Jazmines del Cabo

Por: Rafael Heliodoro Valle

¿Por qué causas misteriosas
la música de un violín
o el perfume de un jazmín
nos recuerdan muchas cosas?
Sortijas de aguas preciosas,
pañuelos de raso y tul,
cartas dentro de un baúl,
valses del tiempo pasado,
y lo del cuento azulado:
«Este era un príncipe azul».

Esa flor nítida es una
cosa de la primavera:
un jazmín que ella nos diera
en una noche de luna.
Quién sabe por qué fortuna
esa romántica flor
puede expresar el temblor
sutil que en el alma vive,
eso que nunca se escribe
en una carta de amor.

Suave la hacen los cariños,
triste las penas secretas,
y la arrancan los poetas
y la deshojan los niños.
Si está sobre los corpiños
su perfume nos evoca
el beso, cuya miel loca
deja sobre el corazón
la inefable sensación
de una hostia en la boca.

Cuando en los días primeros
se conjuga el verbo amar
sus flores en el solar
se abren a los aguaceros…
Días tibios y ligeros,
días de balcón y esquela
de rondar la callejuela
y de escribir madrigales;
páginas sentimentales
de nuestra mejor novela.

Días de embriaguez divina,
—todo por unas pestañas—
cuando se ven las montañas
coronarse de neblina.
Cuando hay una bandolina
temblando ante rejas raras,
cuando se cunden las varas
de jazmines y de rosas
y parecen más hermosas
las noches frescas y claras…

Y cuando el alma, en su brío,
lo que tiene el jazmín toma:
si al abrirse, riega aroma,
si al sacudirse, rocío.
Si alguien nos dice «eres mío»
todas las cosas son bellas,
y nuestras móviles huellas,
de pálidos soñadores
van sobre puentes de flores
y bajo palios de estrellas.

Entonces en giro blando,
son —envueltas en aromas—
hacia el viento las palomas
jazmines que van volando…
En esos días­ es cuando
tenemos palacios reales
con terrazas de cristales
y bruñidos pavimentos
y son de verdad los cuentos
de los reyes orientales.

Jazmines de sedas finas
y de carnes aromosas,
y más buenos que las rosas
porque no tienen espinas.
Platas de fragantes minas,
incensarios de placer,
novios para la mujer
sin novio que haga canciones,
quieren como corazones
cuando se dan a querer.

Y aquellos de la sumisa
edad cuando nos ensalma
la novia, el jazmín del alma,
la hostia, el jazmín de la misa.
Y los que peina la brisa
cuando moja los barrancos,
los que están junto a los bancos
y los parques y los muros;
jazmines bellos y puros
como algunos dientes blancos.

Los de silvestre hermosura
que eran —con piedad contrita—
regados por la abuelita
en la madrugada pura.
(La abuela por su blancura
en el recuerdo me sabe
a un jazmín de lo más suave
que se coge en los sembrados,
un jazmín de los lavados
con el agua de la llave…)

Es jazmín con viejos oros
el marfil de los pianos.
¡Yo he visto volar dos manos
sobre jazmines sonoros!
Con sus egregios decoros,
como nacido entre brumas,
daba el champán sus espumas
en las copas champañeras,
entre un blancor de pecheras
y de abanicos de plumas…

Niña de mi devoción,
déjame que ahora duerma
viendo el brillo de la esperma
esparcida en el salón.
Me acuerdo, con la emoción
casta del primer anhelo
de tus mejillas de cielo;
de blancura adorable
y hasta del inolvidable
perfume de tu pañuelo…

¡Oh, Julieta, oh, Margarita!
tu evocación es al fin,
a manera de un jazmín
de primavera bendita.
¡Oh, balcón de aquella cita
por lo romántica, loca,
pues cualquier palabra es poca
para decir lo que yo
sentí cuando ella me dio
de comulgar en su boca!

Jazmines de noble cuna
los de mis cánticos; puestos
a serenarse en los tiestos
que trasplanté de la luna.
¡Buenas noches! En la bruna
tiniebla un surtidor mana.
¡Jazmines hasta mañana!…
De aroma haciendo derroche,
entrad, porque en esta noche
quedó abierta mi ventana.

Imagen por ccmerino.

Rafael Heliodoro Valle

Por: Marcos Carías Reyes

Para nosotros continúan siendo los de «Jazmines del Cabo» los versos más queridos y familiares de Rafael Heliodoro Valle. Otros más hondamente sentidos nos habrá dado su armoniosa lira: «Víspera de la Muerte»; otros de más complicada factura; algunos tal vez más finos, mejor acabados; pero «jazmines del Cabo» no se han borrado de nuestra memoria — y hace ya buen rato que los leyéramos por vez primera. Esta persistencia que ha dominado suavemente, musicalmente, al olvido, sólo la adquieren aquellos seres, aquellas cosas, aquellas palabras, que se grabaron muy hondo, con intimidad de hogar, con esa dulzura propia de los recuerdos infantiles que, quizás borrados periódicamente, se presentan, de improviso, en medio de las asperezas y de las mutaciones de la realidad cotidiana, como revienta de modo inexplicable un lirio en un predio lleno de cardos.

