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El Ángel de la Balanza (cuento de Navidad)

Por Alejandro Castro, hijo

Es fácil leer en los ojos de los niños las fantasías que hacen ronda en sus cabecitas, cuando se asoman a las vitrinas iluminadas,  donde la Navidad desparrama su pequeño y florido mundo. ¡Quién no los ha visto transportados a ese universo mágico que se mueve según sus propias leyes y tiene conceptos propios de la dimensión y del color! La vitrina es una ciudad de juguete por cuyos misteriosos vericuetos deambula la personalidad íntima del niño, absorbiendo intensamente todo lo que hay allí de maravilloso o increíble, disfrutando con todas sus fuerzas emotivas de una realidad que solo él comprende y que es tan válida como la otra —la que se extiende fuera de ese recinto embrujado de paredes de vidrio— pero más deseable porque no conoce el desencanto.

Si el niño tiene esperanzas fundadas de posesionarse de las prendas que relucen en ese bazar de ensueño, su mirada brilla con el gozo anticipado de la conquista. Si es de la grey cuitada de los que nacieron con el sino de ver convertidos en imposibles sus menores deseos, entonces despedirán sus ojos un rayo apasionado y ardiente que es como luz sideral que envía una lejana nebulosa en la cual empieza a formarse el vórtice del resentimiento. El héroe de nuestra pequeña historia era de estos últimos.

Pongamos que tuviera diez años, edad en que la vida se sirve revelarnos ya que el mundo está integrado con fuertes dosis de amargura. Digamos que era lustrabotas, o que se ganaba el sustento “haciendo mandados” o “metiendo leña”, porque es imprescindible para los efectos de su pequeña aventura que el muchacho disponga de un pequeño capital. Lo concreto es que a esa temprana edad ya podía pagarse su vestido y su alimentación, como sucede con tantos niños de este país que tienen por madrastra a la miseria. Este jovencito, todo un hombre de pueblo, no disponía de más socorro que el muy liviano que podía prestarle su madre, humilde señora a quien se le iba la existencia entre los ajetreos del “planchar ajeno” o “el servir” en las casas acomodadas, o el lavar en el río. Él y su madre eran dos pobres náufragos agarrados a la tabla de salvación de trabajos infames y mal remunerados.

Nuestro héroe —a quién estamos tentados de llamar Ángel, por lo que en esta historia llevó a cabo— andaba alborotado con la llegada de la Pascua. Las tiendas habían abierto sus escaparates como si fueran puertas de entrada a un mundo extraterreno donde aviones de alas purpurinas planeaban con sus cuatro motores sobre trenes argentados; ejércitos de indios pieles rojas esperaban en sus cajas el grito de batalla; arcos y flechas se ofrecían al osado cazador y revólveres con mango de concha nácar dormitaban en sus fundas, invitando a la lucha de vaqueros y bandidos. Ángel —pues ya hemos aceptado este apelativo para protagonista— pasaba y repasaba frente a los mostradores, preguntándose cuánto costaría ese tanque o aquel hermoso autobús. Por la noche, dormido plácidamente en su catre, se convertía en piloto de un avión a chorro o en conductor de una vertiginosa motocicleta.

Y, no obstante, fue un personaje casi insignificante, un ente anónimo de la sociedad jugueteril, quien capturó todas las simpatías del pequeño. Era un señor de nariz colorada, ojos picarescos, sombrero ladeado y traje a cuadros, cuyas rayas multicolores revelaban una elegancia algo arrabalera pero pintoresca y enérgica. Cuando se le daba cuerda al fulano empezaba a caminar cual si estuviera ejecutando una danza grotesca, miraba a uno y otro lado con sonrisa cínica y temblaba espasmódicamente como si lo sobrecogiera el baile de San Vito. Ángel se moría de la risa siempre que los dependientes ponían en movimiento al inquietante personajillo y se formulaba el voto de comprarlo a toda costa. ¿Imaginan ustedes el triunfo de soltarlo a caminar en la rueda de amigotes que todos los días se reunían en el parque? Los aires que podría darse cuando le dijeran: ¡Dale cuerda! ¡Dale cuerda! Es claro que sus compañeros lo iban a considerar como el pequeño empresario, al afortunado manager de un artista estrambótico que derrochaba a su paso el mar de la gracia.

