Por Winston Irías Cálix
Rodeada de la bella y espesa selva tropical de diversas especies de árboles —algunos de ellos pinos solitarios y dispersos sobre la serranía—, entre las cristalinas y juguetonas aguas de caudalosos ríos y el aleteo de aves de singular plumaje, se hallan los restos de una desconocida y antigua civilización que otrora ocupara el norte de Olancho y el sur de Colón, desde los ríos Plátano y Sico hasta el Patuca, abarcando parte de los municipios de Catacamas y de Dulce Nombre de Culmí.
Casas derrumbadas con paredes de piedra y techos de madera, montículos que otrora fueran viviendas, una fábrica de piedras de moler, un alto y grueso muro y un camino de piedras, miles de pequeñas figuras indígenas, una mesa de juego que presenciaban los reyes y tumbas de caciques y de personajes importantes que eran enterrados con collares de jade y otros objetos, son algunos de los vestigios de esta cultura indígena.
Para los «chanes» o guías estos son algunos de los restos de la Legendaria Ciudad Blanca.
Entre mito, leyenda y fantasía, este lugar ya aparecía en el Mapa de Honduras elaborado en 1935 por el Dr. Jesús Aguilar Paz, quien la marcó con un signo de interrogación al que muchos exploradores han tratado de darle respuesta.
A pesar de que se afirma que ha sido vista desde el aire, volando en avión o en helicóptero, según diversas versiones no confirmadas, jamás ha podido ser detectada por expedicionarios que han descendido a sitios precisos, seguros de su ubicación.
Cuando activábamos en el Club de Exploradores Los Nómadas, el jefe Mejía nos explicaba que el descubridor de Ciudad Blanca descendió por azar una corta escalinata y al observar magníficos monumentos de brillante piedra, enloqueció y sólo se limitó a informar, de manera confusa, que existía una maravillosa ciudad perdida en la espesura de la selva.
En aquel tiempo, o sea en 1961, sabíamos que un rico ganadero catacamense, dedicado por amor a la exploración de las culturas ancestrales, conocía Ciudad Blanca, pero nunca logramos el testimonio de sus aventuras.
Ahora, para enriquecer el contenido de este libro, presentamos la descripción de la supuesta Ciudad Blanca que ha accedido a relatarnos este notable hombre de Catacamas, don Abelardo Lobo, hijo del progresista ciudadano don Alfonso Lobo.
Don Abelardo conoce desde hace varios años este maravilloso lugar, incluso en el pasado preparó allá algunas hectáreas aptas para la crianza de ganado, las cuales estaban cubiertas de maleza y no era necesario deforestar para cultivar zacate.
Visitó en varias ocasiones la zona, la más reciente en 1992, atraído por su belleza y riqueza cultural.
Por el año 1950 don Abelardo laboró para la Sección de Veterinaria de la Tela Railroad Company, cuando esta empresa introdujo los primeros sementales de la raza Brahman a Honduras. «Entonces yo me sentía satisfecho de formar parte del grupo que recibió estos animales, pero ahora mi sentimiento es diferente: Antes teníamos vacas que proporcionaban un balde de leche al día, y ahora solo dan un vaso, por el cruce con esta raza. Para producir leche hay que tener una Holstein, de muy difícil adaptación, Pardo Suizo o una Jersey», comparó.
Ubicación dominante
Este es el relato de don Abelardo, ofrecido en el año 2000 en su casa de habitación, en el Barrio La Cruz, junto a su esposa, la distinguida dama Norma Moya de Lobo:
«Habíamos partido de Catacamas y nos encontrábamos entre el límite de los departamentos de Olancho y de Colón, en el sector de los ríos Sico y Plátano.
—»¡Allá es Ciudad Blanca!», expresó el «chane». Los expedicionarios, un grupo de amigos, entre ellos mi primo Roberto Palacios y el señor Carlos Bueso y sus tres hermanos, nos sorprendimos. El guía señaló un punto alto en la selva, a kilómetro y medio de distancia de donde estábamos.
Me imaginé que en realidad encontraríamos una ciudad, con sus monumentos y casas en pie, pero no había nada de esto; sin embargo, en la superficie había restos de una gran civilización y quizá excavando podrían encontrarse maravillosas ruinas.
El sitio preciso está ubicado en el punto más alto de la montaña y desde allí se domina todo el panorama, a lo largo del Río Plátano: es un lugar apropiado para vigilar los alrededores, considerando que los indígenas eran hostigados por otras tribus en la época precolombina, por los invasores españoles y los ingleses apoyados por los misquitos, años más tarde.
