que eran propiedad de la misma compañía. A los trabajadores el gobierno les cobra impuestos para crear escuelas y hospitales, y sin embargo no reciben ninguno de esos servicios.
Cuando muere un conductor de una grúa en un accidente, un jefe gringo se enoja con el difunto por echar a perder la máquina con valor de miles de dólares y grita encolerizado: “¡Mejor se hubieran matado cien desgraciados!”. Esto provoca una gran indignación de los trabajadores que no soportan tantas vejaciones, por lo que deciden ir a la huelga. Y deciden nombrar a Máximo Luján como director de la misma, quien acepta el cargo a pesar de que piensa que la huelga se ha hecho en forma prematura.
Lo que sucede a continuación le da la razón a Luján. La huelga es rápidamente reprimida por los militares. A los compañeros de Luján se los llevan presos, y a él lo matan y lo entierran debajo de una mata de plátano.
El viejo Lucio Pardo, como venganza de la muerte de Luján, a quien le tenía aprecio como si fuera un hijo, hace volcar el motocarro en el que se conducían un jefe gringo: Míster Foxer; dos capataces: Encarnación Benítez y Carlos Palomo; y el coronel que mató a Luján. Todos ellos mueren en el accidente. Los jefes gringos quieren dar un castigo ejemplar, y por medio de torturas pretende hacer confesar a Lucio y sus amigos sin lograrlo. Pero los ex-terratenientes Sierra y Cantillano, que no son tan fuertes, confiesan bajo tortura un crimen que no cometieron. Ya iban a matar a Sierra y Cantillano cuando Lucio Pardo, con el fin de liberar a los inocentes, se presenta ante sus verdugos para confesar que él fue el autor del atentado. Lucio Pardo muere ahorcado a mano de los militares.
El libro se cierra con los amigos recordando a Máximo Luján y su legado: “La prisión verde no es solo oscuridad. Máximo encendió en ella el primer hachón revolucionario. Otros cientos de hermanos se encargarán de mantenerlo enhiesto”.
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