¿Por qué tienen ese privilegio algunos sitios, palabras o aires musicales; o ciertos perfumes y colores? ¿Por qué ese poder de evocación, seducción, con que nos atraen y nos conquistan? Eso nos ha ocurrido con «Jazmines del Cabo», en los cuales el poeta formuló idéntica pregunta:

«Por qué causas misteriosas
la música de un violín
o el perfume de un jazmín
nos recuerdan muchas cosas?

Igual que Luis Andrés, Heliodoro Valle nació en Comayagüela, mas no quiso ser «embrujado» y un buen día ató las maletas y marchóse a México. La urbe donde se alza con rotunda virilidad de su rebeldía el indio Cuatimozín, mostrando sus tensos músculos y el carcaj con las flechas que hicieran llorar a Cortés, lo adoptó como hijo suyo. Pero es que el insinuante muchacho de Comayagüela —tez blanca, marfilina, nariz patricia, palabra desbordada— era digno de tal adopción. Desde entonces, Heliodoro Valle sueña en Honduras, bajo su cielo, a la claridad del «lucero chilatero» y de la «luna lunera, cascabelera», pero vive en México.

El México Imponderable entregósele rendida y cabalmente con sus valles estupendos, sus negros o blancos volcanes, sus torrentes, sus ciudades, sus catedrales, sus conventos, sus duendes y sus jarabes y sus nopales. Y Heliodoro ha sabido hacer honor —altísimo honor— a tal entrega. Buena parte de su producción, entre ella algo de lo más fundamental y perdurable está dedicada a la tierra de Anáhuac. Y ésta vive y alienta: le da sus jugos y zumos; sus aguas y sus fuegos; sus personajes reales y sus mitos, en crónicas y relatos; en investigaciones históricas y etnológicas; en cátedras y estudios.

Desde el adolescente «Perfume de la Tierra Natal» a los poemas de «Contigo» han transcurrido varios lustros de labor fecunda y a la vez selecta. Porque Heliodoro Valle es un filigranista de la prosa, aunque escriba para el diario, entre el ruido de las máquinas y las urgencias del periodismo. Quedóse allá lejos el «Perfume de la Tierra Natal» con el «Rosal del Ermitaño»; creció el joven árbol; aferróse firmemente a la entraña telúrica mientras subían sus ramas hacia las nubes y se expandían en demanda de horizontes. Y advinieron muchos libros más. Poesía, Historia, Crónica, divulgaciones artísticas. Buzo audaz penetra en los océanos del pasado; acércase a Iturbide, lo atisba y lo retrata, desnudo, dentro del marco de su época. Incansable y minucioso investigador sacude el polvo de los viejos archivos, abre las ventanas, lanza fuera las polillas y hace que la luz penetre en ellos. Es así como nos halaga con las «Cartas de Bentham a José del Valle», «Bibliografía de Manuel Ignacio Altamirano», «Cronología de la Cultura», «Santiago en América»; con relatos de virreyes, de conquistadores, de marquesas y de bucaneros; con episodios de poetas o de generales en estas ubérrimas tierras de México y Centro América. Y van pasando cual en kaleidoscopio mágico las páginas de «El Espejo Historial», «Cómo era Iturbide», «El Convento de Tepotzotlán», «La anexión de Centro América a México»…

En sus recientes poemarios: «Unísono Amor», «Contigo», el Poeta encontró en su lira nuevas sonoridades; nuevas y extrañas entregas de amante absolutamente conquistada; y ni los años, ni los cactos, ni las nieves han agostado, secando su poderosa savia, a este magnífico artista.


Es Heliodoro Valle el más polifacético, el más difundido y fecundo de los escritores hondureños. Hombre poliédrico, todas sus aristas son brillantes. Catedrático, e incansable en el estudio, en la auto-educación, su cultura no sólo es vasta, sino también profunda y maciza. Pero, en la copa de ese robusto árbol viven muchos pájaros que trinan. Sus raíces se hunden bastante adentro en la Historia y en la Filosofía: por el tronco corre vigorosa la linfa del Ensayo; y en la copa dicen maravillosas frases el verso, la crónica y la anécdota. Es también Heliodoro Valle el más generalmente admirado, en el exterior, de los escritores hondureños. Su innata capacidad de trabajo, su inagotable dinamismo, lo utiliza en modo peculiar, en las labores a las cuales ha consagrado su vida: pertenece a la plana del «Excelsior», del cual es redactor permanente; colabora en innumerables revistas y diarios, en diferentes lenguas; edita sus libros; hace crítica; dicta conferencias; sirve cátedras; actúa en la radio. Una actividad mental y física asombrosa. Y no se piense que para desarrollar tan complicada labor vive encerrado en un gabinete. No. Asiste a reuniones culturales, se confunde en el tráfago cotidiano de la urbe, se divierte, viaja. Es increíble como lo ha logrado, como puede hacer todo cuanto ha hecho y hace y mantenerse todavía fuerte y optimista.