En la cima había una área despejada de media manzana de extensión y el suelo consistía en piedra en formación, blanquecina y suave.
Muy cerca había troncos quemados de pino, con brea, como si hubieran sido incendiados hace 500 o más años,.
Frente a esta área existen numerosos montículos de derruidas viviendas, dispersos, en una extensión similar a la mitad de Catacamas; en el año 2000 esta ciudad se extiende desde el Cerro La Cruz y las primeras laderas de las montañas Piedra Blanca y El Bálsamo, hacia el Cerro El Cura, unos 2 kms al Sur, ampliándose en forma de abanico hasta 5 Kms al Sur-Oriente y al Sur-Occidente.
¿Cuántos habitantes habría en esta supuesta Ciudad Blanca? Es difícil estimar, pero tomando en cuenta la existencia de numerosos montículos, es fácil creer lo que afirman los historiadores, de que en la época precolombina Honduras estaba más poblada que en la actualidad.
Este lugar era el centro de varias aldeas y caseríos que se extendían en una amplia zona, desde el Norte de Olancho al sur de Colón, entre los ríos Sico y Plátano, al Occidente, y el Río Patuca, al Oriente. La población debió ser muy numerosa.
Hay muestras de que en la zona las serranías eran cubiertas por pinares y que estaba despejada de maleza, porque no es posible que establecieran viviendas entre el tupido bosque que ahora cubre el área y que alberga serpientes venenosas y otros animales peligrosos.
La selva ha avanzado sobre la serranía, como lo prueban aun algunos pinos dispersos que sobreviven entre las otras especies, lo cual se explica en que los árboles fueron cortados para utilizar el área despejada.
Fábrica de piedras de moler
En la amplia zona, antes de ascender a la cima, lo primero que encontramos fue aproximadamente unas 40 piedras de moler, colocadas en varias hileras, unas sobre otras. Parecía una fábrica y a la vez un centro de distribución.
Había algunas piedras quebradas; esto quizá por acción de los conquistadores españoles, pues hemos conocido por tradición que les destruían este utensilio vital para que los indígenas sufrieran hambre, pues al no tener con qué moler el maíz entonces no habría tortillas.
En el lugar había piedras afiladas que podrían haber sido la herramienta con que los indígenas tallaban las de moler, pues su consistencia denota que son de una sola pieza, no de piedra molida.
Las piedras de moler se sostienen sobre tres patas y miden un pie de ancho por dos de largo; casi todas tienen al frente una figura de animal, tigre, lagarto o serpiente, pero ninguna de ave.
Figuras humanas
Esparcidas por toda la zona hay miles de pequeñas figuras humanas, de 5 cms. de alto y un cm. de espesor
Los rostros presentan rasgos indígenas y sus figuritas tienen un agujero en el cuello, para usarlas como colgantes.
Además, hay pequeñas hachas confeccionadas de «jadeíta» que en su extremo presentan un rostro humano; miden un Cm. de ancho y sólo unas pulgadas de largo.
Restos de Viviendas
En diversos puntos de esta región hay montículos en forma rectangular, restos de viviendas con paredes de tierra y cimientos de piedra.
Su ubicación es por lo general desordenada, como están dispersas las casas en las aldeas de Talgua y Jamasquire, a unos 6 Kms. al Este de Catacamas.
En todos estos restos de viviendas hay «una mancha de pita», una planta similar al mezcal, que era sembrada en todos los hogares indígenas de la región.
Se encuentran muchos más montículos frente a la cima denominada «Ciudad Blanca», en grupos de 30, 50 o hasta más de un centenar, pero hay otros dispersos en toda la región.
Las personas que logren excavar estos sitios seguramente encontrarán numerosos objetos, principalmente los utensilios que utilizaban las familias indígenas en su vida diaria.
El Muro
En la parte baja de la cima hay un muro de piedra de un metro de ancho, tres de alto y unos 40 metros de largo.
El muro es lineal y no es de piedra cortada; al parecer, no fue construido como una muralla del poblado sino para evitar inundaciones, pues el terreno es bajo y junto a él pasa uno de los afluentes del Río Plátano.
Camino perdurable
En otro punto existe un camino de piedra, de unos tres metros de ancho por unos 50 metros de largo.
Fue construido con piedras de río para facilitar el tránsito de personas, porque se encuentra en una área pantanosa.
Casas de piedra
Hay numerosos vestigios de casas construidas casi en su totalidad de piedras.
Además de los cimientos, las paredes eran construidas de un sólo bloque de piedra, de 18 pulgadas de ancho y un poco menos de tres varas de alto.
Excepto los techos, construidos de madera, el resto de las casas era totalmente de piedra y podrían haber servido de residencia del cacique y de los personajes más importantes de la tribu.
Juego de piedra
Existe una gran piedra rectangular, de 10 Cms. de espesor, unos dos pies de ancho por cinco de largo, que está montada sobre otras piedras no talladas, extraídas del río.
La piedra tiene en el centro y en las cuatros esquinas agujeros con diámetros de dos cms. y una profundidad de dos y medio cms.
Una ranura une por el borde los cuatro agujeros de las esquinas y cada uno de estos está conectados de igual manera con el del centro.
Esta piedra podría ser utilizada para la práctica de un juego que no ha podido ser identificado.
A cada lado a lo largo de la piedra hay dos gigantescas sillas, con un asiento de medio metro cuadrado y el respaldar de un metro de altura; ninguna de sus partes es tallada y están montadas sobre otras piedras, pero todas ellas fueron muy bien seleccionadas pues tienen la forma adecuada para darle mejor presentación.
Cómo sólo existían dos sillas, es posible que éstas habrían sido ocupadas por el cacique y su esposa o por otro personaje más importante, para observar el juego, mientras los súbditos permanecían de pie.
La olla de piedra más grande del mundo
Cerca de la desembocadura de uno de los afluentes del Río Plátano hay una inmensa olla, sostenida en el tronco de un árbol, que ha sido aferrada por sus gruesas ramas.
Esta olla mide un metro de diámetro por un poco más de profundidad.
Hace unos 12 años llegaron en helicóptero a ese lugar algunas personas y al preguntarles el motivo de su visita respondieron que era para extraer savia del árbol de liquidámbar.
Sin embargo, los vecinos aseguran que lo que buscaban eran «antiguales», como se les llama comúnmente a los sitios donde existen vestigios de antiguas civilizaciones.
Aunque esa piedra pesa varios quintales, espero que no la hayan traído, porque esos viajeros supieron de su existencia.
Profanación de tumbas reales
A unos cuatro kms. del río hay varias tumbas de caciques, de jefes, consejeros, sacerdotes y curanderos.
Una piedra alargada, que mide más de un metro, identifica estos sitios; eran acarreadas desde el río, con mucho esfuerzo. Las enterraban hasta la mitad y sobresalían a veces hasta dos pies sobre la superficie, en la cabecera de la tumba.
Pero estos depósitos han sido profanados en las últimas décadas y para excavarlos han debido derribar la piedra, porque varias de ellas estaban ya horizontales en el suelo.
Tan sólo observé una piedra en posición vertical y se apreciaba que la tumba estaba intacta.
Un muchacho de la comunidad, llamado F.B., a quien yo conocía, me dijo que «ahora ando desenterrando caciques».
Me explicó que excavaba la tumba con pico y pala, pero que él ya sabía cuándo se acercaba al cadáver porque la tierra es diferente; en este caso, cuando una persona era sepultada, la primera tierra que cubría el ataúd es la de la superficie del suelo, que por lo común es fértil, suave y más suelta, como es la de esa zona del Río Plátano.
Cuando este hombre profanaba las tumbas, decía que al encontrar esa tierra suelta, de color negro, él la extraía con las manos y ya suponía dónde se encontraría la cabeza, el cuello o el pecho del difunto.
De esas partes sustraía collares de jade y valiosos objetos de otros materiales.
Observé muy bien una de las tumbas saqueadas y la profundidad no difiere de la que se acostumbra en Catacamas: Siete cuartas bajo la superficie de la tierra.
Es posible que aun existan tumbas no profanadas, que faciliten un trabajo científico: Conservar la osamenta, determinar su antigüedad y analizar todos los objetos con los cuales fue enterrada esa persona, datos que nos permitirían conocer detalles de esa cultura indígena».
Hasta aquí el interesante relato de don Abelardo Lobo. Transcurrieron varios días de entrevistas, pero su referencia es muy valiosa para conocer la cultura de nuestros ancestros y, quizá, rescatar alguna vez la que podría ser la legendaria Ciudad Blanca.
«Yo no creo que haya una Ciudad Blanca, porque no me consta, pero en el lugar que los chanes o guías llaman con ese nombre sí hay antigüedades y misterios que nos pueden llevar a descubrirla, si en realidad existió», concluyó don Abelardo Lobo.