La historia que usted leerá es verdadera, sucedió hace algunos años aquí en Danlí. Refiere nuestro informante que por ese tiempo él gustaba de echarse sus tragos, en otras palabras nos dijo: era un enfermo alcohólico.
Una noche buscando como quitarme la goma se me ocurrió que en los burdeles que entonces estaban ubicados en El Carmelo, podría encontrar alguno de mis aleros para que me diera un trago.
Sucedió que al llegar no encontré a ningún conocido, por lo que decidí sentarme en una de las mesas a ver bailar, de repente se me acercó un señor para mí desconocido que me preguntó:
-¿Qué le pasa amigo, que lo veo tan triste?
-Es que estoy de goma -le contesté-
-Ese no es problema, pida lo que quiera, yo pago.
Incrédulo, más por necesidad acepté, y dije a una de aquellas mujeres que vendían su cuerpo en aquel antro, que decía aquel señor que me sirviera un octavo.
La mujer, como me conocía, pensó que eran cosas mías, y le preguntó al señor:
-Es cierto lo que dice éste, que le sirva un octavo y que usted me lo va a pagar?
-Sí, es cierto, y si quiere ir al cuarto con usted también se lo pago.
Convencida la mujer, me trajo el trago. Como el señor vió que me lo empiné de un solo, me dijo:
-¿Quiere otro?
-Si usted me lo brinda…
-Ese y los que quiera. Eso sí, puedo estar con usted hasta las doce de la noche.
-¿Y dónde vive usted? -le pregunté-
-Yo duermo en el cementerio, es más seguro -me respondió-
-Pues somos compañeros de hotel -le dije, pues yo en mis borracheras dormía en uno de los nichos vacíos que habían en el cementerio.
Ya cerca de las doce de la noche, me dijo:
-Ya es hora de que me vaya, si usted se quiere quedar…
-No -le dije- Yo también me voy, de todas maneras vamos para el mismo lugar.
Y nos fuimos, escalamos el pequeño muro y de un salto quedamos dentro del camposanto. Al llegar al nicho donde me quedaba le dije:
-Aquí me quedo, en ese nicho me meto, para cubrirme del frío.
-Pues yo duermo en ese lado -me dijo, señalando hacia la izquierda.
-Espere -le dije- voy a orinar bajo aquel mango.
-Lo espero -me dijo-
Fui, oriné y regresé, pero entonces no lo encontré.
Al principio creí que también él iría a sacarle agua a la vejiga, pero después de algún rato extrañado por su tardanza comencé a llamarlo en voz alta.
-¡Hey! ¿Usted qué se ha hecho? Yo ya me voy a meter en el nicho- Aquello lo repetí unas tres veces, a la cuarta me contestó:
-Métase amigo, yo ya estoy en el mío, mire la lápida, ¡allí sabrá quien soy!
Miré la lápida, y con gran espanto leí:
«Brígido Salvatierra, nació el 14 de mayo de 1774, murió en 1834, en paz descanse».
Los tragos se me bajaron, las piernas me temblaban, la lengua se me puso pesada y el pelo se me erizó.
Como pude salí del cementerio, me cuentan que al llegar al lugar donde vendían tajaditas de plátano me desmayé, me llevaron al hospital.
¡Allí amanecí con un gran calenturón y con la mente perturbada!
Desde ese día no bebo, pero cuando recuerdo aquel pasaje de mi vida se me pone la piel como de gallina… Y cuando voy a acompañar un difunto no dentro al cementerio por temor a que me hable aquel muerto con el que compartí en aquel maloliente burdel.