En otros tiempos, en los que en la ciudad de Comayagua se celebraban las festividades religiosas con más esplendor y solemnidad que ahora, para el día de Finados, dos de noviembre de cada año, las iglesias enlutaban sus naves con largos cortinajes y practicaban solemnes ritualidades litúrgicas.
Desde las cuatro de la tarde comenzaban en todos los templos, las esquilas de difuntos, las que venían repitiéndose de hora en hora, hasta otro día, al amanecer, en que los Sacerdotes celebraban las tres Misas de difuntos, en un solo acto.
A las siete de la noche salía de la Santa Iglesia Catedral, una lúgubre procesión, por todas las calles de la ciudad, con la Cruz alta y los ciriales, encontrándose en aquellos momentos, la ciudad, triste, fría y azotada por los fuertes aquilones de noviembre.
Un sacristán piadoso, portando una palangana de plata y una sonora campanilla, iba enseñando devotamente, el Santo Rosario, y al mismo tiempo pedía a los fieles de la ciudad, una limosna para las Ánimas benditas del Purgatorio.
Al llegar la enlutada procesión, a cada casa, entonaba a grandes voces el canto monótono y quejumbroso que decían: Ángeles somos que del Cielo venimos a pedir pan para el Sacristán… y entonces, el dueño de la casa, lleno de miedo y tembloroso alargaba su mano, por el postigo de la puerta o de la ventana y daba su limosna.
Entonces los Angelones, agradecidos por la piadosa dádiva para el alivio de las benditas Ánimas, entonaban, con las mismas voces estentóreas, este otro canto: Estas puertas son de cedro y las almas en el cielo…
La procesión de Angelones seguía caminando por las calles, rezando el Santo Rosario y cantando el Miserere, hasta llegar a la puerta de la otra casa, en donde repetían su pedimento de limosna para las ánimas, siempre entonando sus monótonos y quejumbrosos cantos.
Pero si desgraciadamente en aquella casa no respondían o no salían a la puerta o postigo, para dar el pan para el Sacristán, entonces los angelones, airados y con voces estentóreas, entonaban este canto: Estas puertas son de hierro y las almas en el Infierno…
Y mientras la funeraria procesión recorría los tristes y silenciosos barrios de la ciudad, las campanas de los templos, plañideras y dolientes, llenaban los espacios con sus esquilas de difuntos; y el viento de noviembre, tétrico y funerario, gemía sobre los húmedos tejados de esta legendaria y conventual Valladolid.
A las diez de la noche, la procesión de los Angelones hacía su regreso hacia la Catedral, en donde se decían las últimas preces, para el alivio y descanso de las Benditas Ánimas del Purgatorio; y después de lo cual, todos los Angelones se dispersaban, entonando el Ave María, para ahuyentar el Demonio que también deambulaba por calles y plazas, en aquella noche de difuntos.
Después de la procesión de Angelones, y como a eso de las doce de la noche, aseguraban nuestros abuelos, que salía de la derruida y antigua iglesia de San Blas, distante como un kilómetro de la ciudad, la macabra procesión de Ánimas, formada de muertecitos que semejaban muchachitas como de doce años, todas ellas vestidas de largos y blancos camisones, con las cabezas peloncitas y los pies desnudos y amarillentos, los que no tocaban el suelo; pues se les veía caminar como a un pie de la superficie, llevando todas, en las manos, candelas encendidas que despedían luces amarillentas, parecidas a fuegos fatuos.
La primera visita que hacían era al Cementerio, en donde todas las tumbas se abrían, saliendo los esqueletos de los difuntos, quienes se postraban sobre las lozas de sus nichos, con los brazos extendidos en forma de cruz, y entonaban, con voces roncas y destempladas, el Miserere.
Después de estos cantos, salían en macabro consorcio, en procesión por las calles de la ciudad, hasta llegar a los cementerios de los viejos conventos de San Francisco y La Merced, en donde repetían sus salmodias y cantos funerarios, entre esquilas y dobles de campanas de los templos que no cesaban durante toda la noche…
Pero si algún curioso se atrevía a salir o a asomarse a la puerta o postigo de la ventana, en el acto volaba una Ánima Pelona y se le plantaba al frente, dándole una candela que despedía mortecina luz fosforescente, la que, al tomar en la mano el atrevido curioso, se le convertía en hueso de muerto, por lo que el aterrorizado curioso huía lleno de espanto, al interior de su casa, medio loco y con fuerte frío de calentura.
La procesión de Ánimas continuaba deambulando, entre cánticos de tumbas, dobles y esquila de funerarias campanas y bajo la helada y pertinaz lluvia, hasta el amanecer que cantaba el primer gallo, con lo que, como por encanto, se esfumaba y desaparecía aquella macabra procesión.
Momentos después, las campanas de los templos llamaban a los fieles a oír las tres Misas que los Sacerdotes oficiaban, para alivio y descanso de las benditas Ánimas del Purgatorio.
Fuente: Leyendas y Mitos de las Hibueras. Autor: Ramiro Colindres Ortega. Graficentro Editores. 2000