—¡Voy a ahorrar!— dijo Ángel. ¡Voy a comprarlo!

Y en lo sucesivo fue guardando una parte del producto de sus “lustres”, de sus “mandados” y de sus “metidas de leña”. Conservaba su pequeño ahorro metido en el nudo de un pañuelo y primero le hubieran arrancado la vida que su oculto tesoro.

¡Qué bonita parecía la Pascua el día en que se encaminaba a la tienda apretando el fruto de sus penas bajo el bolsillo del pantalón! Llevaba consigo el precio del juguete y sentía por todo el cuerpo el extraño gozo de quien va a rescatar a un prisionero que por largo tiempo ha estado sufriendo inmerecido encierro. Era tarde. Brillaban los focos del alumbrado público y los faros de los caros. Pero casi todos los almacenes que mantenían abiertas sus puertas, porque pareciera que todo el mundo experimenta un placer especial en dejar sus compras para última hora.

Entró a la tienda. ¡Allí estaba su hombre, viéndolo de lado con las cejas enarcadas, como si lo invitara a una travesura.

Estaba buscando un dependiente a quien dirigirse cuando vio a su tocayo, el ángel. En un punto del espacio donde se cruzaban las luces de dos lámparas fluorescentes, allí estaba él, sereno, magnífico, balanceándose levemente en la atmósfera cargada de un suave aroma de fiesta y de misterio. El niño miró furtivamente en todas las direcciones para cerciorarse de que sólo él se había percatado de la visión alada. Nadie se daba por enterado.

Ángel sospechaba que nadie más podía contemplar al mensajero de los céfiros, porque era casi transparente. Parecía hecho en celofán y sus alas eran apenas unas finas estrías que brillaban a trechos. El rostro era tan blanco como las nubes cuando les da de lleno el sol veraniego y los ojos lo miraban con serenidad inmutable, severos, aunque dulces. El ángel se parecía mucho, muchísimo, a sus congéneres de la Catedral, esos que salían en andas en las procesiones de Semana Santa, con la mano levantada a la altura de la cabeza, como si fueran bendiciendo. Y el ángel tenía una balanza en la mano derecha.

El niño había tenido ya varios encuentros con la diáfana imagen. Éste era el ángel de la guarda de que le hablara a su madre desde que era muy chico. Como un ave majestuosa de plumas cristalinas, se le aparecía súbitamente siempre que estaba a punto de tomar una decisión difícil. Silencioso, lumínico, esperaba que el muchacho formulara su voluntad, para disiparse luego en el espacio con menos ruido que el roce de una pluma en el viento. Era un ángel guardián peculiar, porque, además, estaba encargado de juzgar sus acciones.

Ángel, el terreno, sabía que en esa balanza estaban acumuladas sus buenas y malas acciones. Esto era lo que hacía tan imponente y solemne la presencia del alado juez, pues nunca se retiraba sin haber puesto los actos del niño en el platillo justo. En esto era inexorable. ¡Y cuán recargada estaba la balanza del lado de las acciones censurables! ¡Allí había de todo. Cabezas rotas, insolencias con la madre, pequeños latrocinios, abundantes mentiras, malas palabras, peores hechos, ira, egoísmo, mucho vagabundeo, poco de iglesia, nada de escuela, focos quebrados a hondazos, dinero perdido a los naipes. ¡Qué confusión de cosas de las cuales se sentía avergonzado! ¿No iría el ángel a poner su muñeco entre el montón de culpas multiformes?