Aún vivía en nuestra mente la imagen del poeta de «Jazmines del Cabo», confundida con los gratos recuerdos de la niñez, cuando, en 1943, durante una breve visita, lo hallamos en México; naturalmente, no es el mismo joven de corte byroniano; muchos años han transcurrido. Sin embargo, su noble continente ha ganado con la aureola de su gran personalidad y no se añoran con pesar, como generalmente ocurre, los adornos juveniles que el tiempo ha ido marchitando.

Varias veces lo hemos encontrado, con posterioridad; siempre nervioso, ágil, atareado, exigiendo rendimiento máximo a cada hora; exprimiendo el jugo a cada minuto. Cuando efectuó la que no será —es la esperanza— su última visita a nuestra amada Tegus quisimos retenerlo bajo el alero familiar. Acudió, pero como de costumbre, con todos sus nervios trepidantes. Y, rápido, inquieto, el hombre que imperativamente exige al tiempo que se detenga: o corre con la velocidad de los segundos, interrogó respecto a varias personas, cosas, lugares y sucesos; dejó en nuestras manos un ejemplar de «Don Gil de las Calzas Verdes», literatura clásica castellana, ediciones de Manuel Altoaguirre y, luego: «está muy buena su biblioteca… está muy buena», ¡vaya… muy buena su biblioteca!— él que es un Gran Señor del Libro; él que no ha agotado todos los libros porque su sed es insaciable. Horas después rodábamos por una sinuosa carretera, bordeada de altos y nudosos pinos, con verdes follajes. El autor de «Éxtasis Humilde» colmaba nuestra ansiedad con su charla tan inagotable como amena. Y nos repetía sus cordiales apremios: «Esa carta debo llevármela. Usted me la dará… no es así?» Se trata de un pedazo de papel ya amarillento, escrito en el Cuartel de Artillería y enviado a nuestro señor padre. Mas, ese amarillento pedazo de papel está redactado de puño y letra y lleva la firma de Juan Ramón Molina. El altivo creador de «A una Muerta» incurrió cierta vez en el enojo del Presidente General Terencio Sierra y éste lo recluyó en el Cuartel de Artillería. Varios amigos del poeta quisieron ayudarlo recurriendo en demanda de amparo ante los tribunales de justicia y de ahí el origen de la carta que Heliodoro deseaba incorporar a sus colecciones autógrafas. Gustosos la hubiéramos cedido, pero la nota de Juan Ramón habíase extraviado entre los volúmenes. Días después dimos con ella, refugiada en las páginas de una antigua edición de la Biblia.

Durante la noche, entre nepente y nepente, en un corro de amigos — admiradores, Heliodoro Valle hinchó las velas de su conversación y cual peces voladores en mar azul revolotearon los recuerdos, las interrogaciones, los nombres y las anécdotas… ¡qué genial artista es Heliodoro Valle!

En su casa de San Pedro de los Pinos vive el poeta-pensador; el cronista-poeta; el historiógrafo-periodista y catedrático. Encontró compañera laboriosa y comprensiva en doña Emilia Romero, que vino de Lima, la de los azulejos, en una carabela de amor y literatura. Y, mientras él sueña, medita, investiga, trabaja, los jazmines del cabo siguen perfumando en tiestos de barro ¡aroma de jazmines del cabo, olor de tierra mojada!, bajo la claridad del lucero chilatero y de la luna mayor, en estas luminosas noches de Honduras y en sus diáfanos atardeceres.

Tomado del libro «Hombres de Pensamiento», por Marcos Carías Reyes. Colección Rescate del Libro Antiguo Hondureño.

4 comentarios en “Jazmines del Cabo

  1. rommel suazo

    uno de los mas bellos y tiernos escritos de un hondureño gracias don RAFAEL HELIODORO VALLE Y sus jazmines del cabo

    Responder
  2. etel

    este poema ha sido desde niña el numero uno para mi, no se que tiene que evoca para mi épocas pasadas muy lindas, cuando mi hija estaba pequeña siempre se lo leía, ahora ya es una adolescente y ya no le gustan mucho estas cosas.

    Responder
  3. karoll hernandez

    Hermosos versos contiene este poema, tambien en nuestro hay grandes escritores y poetas que se inspiran en nuestros campos y naturaleza. felicidades se lo dedico a mi madre Sandra Suarez y a mi padre tony que los amo…

    Responder
  4. Armando Godoy Morazán

    Qué bello poema de nuestro insigne Rafael Heliodoro Valle, recuerdo mi infancia y niñez en la escuela Francisco Morazán del barrio La Ronda en Tegucigalpa dónde nací cuando las Maestras nos leían este poema y los jardines alrededor

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *