Por: Helen Umaña
Finalizando la década de los cuarentas, el crítico salvadoreño Gilberto González y Contreras escribió: «no es el de Honduras clima propicio a la novela, que no tiene ascendencia ni continuidad.» Una especie de punto muerto que negaba tanto el pasado como el futuro del género en el país. El eco de estas palabras todavía resuena en distintos ámbitos culturales, inclusive dentro del propio país. El «En Honduras no hay novela», es un eco lejano de tales palabras que la historia se ha encargado de echar por tierra.
En Honduras, la entrada de los escritores al campo de la novela fue tardía. Condicionamientos adversos de toda índole atrasaron su desarrollo. Pero no lo impidieron. Algunos escritores y escritoras —coincidiendo con la apertura educativa impulsada por el régimen liberal de Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa— iniciaron el camino. Desafiando las limitaciones del medio, a fines del siglo XIX, se dieron a la tarea de pergeñar historias. Las perecederas páginas de periódicos y revistas les dieron el primer albergue. Poco a poco —al adquirir mayor seguridad— alcanzarían la relativa perennidad del libro.
El anterior ha sido un proceso con altibajos.
Una lenta adquisición de instrumentos técnicos y formales hasta lograr equiparse —en las últimas décadas del siglo XX— a lo que se realiza en otros países del área centroamericana. La historia de esa difícil andadura, así como el resultado del trabajo realizado, ameritan ser conocidos y valorados. Ello, para un mejor entendimiento del país, de Centroamérica y de Latinoamérica en conjunto.
Formalmente, sobre todo en los primeros tramos del sendero, quizá no sea pertinente exigirle un recorrido sui géneris, una técnica innovadora. Ello sería ubicarnos fuera del contexto histórico. Es inobjetable que esa fue una etapa de balbuceos narrativos, tal como lo ilustran los primeros textos de Lucila Gamero de Medina (Amelia Montiel, 1892; Adriana y Margarita, 1893 y Páginas del corazón, 1897) o el elemental trabajo de Angelina (1898) de Carlos F. Gutiérrez. Inclusive, andando el siglo XX, tampoco se abrió camino extra fronteras. Pero, en el proceso de desarrollo, lentamente, la novela ganó presencia y seguridad.
Actualmente, podemos hablar de un número aproximado de cien autores y autoras de textos novelísticos que, en conjunto, contabilizan alrededor de ciento setenta y cinco obras.
Después de leer la mayoría de esos trabajos hemos llegado a las siguientes conclusiones:
1. El canon romántico, dentro del cual nace la novelística hondureña, es persistente y se mantiene a lo largo de la pasada centuria. Lo inicia Lucila Gamero de Medina y lo sostiene, hasta bien entrado el siglo XX, Argentina Díaz Lozano. Con Froylán Turcios —que apuntala su expresión mediante la sabia asimilación del modernismo— el romanticismo incursiona, con buen pie, en el universo de la literatura fantástica, ese brumoso y ambiguo mundo que, con las sutilezas de la duda, deja entrever la existencia del misterio y de lo inexplicable (vr.gr., El fantasma blanco, 1910 y El Vampiro, 1911).
2. Con las complejidades de los movimientos de vanguardia, en cercano parentesco con la literatura fantástica o neo fantástica, en las tres últimas décadas del siglo XX, despuntan expresiones en deuda con lo real maravilloso y con el realismo mágico de Julio Escoto, El árbol de los pañuelos, 1972; César Rodríguez Indiano, Azul maligno, 2000). Sin faltar los autores que acuden a las modalidades de la ciencia ficción (Orlando Henríquez, Cuando llegaron los dioses, 2001).
3. Las escritoras y escritores hondureños, casi sin excepción, han hecho de la novela un instrumento de reflexión, de búsqueda de sí o de la problemática social. Esto puede aplicarse tanto a los que han dirigido sus preocupaciones a temas fantásticos, aparentemente evasivos (Froylán Turcios), como a aquellos que, en una lectura parcial o superficial, parecieran no haber rebasado la órbita sentimental y romántica (Lucila Gamero y Argentina Díaz Lozano). Desde los iniciales textos de arquitectura novelística deficiente, pero de honda raigambre social y humana (Bajo el chubasco de Carlos Izaguirre y La heredad de Marcos Carías Reyes), hasta los libros de seguro caminar, de dominio de las claves del arte narrativo (Una función con móbiles y tentetiesos de Marcos Carías; Rey del albor, Madrugada de Julio Escoto; La guerra mortal de los sentidos de Roberto Castillo; La turca de Jorge Luis Oviedo; Zona viva de Galel Cárdenas y Big Banana de Roberto Quesada). Desde las obras de impronta costumbrista y regional (El gringo lenca de Arturo Oquelí; Mis tías «Las zanatas» de Marco Antonio Rosa), pasando por ambientes cosmopolitas (El prófugo de sí mismo y Liberación de Arturo Mejía Nieto), hasta llegar a los thriller de influencia hollywoodense (El mensaje final, El IV Reich El regreso de Hitler de Otto Martín Wolf).
4. Como en toda Latinoamérica, la inquietud por dilucidar el ser nacional ha sido fecunda. Sus manifestaciones son amplias y caminan a lo largo del siglo recién finalizado. La preocupación indigenista en Ángel Porfirio Sánchez (Ambrosio Pérez, 1960). La apasionada reflexión sobre el binomio civilización-barbarie en Marcos Carías Reyes. La amplitud totalizadora del todavía no bien comprendido Carlos Izaguirre. El sensitivo lente de Julio Escoto, iluminando, paso a paso, las sucesivas etapas del pasado nacional. La mirada crítica en la perspectiva histórico literaria de Marcos Carías (La memoria y sus consecuencias, 1977). El creativo e incisivo sentido lúdico de Roberto Castillo que, asignándole calidad de símbolo totalizador del país, inquiere sobre una de las lenguas indígenas desaparecidas (La guerra mortal de los sentidos, 2002). La tenaz búsqueda de Marta Susana Prieto por llegar a las fuentes primeras forjadoras de la cultura hondureña. (Memoria de las sombras, 2005).
…Carías Reyes, a la preocupación por el criminal olvido del factor humano en la explotación minera que destaca Matías Funes (Oro y miseria o Las minas del Rosario, 1966). De los épicos días de la inicial penetración en la Costa Norte observados en Juan Ramón Ardón, con las asechanzas del anópheles, la barbamarilla y el colmillo de la fiera (Al filo de un guarizama, 1971), a la glorificación de la hazaña personal que tiende un velo sobre la masa humana que levantó los emporios del ferrocarril y del banano en Otto Martín Wolf (Amos del trópico, 2000). Sin faltar el señalamiento del dominio cultural mediante la instrumentalización de las sectas religiosas en Jorge Medina García (Cenizas en la memoria, 1994).
6. La situación explosiva del agro se ha ventilado con solvencia. Marcos Carías Reyes (Trópico, 1971), Carlos Izaguirre, Ramón Amaya Amador, Paca Navas de Miralda (Barro, 1951), Arturo Mejía Nieto (El tunco, 1932), Roberto Quesada (Los barcos, 1988) y Manuel de Jesús Pineda (Señas del abismo, 1988) han escrito páginas ejemplares. La explotación obrero campesina y su cauda de violencia cotidiana (salarios de hambre, barracones, insalubridad y muerte). La voracidad extranjera y su indispensable soporte en el servil entreguismo de políticos corruptos. El aparato militar al servicio de terratenientes y corporaciones transnacionales. Los artilugios legales que profundizan la extracción y el saqueo. El descontento y la respuesta popular.
7. El sufrimiento y la devastación provocados por las guerras civiles en cincuenta años de la historia, recorren las páginas de la novela hondureña. Desde el casi desconocido fragmento «La cacería del hermano» (1925) de Froylán Turcios, hasta llegar a Biografía de un machete (1999) de Ramón Amaya Amador. Y dentro de estos dos extremos, han ventilado el tema, entre otros, Lucila Gamero de Medina, Arturo Mejía Nieto, Argentina Díaz Lozano, Carlos Izaguirre, Ángel Porfirio Sánchez, Juan Ramón Ardón, Marcos Carías Reyes, Julio Escoto, Marcos Carías, Alfredo León Gómez…
La denuncia contra la expansión imperialista constituye un rubro destacado. Desde el descarnado realismo social con el cual Ramón Amaya Amador enfrenta el infierno verde de las bananeras (Prisión verde, 1950), a los textos de Julio Escoto remozados con la incorporacioń del mundo de la cibernética.
8. La relación entre el hombre y su entorno tampoco ha sido olvidada. Ángel Porfirio Sánchez y las imponentes caobas abatidas, río abajo, hasta llegar al vientre voraz de gigantescas embarcaciones, en ruta hacia los puertos del mundo. César Rodríguez Indiano poniendo el dedo en la llaga del falso ecologismo y denunciando a criminales consorcios industriales, en labor de acelerado exterminio del lago de Yojoa y de las costas hondureñas.
9. La complejidad del mundo indígena se ha enfocado dentro de una gama de alternativas. La romántica visión de Emilio Murillo (Isnaya, 1939) y Ramón Amaya Amador (El señor de la sierra, 1987). El abandono y la pobreza como parte inherente al sistema económico-social injusto y la inmersión del indio en un mundo degradado y abyecto en Ángel Porfirio Sánchez. Argentina Díaz Lozano y sus aristas eurocéntricas (Mayapán, 1950). La postura crítica de Julio Escoto insistiendo en la necesidad de asumir la raíz indígena de nuestra cultura (Bajo el almendro… junto al volcán, 1988). El rigor inquisitivo y la vuelta a valores de culturas ejemplares que plantea Roberto Castillo. La perspicacia intuitiva de Gipsy Silverthorne Turcios (Ojos de los perros mudos, 1993).
10. El oscuro y corrupto mundo de la política ha sido ventilado con amplitud. El involucramiento del estado en agresiones extra fronteras al servicio de intereses extranjeros. El constantemente renovado tema del dictador. La exposición de la crueldad de los métodos represivos. El contubernio de los políticos y militares en voraz adquisición de riqueza. Los imperativos de la doctrina de la Seguridad Nacional dirigidos al aplastamiento de la disidencia: el secuestro, la cárcel clandestina, las torturas, el desaparecimiento de los cuerpos. Ramón Amaya Amador (Destacamento rojo, 1962); Jorge Luis Oviedo (La gloria del muerto, 1987); Longino Becerra (Cuando las tarántulas atacan, 1987); Manuel de Jesús Pineda y César Lazo (Camaleón que se se duerme, 1999) dicen mucho al respecto.
11. La introspección. La vuelta al yo. La inacabable interrogación sobre los problemas existenciales. El lanzarse a la dilucidación de la condición humana ha ocupado lugar. La profundidad reflexiva de aplicabilidad general en Arturo Mejía Nieto (El prófugo de sí mismo, 1934 y Liberación, 1939). El perspicaz buceo en las entretelas de sí mismo en Roberto Quesada (El humano y la diosa, 1996). La búsqueda de universalidad en Galel Cárdenas (Zona viva, 1991).
12. La mirada crítica, comprensiva o ácida sobre el hombre y la sociedad, ha dejado una trayectoria de gran dignidad mediante el empleo del humorismo, de la ironía o del sarcasmo. El desprejuicio y la acre visión de la sociedad en Emilio Mejía Deras (Un detective asoma, 1932). La sarcástica palabra de Daniel Laínez (La Gloria, 1938). La desmesura deliberadamente grotesca en Jorge Luis Oviedo (La turca, 1988). El delirio futbolístico, la manipulación popular por parte de los medios de comunicación social en Galel Cárdenas (Fiebre sin fin, 1999).
13. Amplio es el venero de lo popular. Despliega su riqueza la expresión verbal, plena de ingenio y vitalidad: regionalismos, vulgarismos, juegos de palabras, refranes, coplas y chascarrillos. El acopio de mitos, leyendas y supersticiones. Lo pintoresco de las costumbres. Sin faltar el sabroso olor de las comidas o la volátil tentación de los extractos del coyol y del maíz. En sentido estricto, ningún novelista ha dejado de acudir a esta rica cantera. Con frecuencia es el único aspecto que redime o justifica a muchos de los textos.
14. El número de las mujeres novelistas es nimio. De los autores estudiados sólo doce dejaron una obra completa. Un dato que proclama una situación de preocupante marginalidad (¿o auto-marginalidad?) en razón de género. Sin embargo, la iniciadora de la novela fue: Lucila Gamero de Medina. Este hecho, a pesar de las pruebas documentales, se ha negado o soslayado en diversos estudios sobre la literatura hondureña. Pero ella no sólo fue pionera. Su continuado trabajo la convirtió en una de las autoras más prolíficas del país. Y de la más conscientes sobre puntos torrefactos del entorno. Especialmente: llamó la atención sobre la situación de desventaja de la mujer con relación al hombre y de la importancia de: la educación como requisito indispensable: para que asumiera un papel más efectivo y protagónico en el desarrollo social. Ejemplar es, también el caso de Argentina Díaz Lozano. Al igual que Gamero su acendrado romanticismo no fue óbice: para el olvido o la abstracción de la problemática social. Y no sólo de Honduras. Sus novelas poseen importantes aperturas hacia el área centroamericana. Con frecuencia, como ha sucedido con Gamero de Medina, su aporte, en forma absoluta ha sido ignorado o soslayado por los comentaristas. Por otra parte, otras autoras llevaron a la ficción una temática múltiple. Además de las mencionadas tenemos a Isabel Laínez de Weitnauer con Almas gemelas (1948) y Herminia Cisneros con Tiempo de nacer … tiempo de morir (1998).
15. Con mayor o menor acierto, las escritoras y escritores hondureños han cubierto casi todo el espectro de las diversas modalidades novelísticas. Sin que ello represente compartimientos estancos, podemos hablar de novelas de espacio (Prisión verde, Barro, La guerra mortal de los sentidos); de personaje (El árbol de los pañuelos, Zona viva, Big Banana); de acción (Los amos del trópico); sentimental (Blanca Olmedo); feminista (Aida); psicológica (El prófugo de sí mismo, El humano y la diosa); fantástica (El fantasma blanco); gótica (El vampiro); de folletín (Barrio encantado); de aprendizaje (Peregrinaje); indigenista (Ambrosio Pérez); detectivesca (Un detective asoma); política (Constructores, El candidato); de ciencia ficción (El IV Reich El regreso de Hitler, Cuando llegaron los dioses); histórica (Mayapán, El Señor de la Sierra, La memoria y sus consecuencias, Madrugada Rey del Albor, Memoria de las sombras); ensayo (La heredad, Bajo el chubasco); epistolar (Opalinaria La canción de los ópalos); humorística (La Gloria, El serio); picaresca (Mis tías «Las zanatas», El corneta); testimonial (Cuando las tarántulas atacan); didáctico-religiosa (El despertar de la consciencia); experimental y polifónica (Una función con móbiles y tentetiesos); novela rosa (El gran amor de un Rajá); de la posguerra (Zona viva, Cenizas en la memoria). Inclusive, se puede hablar de narconovela (Tormenta y Operación Pico Bonito).
Es preciso apuntar que, de los títulos señalados, no todos ostentan un nivel de excelencia. Se han mencionado porque representan manifestaciones del proceso de construcción de la narrativa hondureña. Ejemplifican las inquietudes por las cuales ha transitado la novelística del país. Además, con sus deficiencias, han detectado una llaga social, han palpado una tumefacción existente y, en forma abierta o leyendo el mensaje entrelíneas, han señalado un camino a seguir, una opción factible hacia la posible utopía de realización plena de lo humano.
La novela es el gran género del siglo XX. El de precario inicio en Honduras, pero de lenta y segura maduración. El que, con solvencia, actualmente, puede exhibir una serie de nombres cuyos trabajos no tienen nada que envidiarle a lo mejor que se ha hecho en las regiones vecinas. En sus nombres más destacados ya no hay balbuceos. Con sentido profesional saben que, sin técnica, sin dominio del instrumento verbal, sin ofrecer perspectivas novedosas y de acuerdo con el pulso del mundo, no hay perdurabilidad. La cosecha que se adivina, de cara al inmediato pasado, en sereno y severo aprendizaje de los pasos dados, tendrá que ser solvente y satisfactoria. Y ojalá, espléndida.
San Pedro Sula, 2006