Parecióle al niño que su ángel movía levemente las alas y que en una brisa muy tenue le llegaba el recuerdo de su madre. Ella no tendría seguramente quien le diera sus “pascuas”. Ella estaría hoy, como todos los días, pegada a un montón de ropa almidonada, plancha en mano, yendo y viniendo del fogón a la mesa de labor. ¿Quería él a su madre? ¿No la tenía casi olvidada? Pues salía de la casucha muy de mañana y no volvía sino hasta bien entrada la noche. ¿No sería su madre demasiado pobre, no se sacrificaba demasiado por él? ¿Y él, que le daba en cambio, además de sinsabores? En esa tienda prosaica y entre ajetreo de la gente apurada, se produjo esa noche el milagro más puro de la Navidad. Todo lo que la santa fiesta tiene de amoroso sentimiento, de limpio, de fragante, se condensó pronto en el corazón del niño, inundándole de piedad filial. Fulminantemente, y como si hubiera estado al borde de abominable tentación, renunció a su juguete, al hombrecillo de cuerda con la chaqueta pintarrajeada. Con un vigor que nacía de la más sólida certidumbre, se acercó al dependiente más cercano y le dijo sin vacilar:

—¡Quiero un corte para vestido de mujer!

El hombre le mostró varias piezas de género y después de murmurar las trivialidades propias de su menester, agregó:

—Si es para tu mamá, este le quedará muy bien.

Convinieron el precio y todavía dijo Ángel:

—Envuélvamelo en papel de regalo…

El otro ángel, el que se columpiaba arriba en una nube de oro, sonrió miríficamente, puso la balanza a nivel y como un soplo se fue a dar cuenta de su hallazgo.

El niño apretó el paquetito bajo el brazo y salió corriendo en derechura a su casa. La prisa ponía alas en sus pies…

En mi país – Guillermo Anderson

Letra

En mi país, de guamil y sol ardiente
se ve la historia en los rostros de la gente
hermosa tierra vuelo de gaviota herida
tenés la luz que va repartiendo vida.
Sos la semilla y sos la fuerza en el arado
tenés el alma en el bullicio del mercado.

Suenen la guitarra y la marimba
las maracas con el acordeón
que suenen la flauta y la caramba
suenen el tambor y el caracol.

En mi país, rumor de mar selva y quebrada
están el sabor de la naranja y la guayaba
está el color de la flor que no marchita
está el olor a café en la tardecita
y aquí está el África en canción vida y tambores
leyenda negra cayuco lleno de flores.

Suenen la guitarra y la marimba
las maracas con el acordeón
que suenen la flauta y la caramba
suenen el tambor y el caracol.

Para quererte el corazón mío no alcanza
pero esta luz, multiplica la esperanza
en que la selva no combata al fuego sola
y que la espina se convierta en brassavola.

Suenen la guitarra y la marimba
las maracas con el acordeón
que suenen la flauta y la caramba
suenen el tambor y el caracol, en mi país.

Apuntes biográficos sobre Guillermo Anderson

Nació en la Ceiba, Atlántida Honduras, el 26 de febrero de 1962.

El apellido Anderson lo obtiene de su abuelo paterno, George Henry Anderso, el cual fue un estadounidense hijo de emigrantes suecos que llegó a la costa norte de Honduras a trabajar en una compañía bananera.

La comunidad garífuna que vive en La Ceiba influenció el estilo musical de Anderson, que consiste en mezclar ritmos tropicales y percusiones garífunas con música contemporánea.

Guillermo Anderson celebró la naturaleza y la vida sencilla en Honduras. Transmitió en su arte una preocupación por la conservación del medio ambiente y la cultura autóctona. Sus canciones son historias sobre la vida diaria y las luchas de la gente común en Honduras.

Su estilo llamó la atención del personal diplomático de varias embajadas en Honduras, y por eso recibió invitaciones para cantar en otros países, lo que lo llevó a cosechar aplausos en todo el continente americano, en Europa y Asia.

Fue a Estados Unidos a estudiar Letras. Se graduó en la Universidad de California de Santa Cruz en 1986, especializándose en literatura hispanoamericana.

Al regresar a La Ceiba en 1987 creó el grupo artístico y cultural COLECTIVARTES junto con un grupo de amigos extranjeros.

Guillermo Anderson se da a conocer con el tema «En mi país», una canción patriótica que exalta la belleza de la vida en Honduras y hace referencia a su folklore y sus símbolos.

Su tema más popular es «El encarguito», una canción en la que habla de varias comidas tradicionales de Honduras y la nostalgia que por ella sienten los hondureños cuando están fuera de su país.

Sobre el reggaetón opinaba que «el problema no es la forma, sino el contenido».

Guillermó Anderson también escribió tres libros: «Del Tiempo y el Trópico», «Bordeando La Costa» y «Ese mortal llamado Morazán».

Murió el 6 de agosto de 2016 de un cáncer de tiroides.

Honduras

Por: Carlos Manuel Arita Palomo

Honduras, adorada Patria mía,
tierra de luz, de amor y de quimera,
con sus campos de eterna primavera
y su maravillosa geografía.

Su tierra legendaria es de poesía,
como un sueño radioso es su bandera,
su campiña fragante y hechicera
y sus cielos de sol y pedrería.

Sus valles son inmensos y grandiosos,
sus ríos y sus lagos luminosos
y gemas rutilantes son sus mares.

Sus próceres excelsos son su gloria,
su pasado inmortal toda su historia
y un verdeante cantar son sus pinares.

La tierra donde nací

Por Carlos Manuel Arita (1912-1989)

Me siento feliz aquí
en esta tierra adorada,
pues yo no cambio por nada
la tierra donde nací.

Honduras es para mí
el más preciado tesoro,
por eso lejos añoro
la tierra donde nací.

Cuanta nostalgia sentí
pensando en los patrios lares
cuando escribí los cantares
del suelo donde nací.

Con que tristeza me fui
como si fuera llorando
dondequiera recordando
la tierra donde nací.

Toda la tierra es así,
—soñadora y primorosa—,
más para mí es más hermosa
la tierra donde nací.

Cuando les digo yo aquí
que mi tierra es un encanto
es porque yo adoro tanto
la tierra donde nací.

Y si me preguntan: ¿Dí
el nombre de un gran país?
contestaría feliz:
¡La tierra donde nací!

Y si me dicen a mí:
¿Por qué ese amor tan profundo?
Les diría que es mi mundo
la tierra donde nací.

Un día en la calle oí
su nombre dulce y bendito
y el alma entera dio un grito:
¡La tierra donde nací!

La quiero yo porque sí,
con un amor verdadero
(Está alumbrando un lucero
la tierra donde nací).

Todo a mi patria le dí
y adoro mis patrios lares
y llevo aquí en mis cantares
la tierra donde nací.

Navidad en Tegucigalpa

Por Guillermo Bustillo Reina (1898-1964)

Semana Santa en León,
Corpus Christi en Guatemala,
y para Pascuas alegres
¡no hay como Tegucigalpa!
Aquí son los nacimientos
una institución vernácula
y el árbol de Navidad
en nuestro hogar nunca falta.

Las casitas de cartón,
ágiles como las cabras,
se suben por las laderas
a las colinas más altas.
Los montes son de aserrín
y de cristal es el agua,
los soldados son de plomo
y la iglesia de hojalata.

Vemos a los reyes magos
en solemne caravana,
dirigiéndose a Belén
tras una estrella de plata;
allá los espera el niño
sobre su cuna de paja
llorando a más no poder
porque no encuentra las sábanas.

La noche de Navidad
todos cenamos en casa
los ricos nacatamales
de gallina y alcaparras
y las sabrosas torrejas
que nos hacen la boca agua.

Luego entre sones de pitos
y estrépito de matracas
vamos a la Catedral,
a nuestra Catedral Blanca,
a oir la Misa de Gallo
tan típica y legendaria,
tan pronto como en la torre
suenan doce campanadas.

Las muchachas casaderas
van en alegres paseadas
a visitar nacimientos
todas las noches de pascua,
más no crea que van solas
sino bien acompañadas,
pues no faltan los galanes
ni tampoco las guitarras
y se baila en los salones
y a veces hasta en las plazas.